Debates marxistas


La filosofía de la praxis en el pensamiento de Rosa Luxemburg
La chispa prende en la acción
Michael Löwy 

Martes 20 de noviembre de 2012
 
En la presentación de las Tesis sobre Feuerbach (1845) de Marx, que publicó a título póstumo en 1888, Engels las calificó como “primer documento que registra el germen genial de una nueva concepción del mundo”. Así es, en este pequeño texto Marx supera dialécticamente –la famosa Aufhebung: negación/conservación/elevación– el materialismo y el idealismo anteriores, y formuló una nueva teoría, que podría llamarse filosofía de la praxis.

Mientras los materialistas franceses del siglo 18 insistían en la necesidad de cambiar las circunstancias materiales para que se transformaran los seres humanos, los idealistas alemanes aseguraban que la sociedad sería cambiada gracias a la formación de una nueva conciencia entre los individuos. En contra de estas dos percepciones unilaterales, que conducían a un callejón sin salida –y a la búsqueda de un “Gran Educador” o un “Supremo Salvador”–, Marx afirmó en la Tesis III:

“La coincidencia del cambio de las circunstancias y de la actividad humana o autotransformación, sólo puede ser considera y comprendida racionalmente en tanto que práctica (praxis) revolucionaria”/1.

En otras palabras: en la práctica revolucionaria, en la acción colectiva emancipadora, el sujeto histórico –las clases oprimidas– transforma al mismo tiempo las circunstancias materiales y su propia conciencia. Marx volvió a esta problemática en La Ideología Alemana (1846), al escribir:

“Esta revolución se ha hecho necesaria no sólo por ser el único medio de derribar a la clase dominante, sino también porque sólo una revolución permitirá a la clase que derriba a la otra barrer toda la podredumbre del viejo sistema que se le ha quedado pegada y volverse capaz de fundar la sociedad sobre bases nuevas”/2 .

Esto quiere decir que la autoemancipación revolucionaria es la única forma posible de liberación: sólo por su propia praxis, por su experiencia en la acción, pueden las clases oprimidas cambiar su conciencia, al mismo tiempo que subvierten el poder del capital. Es verdad que en textos posteriores –por ejemplo, la famosa introducción de 1857 a la Crítica de la Economía Política– encontramos una versión mucho más determinista, considerando la revolución como el resultado inevitable de la contradicción entre fuerzas y relaciones de producción; pero como lo demuestran sus principales escritos políticos, el principio de la autoemancipación de los trabajadores continúa inspirando su pensamiento y su acción.

Fue Antonio Gramsci, en sus Cuadernos de Prisión de los años 1930, quien utilizó por primera vez la expresión “filosofía de la praxis” para referirse al marxismo. Algunos pretenden que era sólo de un ardid para engañar a sus carceleros fascistas, recelosos de cualquier referencia a Marx; pero esto no explica por qué Gramsci escogió esta fórmula y no otra, como podría ser “dialéctica racional” o “filosofía crítica”. En realidad, con esta expresión definió, de manera precisa y coherente, lo que distingue al marxismo como visión específica del mundo, y se disocia, de manera radical, de las lecturas positivistas y evolucionistas del materialismo histórico.

Pocos marxistas del siglo 20 fueron más cercanos que Rosa Luxemburg al espíritu de esta filosofía marxista de la praxis. Ciertamente, ella no escribía textos filosóficos ni elaboraba teorías sistemáticas; como observa con razón Isabel Loureiro, “sus ideas, dispersas en artículos periodísticos, folletos, discursos, cartas (...) son respuestas inmediatas a la coyuntura más que una teoría lógica e internamente coherente”/3. Eso no quita para que la filosofía de la praxis marxiana, que interpretó de forma original y creadora, fuera el hilo conductor –en el sentido eléctrico de la palabra– de su obra y de su acción como revolucionaria. Pero su pensamiento no era estático: era una reflexión en movimiento, enriquecida con la experiencia histórica. Intentaremos reconstruir aquí la evolución de su pensamiento por medio de algunos ejemplos.

Es verdad que sus escritos están atravesados por una tensión entre el determinismo histórico –la inevitabilidad del derrumbamiento del capitalismo– y el voluntarismo de la acción emancipadora. Esto se aplica en particular a sus primeros trabajos (antes de 1914). Reforma o Revolución (1899), el libro por el que es conocida en el movimiento obrero alemán e internacional, es un ejemplo claro de esta ambivalencia. En contra de Bernstein, proclamaba que la evolución del capitalismo llevaba necesariamente al derrumbamiento (Zusammenbruch) del sistema, y que este hundimiento era la vía histórica que llevaba a la realización del socialismo. En último instancia era una variante socialista de la ideología del progreso inevitable que dominó el pensamiento occidental desde la Filosofía de las Luces. Lo que salvaba su argumento de un economicismo fatalista era la pedagogía revolucionaria de la acción: “sólo en el curso de largas y persistentes luchas adquirirá el proletariado el grado de madurez política que le permitirá obtener la victoria definitiva de la revolución”/4.

Esta concepción dialéctica de la educación por la lucha fue también uno de los principales ejes de su polémica con Lenin en 1904: “sólo en el curso de la lucha se recluta el ejército del proletariado y toma conciencia de los objetivos de esta lucha. La organización, los progresos de la conciencia (Aufklärung) y el combate no son fases particulares, separadas en el tiempo y de forma mecánica (...) sino, por el contrario, aspectos diversos de un solo y mismo proceso” /5.

Desde luego, reconocía Rosa Luxemburg, la clase puede equivocarse en el curso de este combate, pero en última instancia, “los errores cometidos por un movimiento obrero verdaderamente revolucionario son históricamente mucho más fecundos y más preciosos que la infalibilidad del mejor ‘Comité Central”. La autoemancipación de los oprimidos implica la autotransformación de la clase revolucionaria por medio de su experiencia práctica; ésta, a su vez, no sólo produce la conciencia –tema clásico del marxismo– sino también la voluntad:

“El movimiento histórico universal (Weltgeschichtlich) del proletariado hacia su emancipación integral es un proceso cuya particularidad reside en que, por primera vez desde que existe la sociedad civilizada, las masas del pueblo hacen valer su voluntad conscientemente y en contra de todas las clases gobernantes (...). Ahora bien, las masas sólo pueden adquirir y reforzar esta voluntad en la lucha cotidiana contra el orden constituido, es decir, en los límites de este orden” ”/6 .

Podría compararse la visión de Lenin con la de Rosa Luxemburg por medio de la siguiente imagen: para Vladimir Illich, redactor del periódico Iskra, la chispa revolucionaria la aporta la vanguardia política organizada, desde fuera hacia el interior de las luchas espontáneas del proletariado; para la revolucionaria judía/polaca, la chispa de la conciencia y de la voluntad revolucionaria prende en el combate, en la acción de masas. Es verdad que su concepción del partido como expresión orgánica de la clase se correspondía más a la situación en Alemania que en Rusia o Polonia, donde se planteaba ya la cuestión de la diversidad de partidos referidos al socialismo.

Los acontecimientos revolucionarios de 1905 en el Imperio zarista ruso confirmaron a Rosa Luxemburg en su concepción de que el proceso de toma de conciencia de las masas obreras era menos el resultado de la actividad educadora –Aufklärung– del partido que de la experiencia de acción directa y autónoma de los trabajadores:

“El brusco levantamiento general del proletariado en enero, desencadenado por los acontecimientos de San Petesburgo, fue, en su acción exterior, un acto político revolucionario, una declaración de guerra al absolutismo. Pero esta primera lucha general y directa de las clases tuvo un impacto aún más poderoso en su interior, despertando por primera vez, como una sacudida eléctrica (einen elektrischen Schlag), el sentimiento y la conciencia de clase en millones y millones de individuos (...). El absolutismo deberá ser derribado en Rusia por el proletariado. Pero el proletariado necesitará para ello un alto grado de educación politica, conciencia de clase y organización. No puede aprender todo esto en folletos o en octavillas, sino que adquirirá esta educación en la escuela política viva, en la lucha y por la lucha, en el curso de la revolución en marcha” ”/7.

La polémica referencia a “los folletos y las octavillas” parece subestimar la importancia de la teoría revolucionaria en el proceso; por otra parte, la actividad política de Rosa Luxemburg, consistente en gran medida en redactar artículos periodísticos y folletos –por no hablar de sus obras teóricas en el campo de la economía política– demuestra sin ninguna duda el decisivo significado que concedía al trabajo teórico y a la polémica política en el proceso de preparación de la revolución.

En este famoso folleto de 1906 sobre la huelga de masas, la revolucionaria polaca seguía utilizando todavía los tradicionales argumentos deterministas: la revolución tendrá lugar “con la necesidad de una ley de la naturaleza”. Pero su visión concreta del proceso revolucionario coincidía con la teoría de la revolución de Marx, tal como la presentó en La Ideología Alemana (obra que no podía conocer, ya que no fue publicada hasta después de su muerte): la conciencia revolucionaria sólo puede generalizarse en el curso de un movimiento “práctico”, la transformación “masiva” de los oprimidos, en el curso de la propia revolución. La categoría de la praxis –que para ella, como para Marx, es la unidad dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo, la mediación por la cual la clase en sí se convierte en clase para sí– le permitió superar el dilema paralizante y metafísico de la socialdemocracia alemana, entre el moralismo abstracto de Bernstein y el economicismo mecánico de Kautsky: para el primero, el cambio “subjetivo”, moral y espiritual, de los “seres humanos” era la condición para el advenimiento de la justicia social, mientras que para el segundo la evolución económica objetiva conducía “fatalmente” al socialismo. Esto permite comprender mejor por qué Rosa Luxemburg se opuso no sólo a los revisionistas neo-kantianos, sino también, desde 1905, a la estrategia de “atentismo” pasivo defendida por el así denominado “centro ortodoxo” del partido.

Esta misma visión dialéctica de la praxis le permitió, también, superar el tradicional dualismo encarnado por el Programa de Erfurt del SPD, entre las reformas, o “programa mínimo”, y la revolución, el “objetivo final”. Con la estrategia de huelga de masas que propuso en Alemania en 1906 –en contra de la burocracia sindical– y en 1910 –en contra de Karl Kautsky– Rosa Luxemburg esbozó un camino capaz de transformar las luchas económicas o el combate por el sufragio universal en un movimiento revolucionario general.

Al contrario que Lenin, que distingue entre la “conciencia trade-unionista (sindical)” y la “conciencia socialdemócrata (socialista)”, ella sugiere una distinción entre la conciencia teórica latente, característica del movimiento obrero en los períodos de dominación del parlamentarismo burgués, y la conciencia práctica y activa, que surge en el curso del proceso revolucionario, cuando las propias masas –y no sólo los diputados y dirigentes del partido– aparecen en la escena política; gracias a esta conciencia práctica-activa las capas menos organizadas y más atrasadas pueden llegar a ser, en período de lucha revolucionaria, el elemento más radical. De esta premisa deriva su crítica a quienes basan su estrategia política en una estimación exagerada del papel de la organización en la lucha de clases –acompañada por lo general de una subestimación del proletariado no organizado– olvidando el papel pedagógico de la lucha revolucionaria:

“Seis meses de revolución harán más por la educación de estas masas hoy desorganizadas que diez años de reuniones pública y distribuciones de octavillas”/8.

¿Era Rosa Luxemburg espontaneista? No del todo… En su folleto Huelga general, partido y sindicatos (1906) insiste, refiriéndose a Alemania, en que el papel de “la vanguardia más esclarecida” no es esperar “con fatalismo” a que el movimiento espontáneo “caiga del cielo”. Al contrario, la función de esta vanguardia es precisamente “anticipar (vorauseilen) el curso de las cosas, intentar precipitarlo”. Reconoce que el partido socialista debe tomar la dirección política de la huelga de masas, lo cual consiste en “proporcionar al proletariado alemán una táctica y objetivos para el período de luchas por venir”: llega a proclamar que la organización socialista es “la vanguardia de toda la masa de los trabajadores” y que “el movimiento obrero obtiene su fuerza, su unidad, su conciencia política de esta misma organización” ”/9.

Hay que añadir que la organización polaca dirigida por Rosa Luxemburg, el Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y de Lituania (SDKPiL), clandestino y revolucionario, se parecía más al partido bolchevique que a la socialdemocracia alemana… Hay que considerar también un aspecto poco conocido de Rosa Luxemburg: su actitud hacia la Internacional (sobre todo después de 1914), que concebía como un partido mundial centralizado y disciplinado. Resulta una gran ironía que Karl Liebnecht, en una carta a Rosa Luxemburg, critique su concepción de la Internacional como “demasiado centralista-mecánica”, con “demasiada ‘disciplina’ y demasiado poca esponteneidad”, considerando a las masas “demasiado como instrumentos de la acción, no como portadoras de la voluntad; como instrumentos de la acción deseada y decidida por la Internacional, y no en tanto que quieren y desean por sí mismas” ”/10.

Paralelamente a este voluntarismo activista, el optimismo determinista (económico) de la teoría del Zusammenbruch, el hundimiento del capitalismo víctima de sus contradicciones, no desapareció de sus escritos, al contrario: se encuentra en el centro mismo de su gran obra económica, La acumulación del capital (1911). Sólo después de 1914, en el folleto La crisis de la socialdemocracia, escrito en prisión en 1915 –y publicado en Suiza en enero de 1916 bajo el seudónimo de “Junius”– superó esta visión tradicional del movimiento socialista de comienzos de siglo. Este documento, gracias al lema “socialismo o barbarie”, representó un giro en la historia del pensamiento marxista. Curiosamente, la argumentación de Rosa Luxemburg comienza referiéndose a las “leyes inalterables de la historia”; reconoce que la acción del proletariado “contribuye a determinar la historia”, pero parece creer que se trata sólo de acelerar o retardar el proceso histórico. Hasta ahí, nada nuevo.

Pero en las líneas siguientes compara la victoria del proletariado con “un salto que hace pasar a la humanidad del reino animal al reino de la libertad”, añadiendo: este salto sólo será posible “si, del conjunto de las premisas materiales acumuladas por la evolución, se enciende la chispa incendiaria (zündende Funke) de la voluntad consciente de la gran masa popular”. Encontramos aquí la famosa Iskra, la chispa de la voluntad revolucionaria capaz de hacer estallar la pólvora seca de las condiciones materiales. ¿Qué produce esta zündende Funke? Sólo gracias a una “larga serie de enfrentamientos hará el proletariado internacional su aprendizaje bajo la dirección de la socialdemocracia e intentará tomar las riendas de su propia historia (seine Geschichte)…” ”/11. En otras palabras: sólo en la experiencia práctica prende la chispa de la conciencia revolucionaria de los oprimidos y explotados.

Introduciendo la expresión socialismo o barbarie, “Junius” acude a la autoridad de Engels, en un escrito de “hace una cuarentena de años” –una referencia sin duda al Anti-Duhring¨(1878): “Friedrich Engels dijo una vez: ‘La sociedad burguesa se encuentra ante un dilema: o paso al socialismo o recaída en la barbarie’ ”/12. De hecho, lo que escribió Engels es bastante diferente:

“Las fuerzas productivas engendradas por el modo de producción capitalista moderno, y el sistema de distribución de los bienes que ha creado, han entrado en contradicción flagrante con el propio modo de producción, hasta un que hace necesario un cambio radical del modo de producción y distribución, si no se quiere ver desaparecer toda la sociedad moderna” ”/13.

El argumento de Engels –fundamentalmente económico y no político, como el de “Junius”– era más bien retórico, una especie de demostración por el absurdo de la necesidad del socialismo, para evitar la “desaparición” de la sociedad moderna –una fórmula vaga cuyo alcance no se llega a entender bien. De hecho, fue Rosa Luxemburg quien inventó, en el sentido estricto de la palabra, la expresión “socialismo o barbarie”, que tanto impacto tendrá a lo largo del siglo 20. La referencia a Engels pretendía dar más legitimidad a una tesis bastante heterodoxa. La guerra mundial, y el hundimiento del movimiento obrero internacional en agosto de 1914, acabó por quebrar su convicción en la victoria inevitable del socialismo.

En los siguientes párrafos, “Junius” desarrolló su innovador punto de vista:

“Nos situamos ante esta disyuntiva: o triunfo del imperialismo y decadencia de toda civilización, y como consecuencia, como en la antigua Roma, la despoblación, la desolación, la degeneración, un gran cementerio; o victoria del socialismo, es decir, de la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo y contra su método de acción: la guerra. Es un dilema de la historia del mundo, un todavía indeciso “o esto - o lo otro”, cuyos platillos se balancean ante la decisión del proletariado consciente” ”/14.

Se puede discutir el significado del concepto de “barbarie”: se trata sin duda de una barbarie moderna, “civilizada” –la comparación con la antigua Roma no es muy pertinente–, y en este caso la afirmación del folleto de “Junius” se reveló profética: el fascismo alemán, manifestación suprema de la barbarie moderna, pudo tomar el poder gracias a la derrota del socialismo. Pero lo más importante de la fórmula “socialismo o barbarie” es el término “o”: se trata del reconocimiento de que la historia es un proceso abierto, que el futuro no está todavía decidido –por las “leyes de la historia” o de la economía– sino que depende, en definitiva, de los factores “subjetivos”: la conciencia, la decisión, la voluntad, la iniciativa, la acción, la praxis revolucionaria. Es cierto, como señala Isabel Loureiro en su excelente libro, que incluso en el folleto de “Junius” –y en los textos posteriores de Rosa Luxemburg– se siguen encontrando referencias al hundimiento inevitable del capitalismo, a la “dialéctica de la historia” y a la “necesidad histórica del socialismo” ”/15. Pero en última instancia, la fórmula “socialismo o barbarie” sienta las bases de otra concepción de la “dialéctica de la historia”, distinta del determinismo económico y de la ideología iluminista del progreso inevitable.

Volvemos a encontrar la filosofía de la praxis en el centro de la polémica de 1918 sobre la Revolución rusa, otro texto capital redactado detrás de los barrotes. La trama esencial de este documento es bien conocida: por una parte, el apoyo a los bolcheviques, y a sus dirigentes, Lenin y Trotsky, que han salvado el honor del socialismo internacional al atreverse a llevar a cabo la Revolución de Octubre; por otra parte, un conjunto de críticas, algunas de ellas –sobre la cuestión agraria y la cuestión nacional– muy discutibles, mientras que otras –el capítulo sobre la democracia– resultan proféticas. Lo que inquietaba a la revolucionaria judía/polaca/alemana era sobre todo la supresión, por los bolcheviques, de las libertades democráticas –libertad de prensa, de asociación, de reunión–, que son precisamente la garantía de la actividad política de las masas obreras; sin ellas, “la dominación de las amplias capas populares es absolutamente impensable”. Las gigantescas tareas de la transición al socialismo “a las que se han dedicado los bolcheviques con coraje y determinación”, no pueden ser realizadas sin que “las masas reciban una educación política muy intensiva y acumulen experiencias”, lo que no es posible sin libertades democráticas. La construcción de una nueva sociedad es un terreno virgen que plantea “mil problemas” imprevistos; ahora bien, “sólo la experiencia permite las correcciones y la apertura de nuevas vías”. El socialismo es un producto histórico “surgido de la escuela misma de la experiencia”: el conjunto de las masas populares (Volksmassen) debe participar de esta experiencia, si no “el socialismo es decretado, otorgado por una docena de intelectuales reunidos alrededor de un tapete verde”. El único remedio para los inevitables errores del proceso de transición es la propia práctica revolucionaria: “la revolución en sí y su principio renovador, la vida intelectual, la actividad y la autorresponsabilidad (Selbsverantwortung) de las masas, en una palabra, la revolución bajo la forma de la más amplia libertad política es el único sol que salva y purifica” ”/16.

Este argumento es mucho más importante que el debate sobre la Asamblea Constituyente, donde se concentraron las objeciones “leninistas” al texto de 1918. Sin libertades democráticas, la praxis revolucionaria de las masas, la autoeducación popular por la experiencia, la autoemancipación de los oprimidos y el ejercicio del poder mismo por la clase de los trabajadores, son imposibles.

György Lukacs, en su importante ensayo “Rosa Luxemburg marxista” (enero 1921), mostró con gran agudeza cómo, gracias a la unidad de la teoría y la praxis –formulada por Marx en sus Tesis sobre Feuerbach– la gran revolucionaria había conseguido superar el dilema de la impotencia de los movimientos socialdemócratas, “el dilema del fatalismo de las leyes puras y de la ética de las intenciones puras”. ¿Qué significa esta unidad dialéctica?

“Así como el proletariado como clase sólo puede conquistar y conservar su conciencia de clase, elevarse al nivel de su tarea histórica –objetivamente dada–, en el combate y la acción, de igual medida el partido y el militante individual sólo pueden apropiarse realmente su teoría realizando esta unidad en su praxis” ”/17.

Resulta por tanto sorprendente que, apenas un año más tarde, Lukacs redactase el ensayo –formando también parte de Historia y Conciencia de Clase (1923)– titulado “Comentarios críticos sobre la crítica de la revolución rusa en Rosa Luxemburg” (enero 1922), rechazando en bloque el conjunto de comentarios disidentes de la fundadora de la Liga Spartacus, pretendiendo que “se representa la revolución proletaria bajo las formas estructurales de las revoluciones burguesas”/18–una acusación poco creíble, como lo demuestra Isabel Loudeiro/19. ¿Cómo explicar la diferencia, en el tono y en el contenido, entre el ensayo de enero de 1921 y el de enero de 1922? ¿Una conversión rápida al leninismo ortodoxo? Tal vez, pero lo más probable es la posición de Lukacs respecto a los debates en el seno del comunismo alemán. Paul Levi, el principal dirigente del KPD (Partido Comunista Alemán), se había opuesto a la “Acción de Marzo de 1921”, una tentativa fracasada de levantamiento comunista en Alemania, sostenida con entusiasmo por Lukacs (aunque criticada por Lenin...); excluido del partido, Paul Levi decidió en 1922 publicar el manuscrito de Rosa Luxemburg sobre la Revolución rusa, que la autora le había confiado en 1918. La polémica de Lukacs con este documento es también, indirectamente, un ajuste de cuentas con Paul Levi.

En realidad, el capítulo sobre la democracia de este documento de Luxemburg es uno de los textos más importantes del marxismo, del comunismo, de la teoría crítica y del pensamiento revolucionario en el siglo 20. Es difícil imaginar una refundación del socialismo en el siglo 21 que no tenga en cuenta los argumentos desarrollados en estas febriles páginas. Los representantes más lúcidos del leninismo y del trotskismo, como Ernest Mandel o Daniel Bensaid, han reconocido que esta crítica de 1918 al bolchevismo, en lo que se refiere a la cuestión de las libertades democráticas, estaba justificada. Por supuesto, la democracia a la que se refería Rosa Luxemburg es la ejercida por los trabajadores en un proceso revolucionario, no la “democracia de baja intensidad” del parlamentarismo burgués, donde las decisiones importantes son tomadas por banqueros, empresarios, militares y tecnócratas, fuera de cualquier control popular.

La zündende Funke, la chispa incendiaria de Rosa Luxemburg, brilló una última vez en diciembre de 1918, en su conferencia al Congreso de fundación del KPD (Liga Spartacus). En este texto también se encuentran referencias a la “ley de desarrollo objetivo y necesario de la revolución socialista”, pero se trata en realidad de la “amarga experiencia” que deben hacer las diversas fuerzas del movimiento obrero antes de encontrar el camino revolucionario. Las últimas palabras de esta memorable conferencia están directamente inspiradas por la perspectiva de la praxis autoemancipadora de los oprimidos: “La masa aprende a ejercer el poder ejerciéndolo. No hay otra manera de aprender. Hemos superado ya el tiempo en que se trataba de enseñar el socialismo al proletariado. Este tiempo no se ha cumplido al parecer para los marxistas de la escuela de Kautsky. Con ‘educar a las masas proletarias’ se quiere decir: hacerles discursos, difundir octavillas y folletos. No, la escuela socialista de los proletarios no necesita eso. Su educación se realiza cuando pasan a la acción (zur Tat greifen)”. Rosa Luxemburg se refiere aquí a una famosa cita de Goethe: “Am Anfang war die Tat!” (¡Al comienzo no era el Verbo, sino la Acción!). En palabras de la revolucionaria marxista: “Al comienzo era la Acción, ésta es nuestra divisa; y la acción consiste en que los consejos de obreros y de soldados se sientan llamados a convertirse en la única potencia pública en el país y que aprendan a serlo”/20. Algunos días más tarde, Rosa Luxemburg sería asesinada por los Freikorps –“cuerpos francos” paramilitares– movilizados por el gobierno socialdemócrata, bajo la batuta del Ministro Gustav Noske, contra el levantamiento de los obreros de Berlín.

Rosa Luxemburg no era infalible, cometió errores, como cualquier ser humano y cualquier militante, y sus ideas no constituyen un sistema teórico cerrado, una doctrina dogmática aplicable en cualquier lugar y en cualquier época. Pero su pensamiento es una valiosa caja de herramientas para intentar desmontar la maquinaria capitalista y para pensar en alternativas radicales. No es casualidad que se haya convertido en estos últimos años en una de las referencias más importantes, sobre todo en América Latina, en el debate sobre un socialismo del siglo 21, capaz de superar los atolladeros de las experiencias que se reclamaron del socialismo en el pasado siglo; tanto la socialdemocracia como el estalinismo. Su concepción de un socialismo al mismo tiempo revolucionario y democrático –en oposición irreconciliable al capitalismo y al imperialismo– basado en la praxis autoemancipadora de los trabajadores, en la autoeducación por la experiencia y por la acción de las grandes masas populares alcanza una sorprendente actualidad. El socialismo del futuro no podrá prescindir de la luz de esta chispa ardiente.

06/11/2012

http://blogs.mediapart.fr/blog/mich...

Traducción: VIENTO SUR

NOTAS

1/ K. Marx, “Tesis sobre Feurbach”, 1845, en La ideología alemana.

2/ K. Marx, G. Engels, La ideología alemana.

3/ Isabel Loureiro, Rosa Luxemburg, Os dilemas da açâo revolucionaria, S. Paulo, Unesp, 1995, p. 23.

4/ Rosa Luxemburg, ¿Reforma o revolución?, 1899.

5/ Rosa Luxemburg, “Cuestiones de organización de la socialdemocracia rusa” (1904), en “Marxisme contre dictadure”, París, Spartacus, 1946, p.21.

6/ Ibid. pp. 22-23. Cf. Rosa Luxemburg, “Organisationsfragen der russischen Sozialdemokratie” (1904), en Die Russische Revolution, Frankfurt, Europäische Verlaganstalt, 1963, pp. 27-28, 42, 44.

7/ Rosa Luxemburg, “Huelga de masas, partido y sindicatos”, 1906. Traducción revisada según el original: “Massentreik, Partei und Gewerkschaften”, en Gewerkschaftskampf und Massentreik, Eingeleitet und Bearbeitet von Paul Frölich, Vereinigung Internationaler Verlagsanstalten, Berlin, 1928, pp. 426-427. Se trata de una recopilación de ensayos de Rosa Luxemburg sobre la huelga de masas, organizada por su discípulo y biógrafo Paul Frölich, excluido del Partido Comunista Alemán en los años 1920. Encontré este libro en un anticuario en... Tel Aviv; el ejemplar llevaba un sello: “Kibbutz Ein Harod, Seminario de Ideas, Biblioteca Central”. El propietario del libro era sin duda un judío alemán de izquierdas emigrado a Palestina hacia 1933 y lo dio a la biblioteca del kibbutz en el que se había establecido. Con la muerte de los viejos militantes del kibbutz, y como la nueva generación no leía alemán, el bibliotecario vendió a un librero de viejo su stock de libros en la lengua de Marx...

8/ Ibid. P. 150.

9/ Ibid. P. 147, 150.

10/ Ver K. Liebknecht: “A Rosa Luxemburg: Remarques à propos de son projet de thèses pour le groupe « Internationale», en Partisans, nº 45, enero 1969, p- 113.

11/ Rosa Luxemburg, La crisis de la socialdemocracia.

12/ Ibid.

13/ F. Engels, Anto-Dühring.

14/ Ibid

15/ I. Loureiro, Rosa Luxemburg, p. 123.

16/ Rosa Luxemburg, La revolución rusa.

17/ G. Lukacs, Historia y Conciencia de clase (1923).

18/ Ibid

19/ I. Loureiro, Rosa Luxemburg, p. 85-88

20/ Rosa Luxemburg, “Nuestro programa y la situación política. Discurso en el Congreso de fundación del PCA (Liga Spartacus)”. Recogido del original alemán, “Rede zum Programm der KPD (Spartakusbund)”, Ausgewählten Reden un Schriften, Berlín, Dietz Verlag, 1953, Band II, p. 687. El ejemplar de la edición alemana que utilizo aquí tiene una curiosa historia. Se trata de una recopilación de textos de Rosa Luxemburg, editada por el “Marx-Engels-Lenin-Stalin Institut boim ZA der SED”, con un prólogo de Wilhelm Pieck, dirigente estalinista de la RDA, seguida de introducciones de Lenin y Stalin, criticando los “errores” de la autora. Compré este libro a un anticuario y descubrí que llevaba una dedicatoria escrita a mano, en inglés, fechada en 1957, pidiendo excusas por no haber encontrado otra edición sin todas esas “introducciones” superfluas. La dedicatoria está firmada por “Tamara e Isaac”, sin duda Tamara e Isaac Deutscher...

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50 años después: Prólogo a la nueva edición castellana de "La formación de la clase obrera en Inglaterra", de E.P. Thompson
Antoni Domènech · · · · · 

08/10/12
 Viento Sur
La editorial madrileña Capitán Swing acaba de reeditar la versión castellana de La formación de la clase obrera en Inglaterra [Madrid, 2012], el gran clásico del historiador británico Edward P. Thompson. Con permiso de la editorial reproducimos aquí  el prólogo que para esa edición ha escrito Antoni Domènech. 

Casi medio siglo después de la primera edición original, La formación de la clase obrera en Inglaterra es unánimemente considerada una obra maestra, y su autor, uno de los más grandes historiadores del siglo XX, acaso el más original, profundo e innovador de su segunda mitad. Pero en el momento de su aparición (1963) ni el libro ni el autor podían resultar más polémicos, ni concitar más hostilidades. 

Para empezar, Edward P. Thompson (1924-1993) no se entendió nunca a sí mismo como un historiador profesional, ni siquiera como un académico. Sino como un activista político y como un polígrafo y publicista socialista vinculado al movimiento obrero y a sus instituciones histórico-realmente cristalizadas. Como historiador, su maestro más reconocido no fue un gran profesor de Cambridge o de Oxford, sino una activa –y casi olvidada— militante comunista, Dona Torr (1887-1956), fundadora (en 1946) del imponente Grupo de Historiadores del Partido Comunista Británico (GHPCB) del que fueron miembros, aparte de Thompson y su compañera, la respetada historiadora del cartismo Dorothy Towers (1923-2011), dos irrepetibles generaciones de personalidades tan destacadas de la investigación historiográfica y científico-social contemporánea como Eric Hobsbawm (1917-), Christopher Hill (1912-2003), Rodney Hilton (1916-2002), George Rudé (1910-1993), Victor Kiernan (1913-2009), el gran clasicista Geoffrey E. M. de Ste. Croix (1910-2000) o el sólido economista Maurice Dobb (1900-1976). 

En 1963 Thompson ya había salido del Partido Comunista; él –y varios otros miembros del GHPAB— habían roto con el comunismo oficial a raíz de la invasión soviética de Hungría (1956) y de las escandalosas revelaciones públicas de Kruschov sobre la era de Stalin. Muy en una línea de la que nunca se apartaría, y lejos de recluirse en un retiro o de puro investigador académico o de ensayista free lance, buscó colaborar en la construcción de un espacio institucional nuevo, alternativo, de reflexión y actividad socialista.[1] Estuvo activo en el pacifismo antinuclear de finales de los 50 (al que volvería, como es notorio, en los 80 con Protest and survive [2]) y animó a la creación e institucionalización de un movimiento New Left en Gran Bretaña, del que, entre otras cosas, salió (en 1959) la revista homónima que aún perdura. 

Ello es que en1963 llevaba tiempo ya Thompson distanciado también de buena parte de las gentes de la New Left, crecientemente dominada por una nueva generación de intelectuales tan alejados de los grandes debates científicos de la izquierda tradicional británica (al soberbio grupo de historiadores del GHPCB hay que añadir las reflexiones de los economistas filomarxistas de Cambridge en torno a Keynes, señaladamente Joan Robinson y Piero Sraffa), como fascinados con cierto marxismo especulativo, apolítico, continental, y particularmente, con el francés de impronta “estructuralista”. 

Pues bien; La formación de la obrera en Inglaterra no sólo tenía que resultar polémica para, sino que, en realidad, estaba expresamente concebida contra: 1) dos tipos de modas revisionistas-negacionistas imperantes en la vida académica de la época, especialmente en la historia económica y en la sociología de impronta funcionalista; 2) la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora del “marxismo” estalinista; y 3) la retórica especulativa, ahistórica –y en el fondo, apolítica— de una “nueva izquierda” a la que Thompson terminó considerando heredera, culturalmente hablando, del estalinismo.[3]

La moda académica negacionista-revisionista consistía básicamente en negar económicamente el carácter socialmente catastrófico del triunfo políticamente contrarrevolucionario del capitalismo industrial –la Revolución Industrial— y en revisar sociológicamente la noción de “clase obrera” (no habría tal, en singular, sino, a lo sumo, un conjunto heteróclito de clases trabajadoras). 

En cuanto al negacionismo de los economistas, digamos “progresistas-desarrollistas”, Thompson apunta (en el capítulo 6 de este libro):

“Se sugiere, en general, que la posición del obrero industrial en 1840 era mejor en muchos aspectos que la del trabajador doméstico de 1790. La Revolución Industrial habría sido una época, no de catástrofe o de agudo conflicto de clases y de opresión clasista, sino de mejora. (…) La ortodoxia catastrofista clásica ha sido substituida por una nueva ortodoxia anticatastrofista (…). Lo que se ha perdido es el sentido del conjunto del proceso, el contexto social y político del proceso.”

Una forma de entender el libro de Thompson es leerlo como un largo, refinado y circunstanciado argumento histórico contra ese negacionismo:

“Aquí podemos ver algo de la verdadera naturaleza catastrófica de la Revolución Industrial; así como algunas de las razones por las que la clase obrera inglesa cobró forma durante esos años. La gente fue sometida a la intensificación de dos formas simultáneas e intolerables de relación: las de  la explotación económica y las de la opresión política. (…) El grueso de la población trabajadora, percibió la experiencia crucial de la Revolución Industrial  como un cambio en la naturaleza y la intensidad de la explotación.” [4]

En lo tocante a la revisión sociológico-metodológica académica del concepto de clase, Thompson polemiza (en el Prefacio a la primera edición) con un sociólogo liberal muy famoso en la época y hoy justamente olvidado (Sir Ralf Dahrendorf). La ridícula cita de Dahrendorf que Thompson trae a colación, atravesada por la típica obsesión huera y pedantemente “metodologista” del sociólogo filosóficamente ignorante, hablará por sí misma al lector de hoy.[5] La réplica de Thompson es tan demoledora, como esencial, y vale la pena destacarla:

“La cuestión, ni que decir tiene, es cómo llega el individuo a estar en ese ‘rol social’ y cómo la particular organización social (con sus derechos de propiedad y su estructura de autoridad) llegó a estar ahí. Y eso son cuestiones históricas. Si detenemos la historia en un punto determinado, entonces no hay clases, sino simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero si observamos a esos hombres durante un buen período de tiempo, observamos pautas en sus relaciones, en sus ideas, en sus instituciones. La clase se define por hombres, según viven éstos su propia historia, y al final, esa es la única definición.”

Por otro lado, la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora del “marxismo” de impronta estalinista, a la que reaccionaba Thompson, tenía dos elementos clave. 

El primero, más general, era la comprensión (tácita) de la historia humana –el Hismat o “materialismo histórico” canonizado— como el despliegue más o menos inexorable de un programa de desarrollo ontogenético (con sucesión de “modos de producción” entendidos como sistemas estructuro-funcionalmente integrados, con sus correspondientes “clases sociales” y su base económica y una sobrestructura ideológica y político-jurídica funcional y misteriosamente adaptada a esa base, etc.). De esa comprensión desaparecía no sólo la historia propiamente dicha, que es trayectoria única e irrepetible, que es despliegue de complejas fuerzas dinámico-causales endógenas sometidas a shocks estocásticos exógenos de la más variada índole; desaparecía también la urdimbre intencional con que se configura la historia humana, que es afán y trabajo y cognición social y cooperación en la búsqueda cotidiana de medios de existencia, y así, también, va de suyo, lucha política y conflicto social intencionalmente librados, con mayor o menor autoconsciencia (“no lo saben, pero lo hacen”) pero casi nunca en las condiciones elegidas por los agentes sociales.

El segundo elemento de vulgarización doctrinaria, más específico y más políticamente contaminado que el anterior, tenía que ver con la grosera y ahistórica comprensión del origen de la fuerza dinámica del modo de producir capitalista moderno en Europa occidental –con su vigorosa (y políticamente resistible) tendencia a la colonización del conjunto de la vida económica y social— y de la complicada contribución de esa fuerza dinámica, a partir del último tercio del siglo XVIII, a los procesos históricos de formación de la clase obrera industrial en Inglaterra. 

De esa versión estalinista vulgarizadora –y políticamente interesada— del “marxismo” había desaparecido por completo el progresismo trágico, si así puede llamarse, del joven Marx (“la historia avanza por sus peores lados”), y no digamos la comprensión, harto más pesimista crítico-culturalmente, que de las dinámicas expropiadoras, destructoras y socialmente colonizadoras del modo de producir capitalista llegó a hacerse el viejo. En dos puntos resultó el trabajo de Thompson seminalmente esclarecedor. 

a) De su pertenencia al GHPCB –y particularmente de su amistad con el gran medievalista Rodney Hilton, quien entendió, el primero, la importancia para los historiadores marxistas británicos de la obra del francés Marc Bloch (1886-1944)— Thompson aprendió que, lejos de ser un tiempo socialmente muerto, la Edad Media europeo-occidental fue una época de intensas pugnas sociales y políticas de clase, marcadas por el afán señorial de cercar y privatizar los bienes comunales, base fundamental de la libertad popular (la Allmende y la gemeine Mark, en territorios germánicos, las communes en Francia, los benecomuni en la península itálica, las tierras ejidales en la Península Ibérica, los commons en Inglaterra). El gran capítulo de Marx, en el volumen I de El Capital, sobre “La llamada acumulación originaria de capital”, volvía a ser central: no podía entenderse el origen de las dinámicas expropiatorias características de la fuerza dinámica histórico-económica que Marx llamó “modo de producir capitalista”, sin entender su origen político (particularmente, en la Inglaterra sometida a los Tudor) en aquellas luchas. En otro gran libro de investigación sobre la Inglaterra popular del XVIII, escrito muchos años después que La formación de la clase obrera en Inglaterra, Thompson acuñó el célebre concepto de “economía moral de la multitud”:[6] significaba el conjunto de normas, prácticas y valores compartidos por las clases subalternas en defensa de los bienes comunes frente a las oleadas señoriales de ataques cercadores y privatizadores. El avance expropiador y mercantilizador –la insólita, y en cierto sentido contra natura, conversión de la tierra, de la capacidad de trabajo y del dinero en mercancías [7]— propiciada por la fuerza económica dinámica llamada modo de producir capitalista era políticamente resistible, y fue desde el comienzo (y sigue siendo) social y políticamente resistida.[8]

La interesante feminista socialista de origen italiano Silvia Federici, con un atrevimiento especulativo al que difícilmente se habría avilantado nuestro historiador profesional –tan prudente y minuciosamente atenido a la investigación circunstanciada de archivos y hemerotecas—, ha resumido recientemente esta visión de estirpe thompsoniana del origen político del capitalismo de un modo que acaso resulte instructivo al lector, si más no para entender su recepción política entre los sectores más perceptivos de la izquierda anticapitalista actual:

“El capitalismo fue la respuesta de los señores feudales, de los mercaderes patricios, de los obispos y de los papas, a siglos de conflicto social que terminaron por hacer tambalear su poder, dando ‘al mundo todo una gran sacudida’ [como había exigido Thomas Münzer a comienzos del XVI]. El capitalismo fue la contrarrevolución que destruyó las posibilidades nacidas de la lucha antifeudal, unas posibilidades que, de realizarse, nos habrían ahorrado la inmensa destrucción de vidas y de medio ambiente natural que ha marcado el desarrollo de las relaciones capitalistas a escala planetaria. Nunca se subrayará esto lo bastante, porque la creencia de que el capitalismo ‘evolucionó’ a partir del feudalismo y representa una forma de vida social ‘superior’ todavía no ha sido arrumbada.”[9]

b) El segundo punto en el que el trabajo de Thompson ha resultado particularmente influyente, y que se sigue muy naturalmente del anterior,  tiene que ver con su insistencia –central para el argumento de La formación de la clase obrera en Inglaterra— en la naturaleza continua de las luchas políticas de la población trabajadora bajo la Revolución Industrial. De aquí la importancia otorgada al legado literario de Tom Paine (1737-1809) para el incipiente movimiento obrero industrial (en eso le había precedido su amigo Hobsbawm), así como al estudio y descripción del activismo práctico del jacobinismo inglés, señaladamente de la figura del difamado John Thelwall (1764-1834). Si al estalinismo –constructor de un pretendido “socialismo en un solo país” a partir de la industrialización forzosa fundada en una despótica desposesión de las masas populares— le resultaba políticamente incómoda la lectura del capítulo marxiano sobre “La llamada acumulación originaria de capital”, de todo punto vitanda le resultaba la idea de que el movimiento obrero y el socialismo industrial moderno, lejos de nacer mecánicamente de la nada, eran herederos conscientes, sin solución de continuidad, de las grandes luchas plebeyas, y muy particularmente, de la democracia republicana revolucionaria francesa de 1792. El estalinismo y sus turiferarios consagraron la idea de la Revolución Francesa como “revolución burguesa” –en vez de como la última gran jacquerie, antifeudal, y al tiempo, anticapitalista[10]—, alentaron el uso de la noción de “democracia burguesa”[11] –un oxímoron que no puede hallarse una sola vez en la obra de Marx y Engels— y contribuyeron a fomentar la idea, ahistórica y apolítica, de una homogénea “modernidad burguesa” –etapa de desarrollo ontogenético—, que habría inventado, entre otras cosas, el individualismo y las libertades y los derechos personales.[12] 

Thompson no sólo ilustra y documenta detalladamente que la lucha decimonónica por la libertad de prensa,  las libertades políticas y el sufragio democrático fue una lucha obrera y popular, y en cualquier caso, muy poco “burguesa”, sino que las grandes conquistas de derechos individuales y libertades y garantías públicas traían su origen en viejas luchas medievales populares y comunarias que configuraron las tradiciones constitucionales de la “libertad inglesa”:

“…la ideología de la clase obrera, que maduró en los 30 [del s. XIX], y que ha perdurado, con varias traducciones, hasta nuestros días, dio un valor excepcionalmente grande a los derechos de prensa, de expresión, de reunión y de libertad personal. La tradición del ‘ingles nacido libre’ es, huelga decirlo, mucho más antigua. Pero la idea que puede hallarse en algunas interpretaciones ‘marxistas’ tardías, según la cual esas reivindicaciones aparecían como herencia del ‘individualismo burgués’, no se ajusta a la realidad”. [cap. 6, pág.783]

Es verdad: luego de la I Revolución Industrial “inglesa” (1760-1830) –que terminó de triunfar políticamente, como tan oportunamente recuerda Thompson en este libro, en la estela contrarrevolucionaria de la derrota de la democracia republicana revolucionaria francesa—, vino la segunda  Revolución Industrial “alemana” (1870-1900), mucho más importante aún a todos los efectos para la historia económica.[13] Esa segunda Revolución Industrial contribuyó también a troquelar ulteriormente a la clase obrera industrial y a su movimiento social y político, y a forjar y decantar de modos nuevos lo que en el siglo XX se entendió por “socialismo”. Y sí, también ahí, cabría hablar de continuidades: si Thompson hubiera escrito sobre eso, se puede dar por descontado que habría sido el primero en buscarlas. Y sin embargo, en este gran y seminal libro sobre los orígenes de la clase obrera industrial y sus tradiciones socialistas que es la Formación de la clase obrera en Inglaterra no se privó de expresar una sana y elocuentísima nostalgia respecto de los valores y las tradiciones republicano-revolucionarias (por mal nombre, “jacobinas”) que el socialismo y la clase obrera industrial maduros se habrían dejado en el camino:

“La particular calidad de su jacobinismo se puede sentir en su énfasis en la égalité. (…) El movimiento obrero de los años posteriores vino a continuar y enriquecer las tradiciones de fraternidad y libertad. Pero la existencia misma de sus organizaciones, y la protección de sus fondos de financiación, requirió promover a cuadros de profesionales experimentados, así como cierta deferencia o exagerada lealtad hacia los dirigentes, lo que terminó revelándose como una fuente de formas y controles burocráticos. (…) Esos lados fuertes jacobinos, que tanto contribuyeron al Cartismo, declinaron en el movimiento de finales del siglo XIX, cuando el nuevo socialismo desplazó su acento desde los derechos políticos hacia los derechos económicos y sociales. La robustez de las distinciones de clase y de status en la Inglaterra del siglo XX es, en parte, consecuencia de la carencia, en el movimiento obrero del siglo XX, de virtudes jacobinas. (…) Es innecesario subrayar la evidente importancia de otros aspectos de la tradición jacobina; la tradición de la autoeducación y la crítica racional de las instituciones políticas y religiosas; la tradición del republicanismo consciente; sobre todo, la tradición del internacionalismo. Resulta extraordinario que una agitación tan breve lograra difundir sus ideas en tantos rincones de Gran Bretaña.” [Cap. 5, pág. 209]

El socialismo del Thompson político era ya entonces, y lo fue, hasta el final, un socialismo orgulloso del gorro frigio.

NOTAS: [1] Una de sus sentencias más famosas dice así: "Los intelectuales socialistas deben ocupar un territorio que sea, sin condiciones, suyo: sus propias revistas, sus propios centros teóricos y prácticos; lugares donde nadie trabaje para que le concedan títulos o cátedras, sino para la transformación de la sociedad; lugares donde sea dura la crítica y la autocrítica, pero también de ayuda mutua e intercambio de conocimientos teóricos y prácticos, lugares que prefiguren en cierto modo la sociedad del futuro." [2] Edición castellana: Protesta y sobrevive (edición castellana y prólogo A. Domènech), Madrid, Blume, 1984. [3] En su demoledor (y tardío) ajuste de cuentas con la “nueva izquierda” británica de los 60, Thompson lo declaró redondamente: “… no sois una ‘generación postestalinista’. Sois una generación en cuyo seno las razones y legitimaciones del estalinismo, mediante la ‘práctica teórica’, vienen siendo reproducidas día tras día.” El libro, The Poverty of Theory (1978) es un demoledor alegato, científico y político a la vez, contra la ignorante vaciedad del marxismo estructuralista, y en general, de la Théorie postestructuralista made in Paris. (Hay traducción castellana: Miseria de la Teoría, Barcelona, Crítica, 1984. [4] “En agricultura, los años entre 1760 y 1820 fueron los años de la culminación completa del cercamiento [y privatización] de tierras; aldea tras aldea fueron perdiendo los derechos comunales, y al trabajador sin tierra, pauperizado, no le quedó sino venir en apoyo del arrendatario, del terrateniente y de los diezmos de la Iglesia. En las industrias domésticas, a partir de 1800, la tendencia fue que los pequeños maestros artesanos dieran paso a empleadores de mayor alcance (…) y que la mayoría de tejedores, calceteros o herreros fabricantes de clavos se convierteran en trabajadores asalariados a domicilio con empleos más o menos precarios. En los molinos y en muchas zonas mineras, son los años del empleo de niños (y de mujeres, subterráneamente). Y en las grandes empresas, el sistema fabril con su nueva disciplina (…) todo contribuyó a la transparencia del proceso de explotación y a la cohesión social y cultural de los oprimidos.” (Cap. 6, págs. 224-225.) [5] “Las clases están basadas en diferencias de poder legitimado asociado a ciertas posiciones políticas, i.e., en la estructura de roles sociales con respecto a sus expectativas de autoridad (…) Un individuo llega a ser miembro de una clase jugando un papel social relevante desde el punto de la autoridad (…) Pertenece a una clase porque ocupa una posición en una organización social; i.e., la pertenencia de clase deriva de la existencia pertinente de un rol social.” (Dahrendorf, Class and Class Conflict in Industrial Society, 1959.) Thompson califica este libro como “un estudio de las clases obsesivamente concentrado en la metodología, hasta el punto de excluir el examen de una sóla situación real de clase en un contexto histórico real”.  [6] Cfr. Costumbres en común, Barcelona, Editorial Crítica, 1995 (edición inglesa original, 1991). [7] Conforme a la formulación clásica de Karl Polanyi en su clásico La Gran Transformación (varias ediciones en castellano; edición original, 1944). Dicho sea de paso, es un tanto sorprendente que Thompson, ni en el presente libro ni después, llegara a interesarse por una obra tan afín –no sólo metodológicamente— a la suya como la de Polanyi. [8] Quien tal vez pueda considerarse el más eminente continuador de la línea investigadora historiográfica inaugurada por Thompson, el profesor Peter Linebaugh, ha publicado recientemente una interesante historia de los sucesivos avatares –hasta nuestros días— de la famosa  Magna Carta  concedida por el Rey Juan Sin Tierra a comienzos del siglo XIV, origen del habeas corpus y de buena parte de las tradiciones iusconstitucionalistas garantistas de la “libertad inglesa” mostrando la vinculación  de esa concesión con las luchas de los comunarios ingleses por la conservación sus bienes comunales y la concesión paralela de una Carta de los bosques comunales. Cfr. The Magna Carta Manifesto, Berkeley, L.A., Londres, Univ. California Press, 2010. [9] Silvia Federici, Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation, Nueva York, Autonomedia, 2004, págs. 21-22.  (Hay traducción castellana en la Editorial Traficantes de sueños, Madrid.)  [10] La historiadora francesa Florence Gauthier, coeditora de la nueva edición crítica de las obras de Robespierre, observó que en ediciones anteriores –bajo responsabilidad de historiadores del Partido Comunista Francés— algunos pasos directa e inocultablemente anticapitalistas de Robespierre habían sido u ocultados o suprimidos. Particularmente, la contraposición robespierreana entre la “economía política tiránica” (de impronta mercantilzadora y acaparadora; capitalista) y lo que Robespierre defendía programáticamente bajo el nombre de  “economía política popular”. Cuando la profesora Gauthier comunicó personalmente (a finales de los 80) este hallazgo a Thompson, quien no conocía con detalle la historia de la Revolución Francesa, nuestro autor se mostró muy impresionado por la semejanza con su propio concepto de “economía moral popular”. (Comunicación personal de Florence Gauthier al autor de estas líneas.)  [11] Cfr. Antoni Domènech, “ ‘Democracia burguesa’ : nota sobre la génesis del oxímoron y lanecedad del regalo”, en Viento Sur, Nº , 100, enero 2009, págs. 95-100.  [12] Un horror muy influyente al respecto es el libro del filósofo “marxista” canadiense C.B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke (varias ediciones castellanas, la última en la editorial madrileña Trotta, 2005; el original es de 1962.)  [13] Los historiadores de la economía y de la tecnología suelen coincidir en que la II Revolución industrial ha sido la más decisiva en su impacto en la vida social y económica. (En muy pocos años se inventaron y desarrollaron un conjunto de tecnologías que aún marcan decisivamente el grueso de nuestras vidas: electricidad, motor de combustión interna, agua corriente, sanitarios domésticos, industria química y de fertilizantes y colorantes, petróleo, comunicaciones, entretenimiento). Contra el papanatismo imperante, los historiadores económicos competentes suelen dar, en cambio, un valor bastante reducido al impacto económico de la llamada tercera revolución tecnológica de la “información”, que arrancó en los 60 del siglo XX (computadores, web, telefonía móvil). Para un buen resumen, cfr. Robert J. Gordon, “Is U.S. Economic Growth Over? Faltering Innovation Confronts the Six Headwinds”, National Bureau of Economic Research, Cambridge, Mass, Working Paper 18315 (agosto 2012).

Antoni Domènech es catedrático de filosofía de las ciencias sociales en la Facultad de Economía de la UB y Editor general de SinPermiso.

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Desaparece un “comunista tory”
El Siglo de Hobsbawm

Enzo Traverso,Viento Sur,

 4 de octubre de 2012
  
[El 1 de octubre murió el historiador Eric J. Hobsbawm a la edad de 95 años. Nacido en Alejandría, en una familia judía, en 1917 -año de la revolución rusa- E.J. Hobsbawm, que creció en Viena y Berlín, donde se afilió al Partido Comunista a la edad de 15 años, y conoció el ascenso del nazismo. Una experiencia que como él mismo reconoce le marcó fuertemente. Emigró a Gran Bretaña donde militó en el Partido Comunista británico desde 1936 hasta su disolución en 1991. Entre sus obras destaca la tetralogía: La era de la revolución, 1789-1848; La era del capital, 1848-1875; La era del imperio, 1875-1914 y Historia del siglo XX, 1914-1991. Su obra no se puede deslindar de su adhesión al PC: justificó la invasión de Hungría en 1956 y escamoteó el papel desempeñado por el PCE, la URSS y el Comintern en la revolución española. A continuación reproducimos un artículo de Enzo Traverso, publicado en 2009 que, con ocasión de la edición en francés de su libro “L’Empire, la démocratie et le terrorisme”, analiza el trabajo de Hobsbawn como historiador.] 

No cabe duda de que Eric John Hobsbawm es actualmente el historiador más leído del mundo. Esta notoriedad arranca sobre todo del éxito planetario de la Historia del siglo XX, la era de los extremos, su historia del «corto» siglo XX./1 Anteriormente ocupaba ya, desde luego, un lugar de primer plano en la historiografía internacional, pero la publicación de esta obra le ha permitido conquistar un público mucho más vasto. Ninguna nueva interpretación del mundo contemporáneo podrá sustraerse a una confrontación con la suya, que se ha convertido en canónica. Pero esta constatación lleva implícita una paradoja, pues el siglo XX finalizó en una atmósfera de restauración intelectual y política y fue despedido en medio de un alboroto mediático que anunciaba el triunfo definitivo de la sociedad de mercado y del liberalismo. Hobsbawm, en cambio, no escondía sus simpatías por el comunismo, el gran perdedor de la Guerra Fría, ni su adhesión a una concepción de la historia de inspiración marxista. El éxito de su libro era una nota discordante, introducía una fisura en el consenso liberal en torno a una visión del capitalismo que lo presenta como un orden natural sin alternativa/2. Esto es particularmente cierto en el caso de Francia, país en el que el libro de Hobsbawm sólo llegó a las librerías, gracias a un editor belga, cinco años después de su edición inglesa original y después de haber sido traducido a más de una veintena de lenguas. En 1997 Pierre Nora explicaba en Le Débat que una obra como ésta, anacrónica e inspirada en una ideología de otra época, no sería rentable para un editor, razón por la que había decidido rechazarla en la colección que dirigía en Gallimard./3 Pocas veces un editor e intelectual se habrá equivocado tanto al formular un pronóstico, pero ¿cómo habría podido acertar Nora si partía del postulado según el cual la sensibilidad de los lectores se corresponde perfectamente con la acogida entusiasta dispensada por los medios de comunicación a El pasado de una ilusión de François Furet (1995) y al Libro negro del comunismo de Stéphane Courtois ( 1997)?

Una Tetralogía

La Historia del siglo XX es el último volumen de una tetralogía. Sigue a tres obras dedicadas a la historia del siglo XIX aparecidas entre 1962 y 1987. La primera analiza las transformaciones sociales y políticas que acompañaron a la transición del Antiguo Régimen a la Europa burguesa (La era de las revoluciones, 1789-1848). La segunda se centra en la época de esplendor del capitalismo industrial y la consolidación de la burguesía como clase dominante (La era del capital, 1848-1875). La tercera estudia el advenimiento del imperialismo y finaliza con la aparición de los conflictos entre las grandes potencias que fracturaron el "concierto europeo" y sentaron las premisas de su estallido (La era del imperialismo, 1875-1914). La redacción de estas obras no había obedecido a ningún plan previo. Surgieron al hilo del tiempo, bajo el estímulo de los editores y como producto de la evolución de las investigaciones del propio Hobsbawm.

La trayectoria historiográfica de Hobsbawm es la de un especialista en el siglo XX. En 1952 fundó, con Edward P. Thompson y Christopher Hill, la revista Past and Present, una tentativa de síntesis entre el marxismo y la escuela de Annales. Dedicó considerable atención a la historia social de las clases trabajadoras y de las revueltas campesinas en la época de la Revolución industrial. El marxismo y la formación del movimiento obrero se situaron en el centro de sus intereses. Hobsbawm conjugaba las grandes síntesis con investigaciones pioneras. De factura más clásica y escritas en un lenguaje accesible al gran público, esas grandes síntesis no construyen nuevos objetos de investigación ni socavan los enfoques historiográficos tradicionales, pero dibujan un vasto fresco del siglo XIX que ilumina, desde una amplia perspectiva, las fuerzas sociales en presencia. Existe una cierta distancia entre el historiador de los luditas y de la resistencia campesina a los cerramientos de tierras en el campo inglés, y el de las grandes síntesis sobre las "revoluciones burguesas" y el advenimiento del capitalismo industrial. Esta distancia no será superada por el último volumen de la tetralogía, prisionero de una tendencia que él ha reprochado siempre a la historiografía tradicional del movimiento obrero: observar la historia "por arriba" sin fijarse en lo que pensaban las gentes corrientes, los actores situados "abajo" /4.

Hobsbawm concibió el proyecto de una historia del siglo XX tras la caída del muro de Berlín. Fue de los primeros en interpretar aquel acontecimiento como el signo de una mutación que no solo ponía fin a la Guerra Fría sino que, a una escala más vasta, clausuraba un siglo. Nació entonces la idea de un siglo XX "corto" encuadrado entre las dos grandes inflexiones de la historia europea, la Primera Guerra Mundial y el hundimiento del socialismo real, que se oponía a un siglo XIX "largo" que iría de la Revolución francesa a las trincheras de 1914. Si la guerra fue la auténtica matriz del siglo XX, la revolución bolchevique y el comunismo le dieron un perfil específico. Hobsbawm lo sitúa entero bajo el signo de Octubre de 1917. El agotamiento de la trayectoria de la URSS, al final de un prolongado declive, señaliza su conclusión.

Hobsbawm, nacido en Alejandría en 1917 de padre inglés y madre austriaca, se define como un retoño de dos pilares de la Europa del siglo XIX: el Imperio británico y el Imperio austro-húngaro. Se hizo comunista en Berlín, en 1932, a la edad de quince años. Esta opción no sería abandonada en el curso de las décadas siguientes, en las que estudiaría primero, y luego enseñaría en las mejores universidades británicas. El siglo XX ha sido su vida y admite, con toda honestidad, su dificultad para disociar historia y autobiografía. A contracorriente de una ilusoria neutralidad axiológica, nuestro autor declara con claridad, ya en las primeras páginas del libro, su condición de "espectador comprometido": "no parece probable que quien haya vivido durante este siglo extraordinario pueda abstenerse de expresar un juicio. La dificultad estriba en comprender" (pág. 15).

El impacto de la Historia dl siglo XX fue tanto más fuerte en la medida que, al finalizar así su tetralogía, Hobsbawm validaba o ratificaba una inflexión en nuestra percepción del pasado. Procedía a historiar una época que se había considerado hasta ese momento como presente vivido y que ahora se percibía ya como cumplida, pasada, clausurada, en una palabra: como historia. La Guerra Fría salía de las crónicas de actualidad y se convertía en objeto de una narración histórica que la situaba en una secuencia más amplia, que se remontaba a 1914. La idea del siglo XX "corto" entraría en la esfera pública, y posteriormente en la percepción común de las gentes.

La visión de un siglo XIX "largo" no es nueva. En La gran transformación (1944) Karl Polanyi dibujó ya el perfil de una "paz de los cien años" que se extendía desde el Congreso de Viena, al final de las guerras napoleónicas, hasta el atentado de Sarajevo de 1914 /5. El siglo XIX, que se construyó sobre el equilibrio internacional entre las grandes potencias con Metternich como arquitecto, fue escenario de la eclosión de las instituciones liberales y de un gigantesco crecimiento económico, basado en la estructuración de los mercados nacionales, que se consolidaría con la adopción del patrón oro (gold standard). Por su parte, Arno J. Mayer caracterizó al siglo XIX como una época de "persistencia del Antiguo Régimen". En el plano económico la burguesía ya era la clase dominante, pero su mentalidad y su estilo de vida denotaban su sumisión a los modelos aristocráticos que -con la excepción de algunos escasos regímenes republicanos, como Francia después de 1870- seguían siendo claramente premodernos. En 1914, una segunda Guerra de los Treinta Años ponía fin a la agonía secular de este Antiguo Régimen prorrogado /6. Hobsbawm parece llegar a conclusiones análogas. En el primer volumen de su tetralogía definía a la "gran burguesía" de la industria y las finanzas como la «clase dominante» de la Europa del siglo XIX /7. Luego, en el segundo volumen, matiza su análisis y subraya que en la mayor parte de países la burguesía no ejercía el poder político, sino tan solo una "hegemonía" social, si bien el capitalismo era reconocido como la forma insustituible del desarrollo económico/8. Esta distinción o separación entre dominación social burguesa y poder político aristocrático -a la que se hace referencia pero sin entrar en una explicación más profunda- constituye sin duda, como han subrayado algunos críticos, la principal limitación de los tres primeros volúmenes de la tetralogía /9. Este hiato inexplorado entre hegemonía social burguesa y “persistenciadel Antiguo Régimen”, por lo demás, pone también en cuestión una determinada concepción marxista tradicional de las "revoluciones burguesas", entre 1789 y 1848, cuya crítica más fecunda quedará en manos de otros investigadores /10.

El "largo siglo XIX" dibujado por Hobsbawm es escenario de una gran transformación del mundo de la que Europa, en el apogeo del imperialismo, fue a la vez centro y motor. Todas las corrientes políticas aceptaban su misión civilizadora, encarnada en una raza y una cultura "superiores". La idea de progreso -un progreso moral y material ilustrado por las conquistas de la ciencia, el aumento incesante de la producción y la expansión de los ferrocarriles que unían a la totalidad de las grandes metrópolis del continente y que en América iban de costa a costa- pasó a ser un artículo de fe inamovible, que no se apoyaba ya en las potencialidades de la razón, sino en las fuerzas objetivas e irresistibles de la sociedad. Las páginas más poderosas de la Historia del siglo XX son las del primer capítulo, en las que Hobsbawm describe el comienzo del siglo XX en un clima apocalíptico que literalmente acaba con todas las certezas de una era anterior de paz y prosperidad. El nuevo siglo se abre como una “era de las catástrofes” (1914-1945) marcada por dos guerras totales devastadoras y aniquiladoras: tres decenios en los que Europa asistió a la destrucción de su economía y sus instituciones políticas. Enfrentado al desafío de la revolución bolchevique, parecía que el tiempo del capitalismo se había acabado, mientras que las instituciones liberales eran como vestigios de una época pretérita pues se descomponían a ojos vista, a veces sin ofrecer la mínima resistencia, ante el avance de los fascismos y las dictaduras militares en Italia, Alemania, Austria, Portugal, España y en numerosos países de Europa central. El progreso se reveló ilusorio. Europa había dejado de ser el centro del mundo. La Sociedad de Naciones, el nuevo encargado de mantener en pie el esquema, era impotente, estaba marcada por la inmovilidad. En comparación con estos tres decenios catastróficos, los de la posguerra –“la edad de oro” (1945-1973) y “el derrumbamiento” (1973-1989)- parecen dos momentos distintos de una sola y misma época que coincide con la historia de la Guerra Fría. La edad de oro es la de los Treinta Gloriosos, con la difusión del fordismo, la expansión del consumo de masas y el advenimiento de una prosperidad generalizada aparentemente inagotable. El derrumbamiento (landslide) comienza con la crisis del petróleo en 1973 que pone fin al boom económico y prosigue con una prolongada onda recesiva. En el Este se anuncia con la guerra de Afganistán (1978) que presagia la crisis del sistema soviético y lo acompaña hasta su descomposición. El derrumbamiento viene después de la descolonización -entre la independencia de la India (1947) y la guerra del Vietnam (1960-1975)- durante la cual la marea de los movimientos de liberación nacional y de las revoluciones antiimperialistas se entremezcla con el conflicto entre las grandes potencias.

Eurocentrismo

La periodización que propone Hobsbawm es la fuerza de su tetralogía y a la vez revela sus límites. El volumen dedicado a las "revoluciones burguesas" pasa muy por encima de las guerras de liberación en América Latina durante la década de 1820. El siguiente describe la guerra civil norteamericana pero da un tratamiento muy superficial a la revuelta Taiping, el mayor movimiento social del siglo XIX que afectó profundamente a China entre 1851 y 1864. Precisamente el último volumen, al restituir el perfil de un siglo globalizado, muestra el carácter problemático del eurocentrismo o en todo caso del occidentecentrismo que impregna toda la obra. Las demarcaciones históricas seleccionadas por Hobsbawm no son generalizables. ¿Es legítimo considerar 1789 o 1914 como grandes inflexiones o virajes en la historia de África? El Congreso de Berlín (1884) y los años de la descolonización (1960) serían, sin asomo de duda, mojones más pertinentes. Vistas desde Asia, las grandes rupturas del siglo XX -la independencia de la India (1947), la Revolución china (1949), la guerra de Corea (1950-1953), la guerra de Vietnam (1960-1975)- no coinciden necesariamente con las de la historia europea. La Revolución china de 1949 transformó en profundidad las estructuras sociales y las condiciones de vida de una porción de humanidad considerablemente más vasta que Europa, pero los decenios comprendidos entre 1945 y 1973 -marcados por la guerra civil, el "Gran Salto Adelante" y la Revolución Cultural- no fueron ninguna “edad de oro” para los habitantes de ese inmenso país. En el transcurso de este mismo periodo, los vietnamitas y los camboyanos sufrieron bombardeos más intensos que los que devastaron Europa en la Segunda Guerra Mundial, los coreanos conocieron los horrores de una guerra civil y dos dictaduras militares, mientras que los indonesios sufrieron un golpe de estado anticomunista de dimensiones literalmente exterminadoras (500.000 víctimas). Tan solo Japón vivió una época de libertad y prosperidad comparable a la “edad de oro” del mundo occidental. América Latina, por su parte, si bien acusó el impacto de 1789 -Toussaint Louverture y Simón Bolívar fueron hijos de la Revolución francesa en el continente- quedó, no obstante, al margen de las guerras mundiales del siglo XX. Conoció dos grandes revoluciones -la mexicana ( 1910-1917) y la cubana (1959)- y su era de la catástrofe se sitúa más bien entre principios de la década de 1970 y final de los años 1980, cuando el continente se vio dominado por dictaduras militares sangrientas, ya no populistas y desarrollistas, sino neoliberales y terriblemente represivas.

Aunque rechaza toda actitud condescendiente y etnocéntrica con respecto a los países "atrasados y pobres", Hobsbawm postula su subalternidad como una obviedad que evoca por momentos la tesis clásica de Engels (de origen hegeliano) sobre los "pueblos sin historia" /11.A sus ojos, estos países han conocido una dinámica "derivada, no original". Su historia se reduciría esencialmente a las tentativas de sus élites "de imitar el modelo del que Occidente fue pionero", es decir, el desarrollo industrial y tecnocientífico, "en una variante capitalista o socialista". Con un argumento similar, Hobsbawm parece justificar el culto a la personalidad instaurado por Stalin en la URSS, considerándolo bien adaptado a una población campesina cuya mentalidad correspondería a la de las plebes occidentales del siglo XI. Estos pasajes relativizan considerablemente el alcance de las revoluciones coloniales, que describe como rupturas efímeras y limitadas. En el fondo, la Historia el siglo XX no percibe en la revuelta de los pueblos colonizados y su transformación en sujeto político en la escena mundial un aspecto capi tal de la historia del siglo XX.

Esta constatación remite a la distancia subrayada anteriormente entre dos Hobsbawm: de una parte el historiador social que se interesa por los "de abajo" y recupera su voz y, de otra, el autor de las grandes síntesis históricas en las que las clases subalternas vuelven a ser una masa anónima. Sin embargo, el autor de la Historia el siglo XX es el mismo que escribió Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969), para quien la adquisición de conciencia política por los campesinos del mundo colonial "ha hecho de nuestro siglo el más revolucionario de la historia" /12. Los representantes de los subaltern studies, especialmente Ranahit Guha, han reprochado a su colega británico que considere las luchas campesinas básicamente como "prepolíticas" a causa de su carácter "improvisado, arcaico y espontáneo", criticando que sea incapaz de captar la dimensión profundamente política, si bien irreducible a los códigos ideológicos del mundo occidental, de esos movimientos /13. Esta crítica es aplicable, desde luego, más a su tetralogía que a sus estudios de historia social. Según Edward Said, esta representación de las sociedades no occidentales como lugar de una historia "derivada, no original" es un "punto ciego" (blindspot) del todo sorprendente en un investigador que se ha distinguido por haber criticado el eurocentrismo de la historiografía tradicional y estudiado "la invención de las tradiciones" /14.

En una respuesta a sus críticos, Hobsbawm reconoce el enfoque eurocéntrico de su libro, afirmando que su tentativa de "representar un siglo complicado" no es incompatible con otras interpretaciones y otras periodizaciones o delimitaciones históricas /15. No faltan los ejemplos en este sentido. En 1994 Giovanni Arrighi publicaba El largo siglo XX, una obra que se inspira a la vez en Marx y Braudel y que propone una nueva periodización de la historia del capitalismo. Propone considerar cuatro siglos "largos" que se extenderían a lo largo de 600 años y que corresponden a diferentes «ciclos sistémicos de acumulación», aunque susceptibles de superponerse unos a otros: un siglo genovés (1340-1630), un siglo holandés (1560-1780), un siglo británico (1740-1930) y, en fin, un siglo americano (1870-1990). Este último, que se esboza con posterioridad a la guerra civil, alcanza el apogeo con la industrialización del Nuevo Mundo y se deshincha en los años 1980, cuando el fordismo se vio reemplazado por una economía globalizada y financiarizada. Según Arrighi, actualmente hemos entrado en un siglo XXI "chino", es decir, en un nuevo ciclo sistémico de acumulación cuyo centro de gravedad se sitúa tendencialmente en el Lejano Oriente.

Michael Hardt y Toni Negri, por su parte, han teorizado el advenimiento del “Imperio”: un nuevo sistema de poder sin centro territorial, cualitativamente distinto de los antiguos imperialismos basados en el expansionismo de los estados más allá de sus fronteras. Mientras que el imperialismo clásico se apoyaba en un capitalismo de tipo fordista (la producción industrial en serie) y promovía formas de dominación de índole disciplinaria (la prisión, el campo de concentración, la fábrica), el Imperio desarrolla redes de comunicación a las que corresponde una "sociedad de control", es decir, una forma de "biopoder", en sentido de Michel Foucault, perfectamente compatible con la ideología de los derechos humanos y la formas externas de la democracia representativa. Falta saber si este “Imperio” es una tendencia o un sistema ya consolidado que habría convertido a los estados nacionales en piezas de museo. Diversos autores parecen dudar de esto último y el debate está lejos de haberse zanjado /16.

En su obra, L’Empire, la démocratie et le terrorisme, Hobsbawm vuelve sobre la historia de los imperios para concluir que su época ha quedado definitivamente atrás. Estados Unidos dispone de una potencia militar aplastante, pero no está en condiciones de imponer su dominación sobre el resto del planeta. No representa el núcleo de un nuevo orden mundial comparable a la Pax Britannica del siglo XIX, y puede decirse que hemos entrado en "una forma profundamente inestable de desorden global tanto a escala internacional como en el interior de los estados" /17.

Adoptando una perspectiva contemporánea, el siglo XX podría aparecer también como un "siglo-mundo". El historiador italiano Marcello Flores data el comienzo en 1900, año que marca simbólicamente una triple mutación. En Viena Freud publica La interpretación de los sueños, obra inaugural del psicoanálisis: en los prolegómenos del capitalismo fordista, el mundo burgués opera un repliegue a su interioridad análogo a la "ascesis intramundana" que según Weber la reforma protestante puso al servicio del capitalismo naciente. En África del Sur la guerra de los bóers da lugar a las primeras formas de campos de concentración, con alambradas y barracones para el internamiento de civiles. Este dispositivo de organización y gestión de la violencia proyectará su sombra sobre todo el siglo XX. En China, en fin, la revuelta de los Boxers [1899-1901] fue sofocada por la primera intervención de las grandes potencias coaligadas (Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Austria-Hungría, Rusia, Estados Unidos y Japón). Luego vendrían otras muchas expediciones (punitivas, "humanitarias", "pacificadoras", etc.). Según Flores el siglo XX es la era del occidentalismo, que comporta la expansión a escala planetaria del sistema de valores, los códigos culturales y los modos de vida occidentales. Desde este punto de vista el siglo XX prosigue, no se ha agotado, si bien hoy se ve confrontado con nuevos desafíos.

En un pasaje impactante de la Historia del siglo XX Hobsbawm escribe que para el 80 por ciento de la humanidad la Edad Media finalizó súbitamente en los años 1950. A partir de aquella inflexión vivimos en un mundo en el que el desarrollo de los medios de comunicación ha suprimido las distancias, la agricultura ya no es la fuente principal de riqueza y la mayoría de la población habita en áreas urbanas. Esto constituye una verdadera revolución, escribe, que ha cerrado de golpe diez mil años de historia: el ciclo iniciado con la difusión de la agricultura sedentaria /18.

Traducida esta observación en términos historiográficos significa que si se adopta la historia del consumo en vez de la historia política como línea de demarcación fundamental el siglo XX podría tomar una coloración muy diferente. Entre 1910 y 1950 las condiciones de vida de los europeos permanecieron sustancialmente inalteradas. La gran mayoría vivía en casas sin cuarto de año y gastaba la mayor parte de sus ingresos en alimentación. En 1970, en cambio, ya era normal vivir en un apartamento provisto de calefacción central, teléfono, frigorífico, lavadora y televisión, sin olvidar un vehículo en el garaje (lo que constituía el lote completo de los obreros de las fábricas Ford de Detroit desde la década de 1930) /19. Es decir, que son posibles otras delimitaciones históricas. Esto nopone en tela de juicio la perspectiva elegida por Hobsbawm, pero indica que su periodización no tiene nada de normativo.

Comunismo

El hilo rojo que atraviesa la Historia del siglo XX es la trayectoria del comunismo, por lo que resulta prácticamente inevitable la comparación con El pasado de una ilusió de Furet(1995). Hobsbawm no ha visto nunca en François Furet un gran historiador. Furet aparece a sus ojos, en el fondo, como un epígono del conservador Alfred Cobban. En realidad, el auténtico objetivo de la interpretación liberal de 1789 ha sido siempre 1917. Furet lo puso claramente de manifiesto en un panfleto de una rara violencia polémica como Pensar la revolución francesa (1978), y su último balance de la historia del comunismo no era, para Hobsbawm, sino "un producto tardío de la época de la guerra fría" /20.

Si El pasado de una ilusión no disimula la altanería del vencedor, se nota mucho que la Historia del siglo XX está escrito por un perdedor que no reniega de su lucha. Contrariamente al parecer de muchos comentaristas, entiendo que la melancolía -sedimento de todo un siglo de batallas perdidas- está muy presente en las páginas de Hobsbawm, pero no en las de Furet, de la misma manera que, guardando todas las distancias, Walter Benjamín la pudo entrever en el viejo Blanqui, pero no en Tocqueville. Furet dedica su obra al advenimiento, ascenso y caída del comunismo; Hobsbawm estudia también la crisis y el renacimiento del capitalismo. Tras el colapso de la Europa liberal en 1914, el capitalismo tuvo que enfrentarse al desafío de la revolución de Octubre y a una crisis planetaria en 1929. Durante los años de entreguerras su porvenir parecía bastante incierto. Keynes, el más brillante y original de sus terapeutas, lo consideraba históricamente condenado y sin embargo el capitalismo conoció un relanzamiento espectacular después de 1945, hasta su victoria en 1991.

La comedia y la tragedia, dos estructuras narrativas clásicas, serán según el politólogo noruego Torbjorn L. Knutsen, el trasfondo de los libros de Furet y Hobsbawm, que este estudioso ha sometido a un análisis comparado /21. Ambos explican la misma historia, con los mismos actores, pero la distribución de los papeles y el tono del relat son considerablemente distintos. El pasado de una ilusión se atiene a las reglas de la comedia. Pone en escena las desventuras de una familia liberal que vive en perfecta armonía pero cuya existencia se ve súbitamente perturbada por una enojosa serie de imprevistos, equívocos y catástrofes. Por un instante todo parece en cuestión. Aparecen personajes malvados, con los rasgos del fascista y del comunista, que ejercen una influencia corruptora sobre jóvenes almas inocentes. Pero los malvados son finalmente desenmascarados y su seducción totalitaria deja de funcionar. Una vez disipado el equívoco, todo vuelve a estar en orden y la comedia acaba con un happy end tranquilizador. Lejos de ser "un destino providencial de la humanidad", escribe Furet, el fascismo y el comunismo no fueron más que "episodios breves, encapsulados entre aquello que pretendieron destruir": la democracia liberal /22. Como conclusión de su libro, nos quiere "condenados a vivir en el mundo en que vivimos", el mundo del capitalismo liberal, cuyas fronteras están definidas por "los derechos humanos y el mercado" /23. Pero esta "condena" le parece un destino providencial que da a su obra una coloración apologética y teleológica a la vez.

Hobsbawm, por su parte, ha escrito una tragedia. La esperanza liberadora del comunismo ha atravesado el siglo como un meteorito. Su objetivo no era la destrucción de la democracia, sino la instauración de la igualdad, la inversión de la pirámide social, que los oprimidos y explotados tomaran el destino en sus manos. La revolución de Octubre -un sueño que "vive todavía en mí", afirma en su autobiografía- /24 transformó esta esperanza de liberación en una "utopía concreta". La esperanza, encarnada en el Estado soviético, conoció en una primera fase un ascenso espectacular, al que siguió un prolongado declive, cuando su fuerza propulsora se agotó, hasta llegar a la caída final. El socialismo soviético fue espantoso. Hobsbawm lo reconoce sin vacilación, pero piensa que no había alternativa. "La tragedia de la revolución de Octubre -escribe- es precisamente no haber podido producir sino un socialismo autoritario, implacable y brutal". Su fracaso estaba inscrito en sus premisas, es verdad, pero esta constatación no lo convierte en una aberración histórica. Hobsbawm no comparte la opinión de Furet, para quien la revolución de Octubre, a semejanza de la Revolución francesa, no fue sino un despropósito que podría haberse evitado. El comunismo no podía sino fracasar, pero aun así cumplió una función necesaria. Su vocación era sacrificial. "El resultado más perdurable de la revolución de Octubre, cuyo objetivo era abatir a escala mundial el capitalismo", escribe Hobsbawm en la Historia del siglo XX, "fue salvar a su adversario, tanto en la guerra como en la paz, incitándolo, después de la Segunda Guerra Mundial, a reformarse". Lo salvó en Stalingrado, pagando el precio más alto en la resistencia contra el nazismo. Y además lo forzó a transformarse, pues no es en absoluto seguro que en ausencia del desafío que representaba la URSS el capitalismo hubiera pasado por el New Deal y el Estado de Bienestar, ni que el liberalismo hubiera aceptado finalmente el sufragio universal y la democracia (esta última en modo alguno es «idéntica» al liberalismo, ni filosófica ni históricamente, contrariamente a lo que indica el axioma de Furet). Pero la victoria del capital no incita desde luego al optimismo. Más bien parece evocar el Ángel de la Historia de Walter Benjamín, citado de pasada por Hobsbawm, que veía el pasado como una montaña de escombros.

Furet escribe una apología autosatisfecha del capitalismo liberal; Hobsbawm, una apología melancólica del comunismo. Desde este punto de vista, ambos son discutibles. El balance del socialismo real que establece Hobsbawm es, en muchos aspectos, implacable. Considera un grave error la fundación de la Internacional Comunista en 1919, que dividió para siempre al movimiento obrero internacional. Reconoce también, a posteriori, la lucidez del filósofo menchevique Plejanov, para el que una revolución comunista en la Rusia de los zares sólo podía producir "un imperio chino teñido de rojo". Traza un retrato más bien severo de Stalin: "un autócrata de una ferocidad, una crueldad y una ausencia de escrúpulos extraordinarias, por no decir únicas". Pero se apresura a añadir que en las condiciones de la URSS de las décadas de 1920 y 1930, no se habría podido llevar a cabo ninguna política de industrialización y de modernización sin violencia ni coerción. El estalinismo era, por tanto, inevitable. El pueblo soviético pagó un alto coste, pero aceptó a Stalin como guía legítimo, a semejanza de Churchill, que en 1940 obtuvo el apoyo de los británicos prometiéndoles "sangre, sudor y lágrimas".

El estalinismo fue el producto de un repliegue sobre sí misma de la Revolución rusa, aislada después de la derrota de las tentativas revolucionarias en Europa central, rodeada por un entorno capitalista hostil y, sobre todo, enfrentada a partir de 1933 a la amenaza nazi. Hobsbawm compara el universalismo de la revolución de Octubre con el de la Revolución francesa. Describe su influencia y su difusión como la fuerza magnética de una "religión secular" que le recuerda al Islam de los orígenes, de los siglos VII y VIII /25. De esta «religión secular», Hobsbawm no ha sido nunca un creyente ingenuo o ciego, pero sí, ciertamente, un discípulo fiel, incluyendo aquellos casos en los que sus dogmas se han revelado engañosos. Fue uno de los poquísimos representantes de la historiografía marxista británica que no abandonó el Partido Comunista en 1956 /26. Su mirada complaciente con respecto al estalinismo recuerda a otro gran historiador, Isaac Deutscher, que veía en Stalin una especie de combinación de Lenin e Iván el Terrible, a la manera de Napoleón, que sintetizó en su persona la Revolución francesa y el absolutismo del Rey Sol /27. Deutscher alimentaba la ilusión de una posible autorreforma del sistema soviético, mientras que Hobsbawm lo justifica después de su caída. No podía sino fracasar, pero había que creer en él. En noviembre de 2006 Hobsbawm se lanzaba aún a una justificación de la represión soviética en Hungría en 1956, e incluso a una apología de János Kádár /28. Más que la ventaja epistemológica inherente a la visión del vencido, según la fórmula de Reinhart Koselleck, este balance revela, como indica Perry Anderson, una dimensión consolatoria /29.

Barbarie

El siglo XX que retrata Hobsbawm es en realidad un díptico en el que la Segunda Guerra Mundial marca la partición de aguas. La presenta como una "guerra civil ideológica internacional" en la que, más allá de los estados y los ejércitos, se enfrentaban ideologías, visiones del mundo, modelos de civilización. En un estudio paralelo a la Historia del siglo XX sitúa el núcleo profundo de esta contienda en el enfrentamiento entre la Ilustración y la Contra-Ilustración, una encarnada por la coalición de las democracias occidentales y el comunismo soviético, la otra por el nazismo y sus aliados. Fue el conjunto de los "valores heredados del siglo XVIII" lo que impidió al mundo "sumirse en las tinieblas" /30. Contrariamente a los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Hobsbawm no llega al punto de identificar las raíces de la barbarie en la civilización misma, una civilización que habría transmutado el racionalismo emancipador de las Luces en la racionalidad instrumental ciega y dominadora del totalitarismo. La antinomia absoluta entre civilización y barbarie por la que apuesta -y no es casual que cite El asalto a la razón de Georg Lukács (1953)- le lleva más bien a rechazar el concepto de totalitarismo. El pacto de no agresión germano-soviético del verano de 1939, lejos de revelar la identidad del nazismo y el comunismo, no fue sino un paréntesis efímero, oportunista y contra-natura. "Si las similitudes entre los sistemas de Hitler y Stalin son innegables", escribe Hobsbawm criticando a Furet, su aproximación "se hizo a partir de raíces ideológicas profundamente dispares y muy alejadas." /31 Su convergencia fue superficial, de tal manera que sólo permitiría establecer analogías formales, pero no definir una naturaleza común. El siglo XX opuso la libertad a la igualdad, dos ideologías procedentes de la tradición de la Ilustración, mientras que el nazismo era una variante moderna de la contra-Ilustración, que tomaba como fundamento el racismo biológico /32.

El recurso al concepto de "guerra civil" suscita inevitablemente otra comparación, esta vez con el historiador conservador Ernst Nolte. Un cierto aire de nolteísmo impregna, en efecto, la Historia del siglo XX, aunque, bien entendido, se trata de un nolteísmo al revés. No hay ninguna convergencia ideológica, ninguna complicidad entre Nolte y Hobsbawm, pero ambos parten de la misma constatación -el duelo de titanes entre el nazismo y el comunismo como punto álgidodel siglo XX- para deducir de aquí lecturas simétricas y sustancialmente apologéticas del uno o del otro. Nolte reconoce los crímenes nazis, pero los interpreta como excesos lamentables derivados de una reacción legítima de autodefensa de la Alemania amenazada por el comunismo. Las cámaras de gas -así reza su bien conocida tesis- no fueron sino una imitación de la violencia bolchevique, el auténtico "prius lógico y factual" de los horrores totalitarios del siglo XX /33. Hobsbawm no niega los crímenes del estalinismo, pero los tiene por inevitables, aunque lamentables, al inscribirlos en un contexto objetivo que no dejaba alter nativas. Dos sombras enormes gravitan sobre estas interpretaciones. Detrás de Nolte está la sombra de Heidegger, de quien él mismo fue discípulo, que había visto en Hitler una expresión «auténtica» del Dasein alemán. Detrás de Hobsbawm, la sombra de Hegel, que justificó el Terror jacobino en la Fenomenología del espíritu. O más bien, para ganar precisión, la sombra de Alexandre Kojeve, quien, al igual que Hegel contemplando a Napoleón en Jena, creyó percibir en Stalin el "Espíritu del mundo" /34.

Es verdad que Hobsbawm reconoce la gran importancia del antifascismo para una generación -la suya- que vivió la guerra civil española y luego la Resistencia, pero de manera un tanto extraña no da tanto relieve al impulso extraordinario que significó la URSS, por su sola existencia, para el levantamiento de los pueblos colonizados contra el imperialismo. Es asimismo discreto en lo relativo al papel desempeñado por algunos partidos comunistas en el mundo occidental donde, a pesar de su carácter de "contra-sociedad", iglesia y cuartel a la vez, fueron capaces de dar representación política y un sentimiento de dignidad social a las clases trabajadoras. Entre los muchos rostros del comunismo a lo largo del siglo XX, Hobsbawm elige legitimar el peor, el más opresor y coercitivo, el del estalinismo. Nacido en el corazón de la guerra civil europea, su comunismo no fue jamás libertario. En el fondo, ha sido siempre un hombre de orden, una suerte de “comunista tory” /35.

Un enfoque braudeliano

En su autobiografía Hosbbawm reconoce la influencia que ejerció sobre él la escuela de Annales. Recuerda el impacto que causó El Mediterráneo, de Braudel en los jóvenes historiadores de los años 50 y luego, valiéndose de una fórmula de Cario Ginzburg, constata el paso de la historiografía, después de 1968, de lo telescópico a lo microscópico: un desplazamiento del análisis de las estructuras socioeconómicas al estudio de las mentalidades y las culturas /36. En la Historia del siglo XX el siglo se observa con el telescopio. Hobsbawm adopta un enfoque braudeliano en el que la longue durée se come el acontecimiento. Se pasa revista a los grandes momentos de un siglo dramático como si fueran piezas de un conjunto, que raramente son aprehendidas en su singularidad. Sin embargo, se trata de una época marcada por rupturas súbitas e imprevistas, por inflexiones de gran entidad que resulta difícil reconducir a sus "causas", por bifurcaciones que no se inscriben lógicamente en las tendencias de la longue durée. Podemos asignarles un lugar en una secuencia reconstruida a posteriori, pero no presentarlas como las etapas necesarias de un proceso. Diversos críticos han subrayado el silencio de Hobsbawm sobre Auschwitz y Kolyma, dos nombres que no figuran en el índice de su libro. Los campos de concentración y de exterminio desaparecen de su relato. En el siglo de la violencia, las víctimas quedan reducidas a cantidades abstractas. La observación de Hobsbawm a propósito de la Shoah -"No creo que pueda haber una expresión verbal adecuada de estos horrores"- /37 es sin duda cierta, pese a lo escrito por Paul Celan o Primo Levi, y desde luego es psicológicamente comprensible, pero no puede hacer las veces de una explicación. Más aún cuando es compartida por historiadores que, como Saul Friedlander, han dedicado su vida al estudio del exterminio de los judíos de Europa tratando de poner en palabras un "acontecimiento" que quebró el siglo, que ha introducido el genocidio en nuestro léxico y que ha modificado nuestra consideración de la violencia. Si esta observación se erigiese en premisa metodológica, daría lugar a una cierta forma de misticismo oscurantista, el Holocausto pasaría a ser una entidad metafísica por definición indecible e inexplicable, y eso sería del todo sorprendente en la pluma de un gran historiador.

Esta indiferencia hacia el acontecimiento no afecta solo a los campos nazis y al Gulag, sino también a otros momentos clave del siglo XX. Por ejemplo, la toma del poder por Hitler en Alemania, en enero de 1933, se inscribe en una tendencia general de auge del fascismo en Europa, pero no es analizada como una crisis específica cuyo desenlace no era ineluctable. (Ian Kershaw, uno de los mejores especialistas en historia del nazismo considera aquel episodio un "error de cálculo" de las élites alemanas.) Lo mismo cabría decir de Mayo del 68, cuya apreciación por Hobsbawm aparece fuertemente condicionada por elementos de orden autobiográfico (dice en sus memorias que prefiere el jazz al rock y que nunca ha vestido pantalones vaqueros) /38. Da credibilidad, de manera harto expeditiva, a la opinión del "conservador inteligente" Raymond Aron de que Mayo del 68 no fue, al fin y al cabo, sino un "psicodrama". Las barricadas del Barrio Latino, la huelga general más importante desde 1936 y la huida a Baden Baden del general De Gaulle se convierten en una pieza de "teatro de calle" /39.

La adopción de este enfoque de “longue durée” que suprime la singularidad de los acontecimientos no es una innovación del último Hobsbawm, pues ya estaba presente en los volúmenes anteriores de su tetralogía. Ahora bien, en la Historia del siglo XX, la larga duración no se inscribe en una visión teleológica de la historia. Hobsbawm establece con Marx una relación crítica y abierta, no dogmática. Siempre ha rechazado la visión de una sucesión jerárquica e ineluctable de estadios históricos de la civilización, típica de un marxismo que considera "vulgar". Pero hace unas décadas pensaba que la historia tenía una dirección y que marchaba hacia el socialismo /40. En la Historia del siglo XX esta certidumbre ha desaparecido: el porvenir no lo conocemos. Las últimas palabras del libro -un futuro de "oscuridad"- parecen hacerse eco del diagnóstico de Max Weber, quien en 1919 anunciaba “una noche polar de una oscuridad y una dureza glaciales” /41. Hobsbawm ha levantado acta del fracaso del socialismo real: "Si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente". Una nueva catástrofe se dibuja en el horizonte, pero las tentativas de cambiar el mundo que se hicieron en el pasado han fracasado. Hay que cambiar de ruta y no tenemos brújula. La inquietud de Hobsbawm es la de nuestro tiempo.

2009

http://alencontre.org/societe/livre...

Enzo Traverso, historiador italiano nacido en 1957, es profesor de la Universidad Jules Verne de Picardía

Traducción: Gustau Muñoz

Notas

1/ Eric Hobsbawm, Historia del Siglo XX, 194-1991, Barcelona, Crítica, 19915

2/ La recepción del libro, por otra parte, coincidió con el éxito del blairismo en Inglaterra, respecto del cual tomó distancias después de haber sido uno de sus inspiradores desde las páginas de las páginas de la revista Marxism Today. Sobre las contradicciones política de Hobsbawn que prestó apoyo al nuevo laborismo sin darse cuenta de que Tony Blair se situaba en una línea de continuidad con el thatcherismo véase Perry Anderson La izquierda en el mundo de las ideas, Madrid, Akal, 2008, pp. 297-340.

3/ Véase Pierre Nora Traduire nécéssité et dificultés, Le Débat 93, 1997, pág. 94

4/ Véase por ejemplo Eric Hobsbawn, Historia de la clase obrera e ideología en E. J. Hobsbawn, Estudios sobre la formación y la evolución de la clase obrera, Barcelona, Crítica, 1987

5/ Karl Polany, La gran transformación, Madrid, La Piqueta, 1989

6/ Arno Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Gurerra, Madrid, Alianza, 1984

7/ Eric Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, Madrid, Guadarrama, 1974

8/ Eric Hobsbawm, La era del capitalismo, Madrid, Guadarrama, 1977

9/ Perry Anderson, La izquierda en el mundo de las ideas, Madrid, Akal, 2008, pp. 296-297.

10/ No aludo aquí a la presentación caricaturesca que hace de este concepto Furet en su famoso panfleto Penser la Révolution française (Paris, Gallimard, 1978) sino más bien a Ellen Meikins-Wood. The origins of Capitalism. A lonf Review. Londres, Verso, 2002, pgs. 118-121.

11/ Cosa tanto más paradójica cuanto se trata del autor de un ensayo titulado Todos pueblos tienen historia en Sobre historia, Crítica 1998, págs.. 176-182.

12/ Eric Hobsbawm, Rebeldes primitivos. Estudios sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIXy XX, Barcelona, Ariel, 1968.

13/ Ranajrt Guha, Elementary aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, Cambridge, Harvard U.P. 1983, págs. 5-13.

14/ Edward Said Contra mundum en Reflection on exile, Londre, Granta, 2001, pág. 28. E. Said alude a Eric Hobsbawm y Terence Ranger (dirs.) L’invention de la tradition, Paris, Éditions Amsterdam, 2006.

15/ Eric Hobsbawm, Conclusion en Silvio Pons L’Età degli estremi. Discutendo con Hobsbawn sul Seculo breve, Roma, Carocci, 1998, pág. 33.

16/ Véase, por ejemplo, Ellen Meikins Wood, Empire of Capital, Londres, Verso, 2003, pag. 6 y Daniel Bensaid, Elogio de la política profana, Madrid, Península, 2009.

17/ Eric Hobsbawm, On Empire America, War and Global Supremacy, Nueva York, Pantheon Books, 2998, pág. .

18/ Ibid pág. 35 y Age of extremes, pág. 382.

19/ Véase sobre esta cuestión Victoria de Grazia, Irresistible Empire America’s Advance Through Twentieth Century Europe, Cambridge, Belknap press, 2005

20/ Eric Hobsbawm, Historie et illusion, Le Débat 89, 1996, pág. 138. Para la crítica de Furet como historiador de la revolución francesa, véase Eric Hobsbawm, Aux armes historians. Deux siécles d’histoire de la révolution française. La Découverte, 2007.

21/ Torbjorn Knutsen, Twuentieth Century Stories, Journal of Peace Research, 1, 2002, pág. 120

22/ François Furet, El posado de uno ilusión. Ensayo sobre lo Idea comunista en el siglo XX, Madrid, FCE, 1995.

23/ lbid., pág. 572.

24/ Eric Hobsbawm, Años interesantes. Uno vida en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2003].

25/ Ibid. Pág. 128 y Age of extremes, pág. 502.

26/ Ibid. Págs. 141, 211 y 218.

27/ Isaac Deutscher, Two revolutions, en  Marxism, Wars and Revolutions, Londres, Verso, 184. Hobsbawm escribe que Deutscher le aconsejó en 1857 que no abandonara el Partido Comunista (Años interesantes)

28/ Eric Hobsbawm, Could it hace been different?, London Review of Books, 16 noviembre 2006.

29/ Perry Anderson, La izquierda vencida

30. Eric Hobsbawm, La barbarie: guía del usuario, en Sobre la historio, cit.. págs.. 253-265].

31. Eric Hobsbawm, Histoire et illusion.

32. Sobre este punto Hobsbawm coincide con Dan Dineé Dos johrhundert verstehen. Eine universo/historische Deutung. Munich, Luchterhand, 1999, págs. 54 y 68.

33. Ernst Nolte, Vergangenheit die nicht vergehen wilb, en Histonkerstreit, Munich, Piper, 1987, pág. 45.

34. Esta lectura de Hegel es explícita en un historiador del pensamiento político cuya interpretación del estalinismo presenta muchos puntos en común con la de Hobsbawm; me refiero a Domenico Losurdo, Stalin Storia e critica de una legenda nera, Carocci, 2008, págs.. 12 y 113-123. Sobre Hegel y Stalin, véase Alexandre Kojéve, Tyrannie et sagesse ( 1954), en Leo Strauss, De la tyronnte, trad. H. Keré París, Gallimard, 1983, págs. 217-280.

35/ Después de todo, Hobsbawm ha sido siempre una "persona de orden" como subraya Tony Judt, Eric Hobsbawm y el romance del comunismo en Tony Judt Sobre el olvidado siglo XX, Madrid, Taurus, 2008, pág.s 121-132.

36/ Eric Hobsbawm, Interesting Times, pág. 294.

37/ Eric Hobsbawm, Commentaires, Le Débat 93, 1997, pág. 88. El silencio de Hobsbawm sobe Ausxhwitz y la Kolyma es subrayado por Krzystof Pomian, Quel XXe Siécle?, en el mismo número de Le Débat, págs. 47 y 74. Véase asimismo la intervención de Arno Mayer en la recopilación de ensayos anteriormente citada L’Età degli estremi, pág. 33.

38/ Eric Hobsbawm, lnteresting Times, op. cit., págs. 252 y 262.

39/1bíd., pág. 249 y Age o Extremes, op. cit., pág. 580.

40/ Eric Hobsbawm, What do Historians owe to Karl Marx? ( 1969), en On History, op. cit., págs. 152-153.

41/ Max Weber, Le Savant et le Politique, París, La Découverte, 2003, pág. 205.
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Robin Blackburn:ALEXANDER COCKBURN1941–2012

The New Left Review,NLR 76, septiembre 2012

The claim that Alexander Cockburn practised a new type of radical journalism is one he would probably have disputed, perhaps pointing as precedent to his father Claud’s remarkable exposés in his thirties newsletter, The Week. The machinations of the English ruling-class admirers of the Nazis who aimed to convert appeasement into alliance were first uncovered in The Week, and it was there that they were dubbed ‘The Cliveden Set’. Claud Cockburn rose to tough challenges in a career that ran from The Times to the Daily Worker, from the Roaring Twenties to the height of the Cold War. Claud—and Patricia, Claud’s wife and Alexander’s mother—were certainly a constant source of inspiration to Alexander, as his readers were often reminded. Nevertheless, in the changed conditions of the sixties and seventies, innovation was required to reinvent the journalism of the franc-tireur, often roving behind enemy lines, alert to the infinite varieties of liberal claptrap, and unveiling the real world of Big Money and the National Security State. The Ages of Reagan and Clinton, Bush and Obama, were different from those of Roosevelt, Hitler and Stalin, or the high Cold War; but they bred their own corruptions, poisons and perils. Alexander’s outlaw columns and newsletter, CounterPunch, held the new power elites to account and showed up the conformism of the serious organs of opinion. 

Claud Cockburn had had to contend with two decades of fascist advance; but he saw the tide of history turn with organized labour, anti-fascist partisans, the Red Army and colonial independence. Alexander launched into radical journalism in the red sixties but soon had to confront the end of labour’s forward march, Soviet collapse, the rise of the new right and a species of progressivism that embraced the Atlantic establishment’s goals. An extraordinary amnesia developed that allowed supposedly liberal or left-wing writers to become the cheer-leaders for nato expansion and a new version of the West’s civilizing mission. Prior to the crumbling of the ussr Alexander had frequently warned against neo-con ‘threat inflation’; the exaggerations became even more ludicrous following the terrorist attack of 9/11, panicking the public into support for the occupation of Afghanistan and the invasion of Iraq. 

In these conditions, Alexander had to be the vanguard and the rearguard rolled into one: at the centre of what was going on, but at a great distance from the petty accommodations of many of his profession, too. He saw himself first and foremost as a working journalist. But though he was the author of some remarkable reportage, this was not his true distinction. Alexander took up his post as sentinel and outrider in an age when star columnists and self-important anchor men had eclipsed mere reporters and editors. The Big Feet distracted the audience from the crimes being perpetrated in full view. If the famous columnists were engineers of consent, Alexander was on hand to reveal their evasions and complicities. Together with a tiny band of brothers and sisters he held the armies of reaction at bay, allowing the forces of renewal time to regroup. 

Alexander arrived in the United States in 1972, just about the moment that one sort of left peaked and a new left, based in the social movements, was struggling to be born. In the decade before that Alexander had helped in the early re-shaping of New Left Review, joining the editorial committee and becoming managing editor in 1966. At that point the journal was run by a rather intense collective of less than a dozen editors, meeting for several hours every fortnight. Alexander had a day job as assistant editor at the Times Literary Supplement and then, by about 1967, at the New Statesman. We at nlr were particularly grateful for Alexander’s extraordinary gift for taking an important article and making it readable and memorable. Whether it was a minimal sub-edit or a wholesale make-over, Alexander knew what needed to be done; and did it with such tact and skill that the contributor was invariably grateful. There was something philosophical as well as technical in his approach as editor that foreshadowed his future as a writer. 

Alexander did not invest in any opposition between the New Left and the Old; rather, he was pleased when the two were able to come together, as he explained in Seven Days in Seattle (2000), co-written with Jeffrey St. Clair. Without subscribing to any labour metaphysic, he judged the self-proclaimed agents of change by their real impact on working people. In 1966 Alexander and I edited for Penguin and New Left Review a collection entitled The Incompatibles: Trade Union Militancy and the Consensus, which brought together trade-union organizers, leftwing journalists including Paul Foot, Marxist economists and two liberals—Michael Frayn and Philip Toynbee—who mocked the demonization of union activists by Labour as well as Conservative pundits. Jack Jones, the Transport Workers leader who, like Claud Cockburn, had fought in Spain, also contributed. Claud himself helped us to plan the book as well as contributing to it. After one strenuous debate on the limitations of the strike weapon he urged us to put the disagreement in the book rather than strive for a perfectly correct position. Sales were reasonable, not amazing; but the book did register a syndicalist militancy that was to upset three British governments, those of Wilson, Heath and Callaghan. 

We followed up with another jointly edited collection, Student Power, which caught the wave in 1968–69 and sold 75,000 copies. In our own undergraduate days we had despised student politics for its frivolity and careerism, but the wave of student occupations in the late sixties, linked to anti-war and labour struggles, was a quite different matter. Alexander, though himself now unconnected to the academy, wrote up a student revolt at the lse in 1967 for nlr. The May events in Paris the following year saw students taking their place in an international anti-colonial and anti-capitalist revolt. Alexander was happy to give this insurgency a helping hand, but university life had no appeal for him. He was after bigger game than was to be found in the seminar room. 

In January 1968 Alexander and I attended the Congress of Intellectuals in Havana and jointly submitted a paper on bureaucracy and workers’ control, which drew on an eclectic range of authorities from Weber and Marcuse to Lenin, Isaac Deutscher and Che Guevara. Our argument was that ill-equipped guerrillas in Vietnam were worsting the world’s most advanced military establishment, falsifying Weber’s claim for the superiority of bureaucratic organization. Unfortunately I had to leave the conference early, before we had had time to straighten out some theoretical passages I had drafted or to clinch our critique of Stalinism. As Alexander subsequently recalled, he was left alone to defend some tricky passages in the ‘Blackburn–Cockburn theses’, in which we assailed Weber’s blindness to the true dynamic of history and urged the need to break the suffocating embrace of Brezhnevite officialdom. With the fraternal delegates from the Soviet Writers’ Union glaring at this challenge, Alexander liked to claim that I had thrown him to the mangy Russian wolves—but friends assured me that he defended our case with his customary panache. Five years earlier, Alexander’s first article in nlr, a review of Joseph Heller’s Catch-22, had already offered luminous ideas on bureaucratic militarism and the spirit of capitalism; the issue, nlr 18, also had pieces on both workers’ control and guerrilla warfare. Heller’s book is set in a us airbase during the Second World War, and Alexander highlights the figure of Milo Minderbinder, a quartermaster who, in the spirit of free enterprise, has accepted a lucrative offer from the Germans to bomb his own base, and offers his own account of the ideal relation between capitalism and war: ‘Frankly, I’d like to see the government get out of war altogether and leave the whole field to private industry. If we pay the government everything we owe it, we’ll only be encouraging government control and discouraging other individuals from bombing their own men and planes. We’ll be eliminating their incentive.’ Sixty years later, this has moved beyond parody. 
New worlds 

In the early seventies Alexander was pondering his move across the Atlantic to the country where the big decisions were being made and new movements being born. Of course Claud had also made this move in the twenties and, like many European leftists, found the us context refreshing. Alexander was long to appreciate the relative ease of communication across class lines in the United States. Even when based mainly in New York he travelled extensively in search of contemporary America. ‘Press Clips’, Alexander’s column at the Village Voice, charted new territory in the skill and detail with which it engaged with the work of journalists in general and the new breed of opinion formers in particular. Alexander saw journalism as a craft or trade and brooked no excuses for those who out of laziness—or cowardice—endorsed the idées reçues of the age. 

Alexander explained to me that his London days had taught him effective techniques of ridicule and rebuttal. The satirical fortnightly Private Eye had shown how to combine muck-raking with an ability to expose the grandees of Fleet Street. Claud Cockburn was again the link here; The Week was revered by the Eye’s founders. Guest editing an issue of the Eye, Claud trained a steely focus on political misdeeds, business scandals and abuse of authority. This approach became the staple of the magazine’s back half and—under the rubric of ‘investigative journalism’—was to be emulated by other papers who wanted their readers’ respect. For many years afterwards Claud had a column in the Eye, in which he showed how a deadly serious point could be rendered all the more memorable by a flash of wit. Alexander understood that a well-chosen nickname affixed to an enemy of the public good could help to drive home several paragraphs of finely tuned argument. Thus Samuel ‘Mad Dog’ Huntington or the ‘laptop bombardiers’, the military philosophers who called up massive air attacks to punish Middle Eastern dictators who had strayed from their allotted role. Alexander was keenly aware of the pitfalls of ‘comedy’. Only someone as brilliantly entertaining and provoking as he was would dare to pour scorn on humour—but this he did, warning that the deeper meaning of every jest was very often reactionary, and that one should always be attentive to the real message of irony, which would anyway be taken literally by many. Alexander used wit in the service of observation and as a tool to spot incongruity. In her history of The Week, Patricia Cockburn explained that the impact of Claud’s reportage and commentary lay in his possession of an ‘alien eye’, the stranger’s ability to see what was really happening. This was a gift that Alexander inherited. 

He saw the rise and rise of the deceptively amiable—or ridiculous—figure of Ronald Reagan as the story to focus on, as early as 1976. Discussing the impact of the California governor’s speech to the Republican convention, Alexander observed that he was ‘the one conspicuous ideologue of the campaign’. Reagan’s signature attacks on Big Government and the ‘evil empire’ lacked the qualifications and concessions of mainstream Republicans, with their support for détente abroad and Social Security at home, but had an appeal even to many Democrats. Reagan offered a polished version of right-wing politics without ‘the crankiness of Goldwater, the uncouthness of Wallace, the unctuous crookery of Nixon’. But the true menace was in the substance masked by the emollient style. Alexander was sure that, even if he missed the nomination, Reagan was the future. Already ‘Democrats were dancing to his tune’. The threat to progressive taxation, welfare and détente was palpable, though the ‘anti-government’ line was bogus: what Reagan really wanted was ‘a different use of the government power’, one that would do the bidding of the ‘corporations and banks’. There would be much more to say, but Alexander was here firing his first prophetic shots at a phenomenon that was to remake us politics. This column was written with James Ridgeway for the Village Voice, but it became a leitmotif for Alexander’s ‘Beat the Devil’ column in the Nation, which first appeared in 1984. 

The further elaboration of his argument was to occupy much of Corruptions of Empire: Life Studies and the Reagan Era, a book published with great éclat in 1987, on which I was very pleased to work as its Verso editor. The book’s cover presented a Heartfield-style collage of Reagan and Thatcher holding hands in front of the White House, while other figures discussed in the book, from Warhol to Hitler, throng around them. Claud Cockburn, Marx and Chomsky lurk in the foliage to the left; flames and smoke are rising from the White House, the work of black incendiaries led by the figure of a British admiral, Alexander’s ancestor Sir George Cockburn. The back cover-flap noted that Sir George had freed three hundred Virginian slaves and captured the White House in 1814, in one of the last actions of the War of 1812. This little vignette might supply the book’s reviewers with a helpful talking point, Alexander explained, if they didn’t have the time to read it. 

Many of the tributes to Alexander have saluted the achievement and influence of his columns in the Voice. It is worth stressing that his critique was as much external as internal. Making good use of his ‘alien eye’, Alexander catalogued tropes of disinformation and itemized the grotesque corruptions of the public sphere. His understanding of Reagan’s politics was rooted in the realities of the Iran–Contra affair, the actual conditions in occupied Palestine; he was adept at uncovering aipac’s modes of intimidation. His critique of the New York Times and Commentary, Norman Podhoretz and The New Republic was devastating and observant. However, Alexander did not confine himself to duelling with the pundits of Manhattan and the Beltway. Reaganism was not just an interesting new rhetorical style. His Administration and its progeny ushered in an age in which wages lagged far behind productivity and in which outsourcing destroyed millions of jobs. The new pattern bred de-industrialization and obscene inequality. The neo-liberals celebrated deregulation and financial scams, whose heavy price Alexander chronicled just as assiduously as the outrages of ‘Mad Dog’ and ‘Poddo’. From 1984, Alexander’s ‘Beat the Devil’ column rescued the Nation—at times almost single-handedly—from being a Democratic rag, declining into the poodle status of the New Statesman in the uk. 

Alexander’s take on the spirit of the Clinton era was brilliantly displayed in Washington Babylon (1996), co-authored with Ken Silverstein, an ebullient lampoon of the human zoo that is the us capital, combining insider knowledge with devil-may-care disrespect for the powers that be. The book featured eighty-odd photographs of dc’s denizens in characteristic and unwittingly revealing poses, each accompanied by an explanatory caption. Thus a photo of an ageing young man with flowing locks is captioned: 

Leon Wieseltier: ‘You let me flap this bug with gilded wings/This painted child of dirt that stinks and stings . . .’ The Tartuffe of Babylon, stabled at The New Republic where he has led the life of a second-tier literary dilettante . . . paltering with the interns, whose duties included walking his dog. Fainéant, full of pathetic self-conceit, Wieseltier evokes London’s Grub Street of the 1890s, whose Bohemian poseurs were so well recorded by Max Beerbohm (though Wieseltier would not have the courage to make a pact with the Devil, as did Enoch Soames). Cover story for a life of marked, though no doubt merciful, lack of productivity, is that he is at work on a ‘book about sighing’. 

The authors of Washington Babylon zero in on the city’s movers and shakers, its 80,000 lobbyists and such paladins of financial ‘reform’ as Robert Rubin, the former chair of Goldman Sachs who became Clinton’s Treasury Secretary; Senators Gramm, Dodd and Nunn; Alan Greenspan; Robert Bartley of the Wall Street Journal; and Thomas Friedman, ‘maturing in the cask of self-importance as a registered pundit of the New York Times’. As early as 1996, Washington Babylon devotes half a dozen pages to detailing how Enron’s scams had thrived thanks to its assiduous wooing and gifting of the Clinton Administration and us legislators. Cockburn and Silverstein were warning their readers of the new world of financialization and Clintonomics—with rampant insider dealing, perilous asset bubbles, deregulated banking, ceo skulduggery, job losses, shrunken welfare and degraded pensions. Equally prescient were their portraits of the National Security State, as the era of Iran–Contra and proxy wars gave way after 1990 to aerial bombardment and outright invasion in the former Yugoslavia, Afghanistan and Iraq. The book was savage and accurate enough to become the target of several lawsuits—though many declined to make themselves ridiculous by explaining which of the various allegations was mistaken, and those with more poise claimed to enjoy the barbs. Several reprints allowed the book to emerge shorn of only a few of its more exuberant captions. 

Alexander was an early champion of the environmental movement, producing a very useful reader on ‘political ecology’ with James Ridgeway in 1979. Fate of the Forest: Developers, Destroyers, Defenders of the Amazon, written in collaboration with Susanna Hecht in 1990, remains an environmental classic and sold a quarter of a million copies. The book’s concern for the forest-dwellers, its challenge to developmentalism and well-chosen illustrations all lent it a special quality. Alexander’s grasp of the hard detail of ecological politics was unmatched—as demonstrated by his critique of the mainstream environmentalist groups’ capitulation to the Clinton Administration, published in nlr in 1993. [1] Latterly, Alexander’s belief that global warming might not be principally due to human action has been much criticized. Obviously he had no credentials as a climate scientist, but it is difficult to see what objection there could be to his querying the scientific consensus and probing whether the nuclear-power lobby had the safer solution. The case for concern at climate change is palpable, and the prospect dire; yet if the topic has been sidelined, it is mainstream politics and not the tiny band of sceptics that has had this effect, with the issue quietly buried at Copenhagen and Rio. As Malcolm Bull has shown, effective measures to reduce climate change pose real problems for democracy—lay involvement in the debate will be essential if these are to be minimized. [2]
From Petrolia to the world 

Being Alexander’s friend was a wonderful thing. His bracing salutation ‘What’s up, tiger?’ was invariably the prelude to something out of the ordinary. He could light up a room or take you on the most unforeseen adventure. You never knew what was going to happen or who you were going to meet next: an exponent of extreme dance, a researcher into the military, an Italian film director, a former speech-writer for Nixon, or a photo-journalist just back from Tehran. A stroll in London’s Green Park, or a visit to a pub in Youghal, could trigger the most startling discoveries. His death brings the realization that these exploits with Alexander were amongst the best times in my life—the most enjoyable and most purposeful. If you had an area of expertise, you had to expect to be relentlessly pumped for information and angles—and to see your cherished conclusions broadcast to the world with Alexander’s inimitable spin. A string of collaborators were acknowledged—James Ridgeway, Bob Pollin, Ken Silverstein, JoAnn Wypijewski, and Jeffrey St. Clair—but also interns and a network of contacts in the most various institutions. By the 1980s Alexander was writing up to three columns a week, as well as undertaking other commissions. Commenting every week on a wide range of events over nearly fifty years, he must have made mistakes; but they were never those of the crowd-pleaser or seeker after easy popularity. Alexander’s defence of the civil rights of Scientologists and sex offenders were products of an honourable libertarianism and contrarianism—principles he practised more consistently than some who embraced them rhetorically. The writing was as polished and debonair as always but the pace was relentless. Yet I’m struck that the interns who worked with Alexander, even those who have strayed far from Alexander’s politics, write of the joy of working with him. 

Until overtaken by his final illness Alexander’s stamina was sustained by a rudely healthy—even pastoral—lifestyle and by an enviable ability to fall fast asleep in the middle of the evening. Alexander’s wonderful ‘Short Meat-Oriented History of the World’ in nlr 215 brilliantly conveyed his zest for country living. Having at first immersed himself in New York he later moved to Key West—as far south as you can get while still being in the us—and subsequently to the West Coast, first Aptos and then to distant Petrolia, a tiny settlement on the Lost Coast, where he lived for the last twenty years. These remote lairs still allowed him to keep in touch electronically and to make regular expeditions of discovery at the wheel of one of his classic cars. Alexander wrote up his road trips for CounterPunch as explorations of l’Amérique profonde, offering vivid accounts of voices from the us South, Midwest and West that are rarely heard, and of rural and small-town landscapes rarely glimpsed. 

Alexander’s prose style was notable for its clarity and fidelity to the real. It seemed to come easily but this was probably deceptive. He was a voracious reader and relentless telephoner, working hard to follow up promising news trails. He had a wide network of friends and informants to whom he could turn, beginning with two remarkable brothers—one in Washington, the other first in Russia and then in the Middle East. Alexander’s laconic paragraphs also owed something to the aphoristic Adorno of Minima Moralia, with his hatred of cliché and cant—but, as Edward Said put it, without the latter’s ‘mournfulness’. Adorno’s book remained an inspiration to Alexander down to recent times; he would often request a new copy from Verso to replace those lost or given away. In one of his last books—End Times, co-authored with Jeffrey St. Clair—Alexander grappled with the dialectic of destruction and renewal now being played out in the newspaper industry and other media. In a remarkable three-hour interview with C-Span at the time of its publication, he predicted that the Murdoch empire would be brought low by its own cynicism and invasive brutality, as well as by the new world of cyberspace. Meanwhile, Alexander’s response to the crisis of the press focused on taking advantage of the new methods of communication. In the mid-nineties he began working with Ken Silverstein on the political newsletter, CounterPunch, and later launched it online with co-editor Jeffrey St. Clair. Together they built it into an indispensable source of reportage and opinion, often garnering more hits than Salon.com. 

My last contact with Alexander was over a piece he had written on the euro crisis which he kindly adapted for a Soho broadsheet. He found a way to arraign the Eurocrats and their shameful bullying of countries large and small, while avoiding the boorishness and chauvinism of British ‘euroscepticism’ and supplying sly grace-notes that complemented the more central argument: 

It looks as though the eurozone may be in meltdown, which is just fine in my book. The sooner we get back to francs, lira, punts, drachma and the rest of the old sovereign currencies, the better in the long run. It used to be as much a part of going to France as choking on Gauloises smoke to change money and be handed a bundle of notes featuring the devious Cardinal Richelieu, instead of the characterless but somehow always expensive euro notes . . . The eu ‘project’—a very irritating word that should be tossed in the dumpster along with ‘iconic’, ‘meme’, ‘parse’, and ‘narrative’—is in potential outline a nightmare. Down with federalism!! Remember Simone Weil’s hatred of the Roman Empire and what it did to Europe’s cultural richness and diversity . . . ‘What did the Roman Empire ever do for us?’ the left nationalist asks in Monty Python’s imperishable Life of Brian. ‘Roads’, the federalist begins tentatively. My native country of Ireland has been covered with vast roads, courtesy of the eu. We’ve got enough of them. Europe’s got enough of them. Enough of the eurozone, enough of the ‘European project’! 

As the eurozone crumbles, as war threats are brandished, as tropical hurricanes lash the temperate zones and as votes are cast this November, there will be temptations to forget Alexander’s counsel and give in to the despair of lesser evils. But his rigorous and glorious defiance remains as an inspiration, whose precise meanings we will have to divine and interpret for ourselves.



 [1] See ‘“Win-Win”: The Clinton Administration Meets the Environment’, nlr 1/201, Sept–Oct 1993. 

 [2] Malcolm Bull, ‘What is the Rational Response?’, lrb, 24 May 2012.

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Falleció Francisco Fernández Buey 


Moreno-Pastaña. blogspot.com
25 de agosto 2012

 A principio de verano nos dejó Ángel de Lucas y acaba de hacerlo Francisco Fernández Buey, Paco, ligado a muchísima gente que aprecio. He coincidido con él en varias ocasiones y, sobre todo, recuerdo una conferencia en Linares, en el 60 aniversario de la muerte de Antonio Gramsci. 

 Paco habló acompañado por Juan Carlos Rodríguez. Creo que ninguno de los asistentes a una abarrotada y fría Casa del Pueblo -un 27 de noviembre- deseó aquella noche estar en otro sitio que escuchando al maestro palentino de origen –y barcelonés de adopción- y al maestro vitoriano de origen –y granadino de vida y residencia. Paco y Juan Carlos, personas tan inteligentes como poco pedantes, se animaron a compartir charla y copas con todos los asistentes y se fueron, como buenos invitados, los últimos, cuando empezaba a clarear. Al día siguiente anduvimos hasta la hoy inexistente Factoría de Santana, que en aquellos días representaba la resistencia de los trabajadores. Paco y Juan Carlos, contentísimos de ese paseo al hoy desmantelado pulmón obrero de mi tierra, siguieron hablando con todos, de todo. Fue, para la panda de amigos, un gran día de 1997. Mi amigo Sebastián Martínez Solás, organizador del acto, me ha enviado la transcripción que tuvo a bien realizar. Los lectores la tienen más abajo. 

 Peripecias personales aparte, Paco Fernández Buey será siempre, para mí, el autor de La ilusión del método (Barcelona, Crítica, 1991), uno de los mejores libros que conozco de filosofía de la ciencia en particular y de filosofía en general. Con su excelente castellano, explicaba, y eso es algo que todavía se sabe poco, cómo la demolición del modelo positivista estándar –los descubrimientos, cuando son ciencia de la buena, nunca deben nada a su contexto de emergencia- se realizó no desde el deconstruccionismo postmoderno, sino desde dentro del propio positivismo. Especialmente luminosa era la exposición de los argumentos de Otto Neurath, el gran pensador del Círculo de Viena, discípulo de Max Weber, y militante en la legendaria Viena Roja. Paco Fernández Buey se refería a la reseña crítica que Neurath dedicaba a Popper, titulada “Pseudorationalismus der Falsifikation” (“Pseudoracionalismo de la Falsación”) y publicada en 1935 en la revista del Círculo de Viena (Erkenntnis). Al elegir entre teorías no podemos escudarnos en ningún método que nos dé la solución por medio de un pauta estable, sino que tenemos que optar por datos y explicaciones que, en ocasiones, se enfrentan a otros que tienen el mismo empaque empírico e idéntica calidad lógica. Tal es el principio, posteriormente expuesto por W.O. Quine (y conocido como principio de Neurath-Quine), al que nos aboca la existencia de "sistemas del mundo empíricamente equivalentes y teóricamente incompatibles". En mi traducción e introducción del gran libro de Passeron El razonamiento sociológico queda claro cuánto agradezco a La ilusión del método haberme puesto sobre la pista de Neurath, promotor de un racionalismo científico apoyado, cito a Paco, en “el filosofar de los propios científicos sobre la ciencia”. 

 Cuando uno sabe algo sobre qué es saber, no se acoge a los principios morales y a las apuestas políticas por las buenas, en función de caprichos o de exhibicionismo intelectual. Cuando se decide, se hace una apuesta seria. Como su maestro Manuel Sacristán, Paco ha sido un militante de izquierdas, tan culto (pero de esos hubo muchos) como constante (y esos son y han sido más bien poquitos). La ausencia de mesianismo y dogmatismo le hicieron resistente ante los virajes de las modas, porque no hay espíritu más volátil que el de un iluminado con ideas arbitrarias. Quien se asoma a sus textos disfruta siempre del estudio y la argumentación exigente: como cuando lee a Sacristán, a Neurath, a Gramsci, a Marx, al gran linaje que continuó y enriqueció. 

 Todos -¡todos!- cuantos le conocieron en profundidad me hablaron siempre de un hombre muy bueno. Recuerdo un artículo sobre Marx donde apostaba porque se le redescubriría, pero de manera masiva, un día cualquiera del Siglo XXI. Llevaba razón. Me gustaría que pasase lo mismo con Paco, que fue, es y seguirá siendo un modelo intelectual, político y personal. Su obra encierra muchísima buena filosofía y razones para oponerse, por decirlo con palabras suyas, al desorden establecido. 


 60 AÑOS DE LA MUERTE DE GRAMSCI

 (Acto organizado por IU-Linares celebrado en el salón de actos de la Casa del Pueblo el 27 de noviembre de 1997)

 Transcripción de Sebastián Martínez Solás

 PRESENTACIÓN A CARGO DE CARLOS ENRÍQUEZ

 En primer lugar, quiero felicitar a los organizadores de este acto porque, entre otras cosas, me hacen la presentación muy fácil. Creo que reunir en un sólo acto de homenaje a Antonio Gramsci a Francisco Fernández Buey y a Juan Carlos Rodríguez es algo inédito. No recuerdo, o no se, si alguna vez han compartido mesa en algún acto, creo que no... ¿Sí? ¿Sobre Gramsci en Granada?... Entonces es casi inédito. Lo digo porque para nosotros hablar de Antonio Gramsci, o presentar a Antonio Gramsci es un recuerdo también de nuestra propia historia. En Granada, en los años de la transición, en el entorno del Partido Comunista se organizó una experiencia inédita que fue la Agrupación Antonio Gramsci. Eso ocurrió en los años del 76 al 78-79. En esos mismos años Paco Fernández Buey publicaba dos libros sobre Gramsci que son absolutamente inexcusables: Ensayos sobre Gramsci en 1978, y en 1977, bajo su dirección editorial apareció Actualidad del pensamiento político de Gramsci. 

 No me voy a referir a la trayectoria posterior de Paco porque creo que es bastante conocida, y muy importante. Solamente me voy a referir a esos años. En cuanto a su labor, creo que con citar dos revistas de la importancia de Materiales y mientras tanto, queda más que suficientemente clara. Por tanto, es cierto que hablar de Gramsci teje una red invisible entre las personas que vamos a hablar aquí, yo, muy brevemente, y ellos, espero que largo, porque disfrutaremos.

 En cuanto a Juan Carlos, lo he tenido que presentar en muchas ocasiones, y creo que lo mejor que puedo decir es que cuando se habla de él, muchas veces se le presenta como simplemente un profesor o catedrático de universidad y escritor, cuando yo lo que mantengo desde hace bastante tiempo, y así siempre lo vengo presentando, y hoy lo voy a volver a hacer, es como un filósofo. La labor teórica de Juan Carlos en un campo como el de la ideología, no solamente en la literatura, tiene categoría para considerarlo como uno de los pensamientos más radicales, sobre todo del marxismo, y no sólo en España. Quizá ese rótulo de filósofo a pie de página le sentaría bastante mejor que a muchos, que siendo simplemente profesores de filosofía se afirman ya directamente como filósofos, olvidando lo que decía Schopenhauer: que una cosa es la filosofía de los profesores, y otra la filosofía de los filósofos.

 Hablar de Gramsci hoy, en 1997, con todo lo que ha llovido, creo que puede tener una justificación perfecta. Si pensamos, y si yo tuviera que hablar hoy de Gramsci, probablemente circularía en torno a una idea básica: Gramsci siempre nos conmueve porque en tiempos de derrota, que fueron los que le tocó vivir a él, en concreto el tiempo de una derrota espantosa en los años 20 y 30 a manos del fascismo, siempre defendió que lo fundamental era mantener la lucidez y la veracidad. Lucidez y verdad son dos planteamientos indiscernibles del pensamiento marxista gramsciano. Y como no quiero extenderme, voy a terminar con unas palabras de Lessing. Lessing decía que él no se hacía responsable de los problemas que había suscitado. Bien, este precisamente no es el caso del marxismo. El marxismo tiene que resolver los problemas que él mismo ha ido planteando a lo largo de la historia, y en este sentido, volver a leer a Gramsci, que es lo importante, no sólo recordarlo en un acto público, volver la mirada, creo que es la mejor invitación que se puede hacer hoy ante la situación, también de derrota... Primero de retirada desde la transición, después de derrota, y finalmente de catástrofe en la que estamos ahora mismo hundidos. Y esta es la primera constatación que hay que hacer. Sin embargo el hecho de que un acto como éste tenga esta presencia de público ya implica, por lo menos, que podemos sostener uno de los dos axiomas de Gramsci: el optimismo de la voluntad.

 Muchas gracias, cedo la palabra a Paco Fernández Buey.

 INTERVENCIÓN DE FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY


 Buenas tardes a todos. Quiero empezar agradeciendo a los organizadores de este acto la oportunidad que me dan para volver a hablar de Gramsci veinte años después. Decía Carlos en la presentación que el momento en que conmemoramos el 60 aniversario de la muerte de Gramsci no es bueno... Desde luego, no es el mejor de los momentos, es verdad. Eso es así. Anecdóticamente, hace sólo unos meses, en un congreso que se celebraba en Italia para conmemorar este 60 aniversario, se daba la circunstancia de que la persona que más ha trabajado en Italia, y probablemente en el mundo, sobre la figura de Gramsci, Valentino Gerratana, que ha sido el editor, el que ha hecho la edición crítica de los Cuadernos de cárcel, ni siquiera era invitado por los organizadores. Y, en cambio, en la sesión de clausura con la que se cerraba este congreso, intervenían Massimo D’Alema y Felipe González, el último de los cuales, que yo sepa, nunca ha escrito ni ha trabajado particularmente sobre Gramsci. Creo que eso es un síntoma. Es un síntoma de por dónde están yendo los tiros, y seguramente es un síntoma también de que hablar hoy sobre Gramsci en un ambiente así, es también un acto de resistencia, en los tiempos que corren.

 Yo me voy a referir, fundamentalmente, a la figura de Gramsci desde el punto de vista ético, y desde el punto de vista político. No voy a centrarme, o no voy a dedicar muchas palabras a su biografía, entre otras cosas porque en el tríptico que han hecho los organizadores hay una noticia biográfica yo creo que suficiente. Así que centrándome en la relación entre ética y política en Gramsci, voy a subrayar aquellos aspectos que me parece que siguen teniendo actualidad, o que nos pueden decir cosas hoy en día.

 Si hoy preguntáramos a las personas más jóvenes, de las aquí presentes, y de las ausentes, personas jóvenes que se sigan considerando marxistas, socialistas, comunistas o libertarios, acerca de aquellas personas de sus propias tradiciones en las cuales la ética y la política han ido más unidas, estoy seguro de que en cualquier país el mundo, y no sólo aquí, la respuesta sería la misma: Antonio Gramsci y Ernesto “Che” Guevara. Si seguimos preguntando a personas más jóvenes por otras de sus propias tradiciones, es casi seguro que la lista se podría hacer más larga, pero es también casi seguro que inmediatamente después entraríamos en discusiones más o menos partidistas, de estas en las cuales mi Marx tira de la barba a tu Marx; tu Mao golpea duramente a mi Trotski, etc... Creo yo que hoy en día, sólo Gramsci y Guevara de los héroes, por así decirlo, de la tradición marxista y comunista están fuera de discusión. Y que eso sea así, es decir, que desde experiencias y vivencias muy diferentes, haya hoy en día una coincidencia tan grande de opiniones, por encima incluso, diría yo, de las diferencias generacionales, es algo que debemos subrayar, aunque sea algo que parezca obvio. Lo que más allá de las diferencias culturales y las diferencias generacionales se aprecia y se valora positivamente en Gramsci como en Guevara, yo creo que es la coherencia entre su decir y su hacer. En los dos, la palabra dicha y lo que hicieron fue muy coherente y muy consecuente. Yo creo que por eso podemos considerarlos a ambos, al cabo de los años, con verdad, como ejemplos vivos de aquellos ideales ético-políticos por los que combatieron.

 Si a mí me preguntaran qué es lo que hace a Gramsci un personaje tan universalmente apreciado, en estos tiempos difíciles, yo creo que podría contestar diciendo que, siendo como era un dirigente, en algún momento el más importante dirigente del Partido Comunista de Italia, él se entregó a la realización del ideal comunista como uno más. Sin ponerse a sí mismo como excepción de lo que preconizaba y sin intentar racionalizar ideológicamente, como tantos otros, la excepcionalidad del “yo mismo” como intelectual. Gramsci fue un hombre en el que el “yo mismo” y el “nosotros” se fundieron. Y creo que para valorar suficientemente esta característica peculiar del dirigente que actúa como uno más, siendo como era un dirigente, no hay más que fijarse en su forma de entender la relación entre lo que él llamaba la filosofía espontánea (afirmando taxativamente que todos los hombres son filósofos), y la filosofía en sentido técnico, es decir, la reflexión crítica, ya particularizada acerca de las propias prácticas, las propias concepciones del mundo. Ya esa relación que estableció entre la idea de que todo hombre es un filósofo, y que hay que enlazar el que todo hombre sea un filósofo con el filosofar técnico, no necesariamente académico o licenciado, acerca de lo que se hace, acerca de las propias prácticas, da una idea de quién era el personaje. O, lo mismo, su forma de entender la relación entre intelectuales, en un sentido tradicional, o restringido, y lo que él mismo llamó intelectual colectivo, como una manera de decir y de entender lo que debería ser el partido político de los de abajo.

 Entender el partido político de los de abajo como un intelectual colectivo es una gran idea, porque permite pensar que los trabajadores manuales y los trabajadores intelectuales que están en él tienen un trato, vamos a decirlo así, de igual a igual, un trato igualitario. Yo creo que sólo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un intelectual colectivo y de un ideal colectivo y que, además, como en el caso de Gramsci cumple con su vida esa promesa, sólo a un hombre así se le puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación humana, es un intelectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia no queda diluido, sobredimensionado, sino precisamente integrado, es decir, convertido en intelectual productivo al servicio de los otros, al servicio de los demás, junto a los trabajadores manuales. Porque un hombre así es un hombre que ha renunciado precisamente a lo que es característico del intelectual tradicional: a su privilegio. Sólo un hombre que da más importancia al filosofar, entendido como reflexión acerca de las propias prácticas y tradiciones y concepciones del mundo, que a las filosofía académica, que a las filosofías con título de licenciado, y que además se pone al servicio de los otros para elevar esa filosofía espontánea de todo hombre que es filósofo a lo que él mismo llama “ sentido común ilustrado” de los más, de la mayoría, sólo a un hombre así se le puede ocurrir la idea, en principio extraña, de que todos los hombres son filósofos. Eso parece que va contra la concepción que generalmente tienen los filósofos y los intelectuales del filosofar. Y también en este caso, porque un hombre así, es alguien que renuncia a su privilegio como filósofo técnico en favor del filosofar que sirve para ayudar a la colectividad de los de abajo. Y sólo a un hombre que ha asumido la contradicción entre ética de las convicciones profundas, de los ideales, y ética de la responsabilidad política; la contradicción entre ética el interés y ética del deber; sólo a un hombre que ha asumido esa contradicción como una cruz con la que hay que cargar necesariamente en una sociedad dividida, como es la sociedad capitalista, y hacerlo sin aspavientos, sin pretensiones elitistas, se le puede ocurrir la idea de que un día la política y la moral harán un todo al “desembocar la política en moral”. Porque un hombre así, aunque diga, como decía Gramsci en más de una ocasión, que él es como “una isla en la isla”, aunque se haya sentido muchas veces solo, está en realidad comunicando que, a pesar de su psicología él no es una isla, sino que es un continente de verdad, que enlaza con los sentimientos y creencias de los de abajo, de los humillados, los ofendidos, los proletarios de este mundo

 Creo que el proyecto de Gramsci se puede entender desde este presente nuestro como un continuado esfuerzo por hacer de la política comunista una ética de lo colectivo. Gramsci no escribió ningún tratado de ética normativa, no era un filósofo académico. Tampoco era un político al uso, especialmente preocupado por la propia imagen, como lo son tantos políticos de hoy día. Y tampoco puso las páginas de su obra luminosa, los Cuadernos de cárcel, las cartas,... bajo ningún rótulo académico con los cuales se enseña ética, filosofía política o filosofía moral en nuestras universidades. Yo creo que, como tantos otros grandes, Gramsci habló poco y escribió muy poco de ética, pero dio con su vida una lección de ética. A mí me parece que es característico que los hombres grandes, y muy particularmente de los revolucionarios de este siglo, el que hablen muy pocas veces de ética. Con razón, porque la verdad es que en las sociedades en las que vivimos, a veces da cierto asco el uso y el abuso repetido de la palabra “ética”. Yo siempre digo que este término se suele poner de moda en los momentos malos de la historia de la humanidad, en los momentos en que nuestros pañales, nuestros calzoncillos están sucios moralmente... De ética no hay que hablar. Hay que practicar. Y en este caso se trata precisamente de eso, de una lección de ética, de esas que quedan en la memoria de las gentes, de esas que acaban metiéndose en los resortes psicológicos de las personas, y que sirven, y esto es lo importante, para configurar luego las creencias colectivas. Esta es una idea muy repetida por Gramsci: Que las ideas cuajen, se materialicen en creencias colectivas en el marco de una tradición crítica y con intención alternativa al orden existente. Y trabajar en eso tratando de materializarlo ya en la propia vida fue una aspiración de Gramsci desde joven.

 Ya antes de ser detenido y encarcelado por el fascismo mussoliniano en 1926, en los años entre la Primera Guerra Mundial y 1926, Gramsci había desarrollado una intensísima actividad como crítico de la cultura y como hombre político revolucionario en Turín, en Moscú, en Viena, y en Roma. No me voy a referir a eso. El testimonio de su actividad está recogido en seis volúmenes con los artículos que fue publicando en las revistas en que colaboró desde 1914-15 hasta 1926. En 1921, cuando se funda el PCI, Antonio Gramsci era ya conocido sobre todo como teórico de una de las más interesantes experiencias del movimiento obrero italiano, y probablemente europeo, del siglo XX: la experiencia de los consejos de fábrica de Turín, que habían llegado a ocupar por algún tiempo las instalaciones de la más importante de las empresas de la época, la FIAT. Voy a hacer una referencia a esto porque a pesar del paso del tiempo y de lo que hemos dicho antes sobre los tiempos distintos en que vivimos, hay algo de esto que me interesa particularmente. Y es que aquél Gramsci joven, que era muy espontáneo en la consideración de la actividad política, al que se acusó muchas veces de voluntarista y de idealista por alguno de sus compañeros de entonces, fue, en efecto, un idealista en la moral y un duro crítico de los sindicatos entonces existentes, a los cuales consideraba él como parte de la cultura establecida bajo el capitalismo. Querría detenerme un momento en estas dos cosas (el idealismo moral y la crítica de los sindicatos). Lo de duro crítico de los sindicatos lo quiero subrayar porque ahora se suele poner en primer plano, y muy críticamente, esta terrible idea según la cual aquél que critica las políticas sindicales ya no es de izquierdas, o deja de ser de izquierdas, o hace pinza con la derecha. Este es un grave error, porque olvida y tergiversa lo mejor de la historia del movimiento socialista y comunista obrero y revolucionario europeo. Hay que decir taxativamente que todos los más importantes dirigentes revolucionarios de la tradición marxista que en el mundo han sido empezando por Marx, siguiendo por Rosa Luxemburg, continuando por Lenin y siguiendo también por Gramsci, han sido en algún momento de su vida críticos, y la mayor parte de las veces críticos muy duros, de las direcciones sindicales existentes. Lo cual no dice nada en contra de su carácter revolucionario. Y en el caso de Gramsci está muy claro; su crítica del burocratismo sindical de la época entre 1919 y mil novecientos veintitantos va por ahí.

 Y también quiero subrayar el otro punto, lo del idealismo moral. Porque a veces se confunde idealismo ontológico o metafísico con idealismo moral, o se piensa que el idealismo moral implica o supone un cierto idealismo en la comprensión del mundo o de la naturaleza, de las relaciones de los hombres con los hombres y de los varones con las mujeres... Eso no es así. Son dos cosas distintas. Gramsci era un materialista histórico y al mismo tiempo fue desde joven hasta su muerte un idealista moral. La mejor manera que se me ocurre para dejar claro qué es lo que se está queriendo decir cuando se habla de idealismo moral es recoger unas palabras que pronunció alguien al que normalmente no consideraríamos un idealista: un científico, el mas importante probablemente de los científicos del siglo XX, Einstein, que fue también en ciertos aspectos un filósofo moral, justamente en el momento de la muerte de Walter Rathenau, un político y economista alemán asesinado por la extrema derecha. Einstein dijo una cosa muy breve pero que me parece muy interesante: “Ser idealista cuando se vive en Babia no tiene ningún mérito, pero lo tiene en cambio, y mucho, seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este mundo”. Es una diferencia fundamental. Una cosa es el idealista, el “boca abierta” en el país de las maravillas para decirlo como lo dicen los italianos... el que se chupa el dedo; y otra cosa es el que sigue siendo moralmente idealista a pesar de saber la mierda que es el mundo en que vivimos, y eso Gramsci lo sabía muy bien. Lo sabía de joven y lo continuó sabiendo mejor todavía en su madurez.

 Hay otra cosa del Gramsci joven que querría subrayar, y es su visión originalísima, me parece, de la Revolución Rusa. Gramsci interpretó los acontecimientos del octubre ruso de 1917 como una revolución contra El Capital. Pero atención, y ese es el título de uno de sus artículos, no como una revolución contra el capital en general, sino como una revolución contra El Capital de Marx. E intuyó con eso varias de las contradicciones por las que estaba pasando precisamente la construcción del socialismo en la Unión Soviética, ya al inicio de los años 20. Contradicciones que luego, con el tiempo, han resultado decisivas a la hora de explicar la crisis y la disolución de aquel sistema. Diré un par de palabras sobre esta interpretación de Gramsci porque me sigue pareciendo interesantísima, y muy útil para explicar lo que ha ocurrido allí. Gramsci pensó que la Revolución Rusa del 17 había sido una rebelión tan inevitable como voluntarista que, contra las apariencias entraba en conflicto con las previsiones hechas por Marx en el primer volumen de El Capital, efectivamente, donde se pensaba o se teorizaba acerca de la maduración de las condiciones objetivas para lo que podía llegar a ser el socialismo. Esta interpretación de Gramsci es tan atípica como sugerente, y en el fondo acertada. Gramsci no había llegado a conocer las opiniones del viejo Marx de los últimos de años de su vida, del Marx entre 1874 y 1883, acerca de la comuna rusa, y sus relaciones con los rusos y particularmente con Vera Sassulich. Y a pesar de no haber conocido eso, la idea de Marx según la cual tal vez el carácter excepcional de una sociedad como la rusa en la cual todavía quedaba la implantación de la comuna rural se podría pasar al socialismo por una vía diferente de la que estaban siguiendo los países occidentales, intuyó algo que me parece que es importantísimo para su época. Intuyó esa situación contradictoria de un proletariado, el ruso, que no tenía apenas nada que llevarse a la boca, y que sin embargo resultó ser hegemónico en un océano de campesinos durante el proceso revolucionario abierto por la Primera Guerra Mundial. Esa situación paradójica en la cual una clase social no tiene nada excepto nominalmente el poder político es una novedad histórica, y Gramsci lo vio muy bien. Esa es una contradicción que quizá sólo resulta de verdad comprensible cuando se la analiza en términos parecidos a los que usaban el gran poeta Bertolt Brecht y el gran crítico literario Walter Benjamin cuando en los años 30, después ya de los procesos de Moscú, se referían a la Unión Soviética de entonces con el término, en broma, de “el pez cornudo”, decían ellos. La Unión Soviética es un pez cornudo. Algo muy parecido a lo que había intuido Gramsci.

 Ahora, dicho esto, la pregunta interesante, y me parece que actual, que vale la pena hacerse hoy en día en esta situación en la que estamos, ya tan cambiada; cuando hay gente que va por ahí diciendo que de la historia comunista no va a quedar ni rastro, yo creo que la pregunta que hay que hacerse es justamente ésta: ¿por qué motivos un hombre tan sensible y crítico como Gramsci, que se daba cuenta de las contradicciones internas de aquel sistema surgido de la revolución del 17 no sólo despreció la argumentación socialdemócrata contemporánea, según la cual el atraso económico de Rusia hacía inviable el triunfo de la revolución allí, sino que exaltó la Revolución Rusa siendo consciente de sus contradicciones; ateniéndose al hecho de que aquella revolución expresaba el anhelo de las gentes de un orden nuevo, el anhelo que brote de los de abajo, de los asalariados, explotados, aliados en aquel caso con los campesinos pobres? ¿Porqué prefirió Gramsci aquel pez cornudo al viejo orden capitalista tal como existía en la Europa de entonces?... Yo creo que esa no es una pregunta gratuita. Y que es una pregunta que debe tener hoy en día una connotación especial, sobre todo para los más jóvenes. Porque sin una respuesta cumplida y precisa a esa pregunta podría parecer que la historia del movimiento comunista del siglo XX, pues no ha sido otra cosa que una equivocación integral en la cual los hombres, incluido Gramsci habrían caído por mera ignorancia o por simple maldad. El que Gramsci y otros muchos hombres y mujeres como Gramsci en toda Europa hayan aceptado pensar la contradicción y seguir siendo comunistas, es decir, no retirándose, es en mi opinión un motivo para no dejarse llevar ahora por las trivializaciones y las simplificaciones de los libros sólo negros del comunismo que se están publicando en los últimos tiempos. Ese es un motivo. El mismo motivo, por supuesto, que puede tener en la sociedad actual un cristiano, un liberal, un pacifista, etc, para seguir dándose a sí mismo ese nombre. Digo esto muy explícitamente porque creo que hay que decirlo. Una vez no hace mucho tiempo, después de una de estas cosas parecidas a lo que estamos haciendo aquí, una periodista me preguntó inmediatamente y a bocajarro: “¿Y cómo usted puede seguir considerándose marxista y comunista hoy en día después de la caída del muro de Berlín y de todo lo que ha ocurrido en la Unión Soviética?”. Y yo le dije: “ ¿Usted es cristiana?” y me dijo: “¡Por supuesto!” Y le dije: “¿Y cómo usted puede seguir considerándose y llamándose cristiana después de la Inquisición, que ocurrió hace mucho más tiempo, después de los crímenes de los grandes inquisidores no en la URSS sino en este país? ¿Y cómo alguien se puede llamar liberal después de los crímenes contra los comuneros de París?” Etc, etc... Esto, lo que tiene que hacer pensar en la línea gramsciana es precisamente que hay, ha habido dos comunismos; como hay, ha habido dos cristianismos; como hay, ha habido dos liberalismos. A mí, por ejemplo, no me gusta nada ehttp://www.blogger.com/blogger.g?blogID=7752717825738320443#editor/target=page;pageID=9154663018757517831sto de que se llame neoliberalismo a esta mierda de política autoritaria que no tiene nada de liberal, ni de “neonada”, porque eso entra directamente en contradicción o en conflicto con lo que ha sido precisamente el liberalismo en sus orígenes. Y los liberales que quedan, de verdad, en el mundo lo suelen decir así, por ejemplo Marichal. O Bergamín, este que decía con toda razón: “yo soy liberal en todo menos en política, y estoy con los rojos en todo, naturalmente”. Esos eran los liberales. Yo creo que hay que seguir la misma línea. Hay que saber que los grandes idearios normalmente a lo largo de la historia se dividen en dos, particularmente en el momento en que los idearios se transforman en poder. A partir de ese momento, todo ideario de transformación, de emancipación o de liberación que en el mundo haya sido, se ha dividido en dos. Y a partir de ese momento, normalmente hay que elegir con qué parte de las dos se está. Gramsci no llegó a conocer bien, vamos a decirlo así, con detalle lo que estaba pasando entre mil novecientos veintitantos y mil novecientos treinta y tantos pero intuyó muchas cosas, algunas de ellas yo creo que muy importantes y muy actuales. La más importante, que ahora diré, y con eso acabo para dar la palabra a Juan Carlos es que una de las principales aportaciones de Antonio Gramsci a la historia del pensamiento marxista y comunista: su esfuerzo a lo largo de toda su vida por pensar la relación entre vida pública y vida privada, o dicho de otra manera, por intentar superar esa doble moral característica de la cultura burguesa que rompe, que separa lo privado de lo público constantemente. Hay muchos ejemplos a lo largo de su obra. Los más hermosos, los más interesantes están seguramente recogidos en sus cartas.

 La lectura que Gramsci hace acerca de la relación entre lo público y lo privado, la vida pública y la vida privada de un político, se encuentra en dos cosas interesantísimas. La primera de ellas es una recuperación del gran filósofo y teórico de la política de todos los tiempos, y creo que hay que decirlo así: Maquiavelo. Gramsci ha hecho una excelentísima lectura de Maquiavelo contra la idea corriente vulgar de Maquiavelo que quiere representar eso que todos llamamos maquiavelismo con lo que queremos decir torticero, cabroncete, etc... Nada de eso. Maquiavelo no era eso sino todo lo contrario. De Maquiavelo Gramsci recoge dos grandes cosas. Primero la distinción entre ética y política, pero no para negar la ética, sino para distinguir analítica y metodológicamente dos planos: el plano de la ética y el plano de la política, y considerar a partir de ahí que el ámbito de la política es un ámbito autónomo. Y que la actividad política se tiene que juzgar autónomamente en ese ámbito, no tirando de la cuerda de los vicios privados de los políticos, como habitualmente se suele hacer. Hay que saber separar los campos. Pero la versión vulgar de Maquiavelo viene a decir que eso es sin más la afirmación de la razón de Estado, la afirmación de la política en contra de la ética. Falso. Eso en Maquiavelo no es así y Gramsci lo vio muy bien. Eso lo que significa es un tipo distinto de entender la relación entre lo ético y lo político en la cual lo político es prioritario, y esta es una concepción que Maquiavelo recoge de los antiguos y que Gramsci repite. Esta es la concepción griega, clásica, aristotélica de la relación entre lo ético y lo político. Porque el hombre es un zoon politikón, un animal social político, dirá Aristóteles, lo político es metodológica y analíticamente prioritario respecto de lo ético; lo político es ética de lo colectivo. Donde el hombre público en sociedad pone de manifiesto sus valores es en la participación en la vida en la polis. Esto que Maquiavelo recoge, no sólo en El Príncipe, sino en otras obras suyas, y que Gramsci vuelve a poner en primer plano, es fundamental. Tan fundamental como que esta es, vamos a decirlo así, la crítica más importante y radical que se puede hacer a la hipocresía cristiana en los orígenes de la modernidad. Maquiavelo no está criticando la ética. Lo que está criticando es la hipocresía moral de un cristianismo que dice que hay que hacer, pero que luego justifica lo que se hace, que es lo contrario de lo que se dice que hay que hacer. Y Gramsci también. Y esto le lleva a la reflexión sobre el hacer propio, sobre el mismo hacer. Y tampoco sobre eso se hace demasiadas ilusiones, puesto que no se trata sólo de criticar a los otros, sino también de pensar reflexivamente sobre lo que hacemos nosotros mismos. Y este es el segundo punto que subrayaré.

 Hay unos cuantos pasos en las cartas de Gramsci que son interesantes en este sentido porque ponen de manifiesto cómo el Gramsci maduro se da cuenta de hasta qué punto es empobrecedora la dedicación exclusivamente a la política. El sólo político. Esto lo repite en cartas desde Viena y Roma a su mujer, Julia Schucht, con la que lleva muy poco tiempo casado. Él se da cuenta de que la dedicación a la que está obligado el político profesional y más si es, como en su caso, alguien que tiene que estar saltando fronteras en una época de clandestinidad, es empobrecedora desde el punto de vista de la formación el individuo. En una de ellas hay una cosa muy característica que enlaza directamente con uno de los grandes poemas de Bertolt Brecht que se titula “A los por nacer”, donde Brecht viene a decirnos a nosotros, a los que hemos nacido después: “nosotros”, o sea, los rojos, los comunistas, los socialistas, los anarquistas de los años 30, “que luchábamos por un mundo en el que estuviera en primer plano la amabilidad, no pudimos ser amables; miramos la naturaleza con impaciencia”. Pues bien, paradójicamente Gramsci fue de ésos. No podía ser de otra manera. Él mira tan con impaciencia la naturaleza que cuando está haciendo política escribe cartas desde los sitios paisajísticamente más maravillosos de Italia y no ve nada, no se entera de nada, no quiere enterarse de nada. Y, sin embargo, cuando ya es detenido, está en el destierro y tiene un momento de tranquilidad de espíritu respecto de la actividad política, entonces escribe las más hermosas páginas sobre la naturaleza. Esto puede parecer paradójico, pero en realidad es así. Cualquiera que tenga una cierta edad y haya tenido la experiencia de pasar de la vida política en la clandestinidad a la cárcel seguramente recordará que hay momentos en el inicio de entrar en la cárcel en que uno se siente tranquilo, por así decirlo, en que puede ver las cosas con una dimensión que no tenían antes. 

 Esto yo creo que es un lección sumamente interesante contra el politicismo, la politiquería y la consideración del todo político, y un apunte sugerente me parece a mí, para pensar, en los tiempos que corren, acerca de la importancia que tiene para nosotros, los que seguimos queriendo ser rojos, comunistas, socialistas, libertarios, anarquistas... el fijarnos en consideraciones no sólo políticas, sino también prepolíticas, éticas, antropológicas, anteriores desde todos los puntos de vista a la consideración fundamentalmente política. Porque sólo así, me parece a mí, siguiendo el ejemplo de Gramsci, es como se puede lograr la plenitud en la vida de cada uno, que intenta prefigurar lo que podría ser una sociedad mejor, de iguales, esto de juntar la actividad ética con la política.

 Seguro que de Gramsci se pueden decir muchas cosas más. Yo he puesto el acento sobre todo en el asunto de la relación entre lo ético y lo político y con eso acabo.

 Muchísimas gracias por la invitación y por la atención.

 INTERVENCIÓN DE JUAN CARLOS RODRÍGUEZ

 Voy a tratar de resumir lo más posible la charla que yo tenía preparada ya que hemos empezado un poco tarde.

 En primer lugar quiero decir que, efectivamente, es muy distinta la situación en que Paco y yo nos encontrábamos hace 20 años en Granada cuando, digamos, ser marxista, ser comunista, ser de izquierdas, era un privilegio. Era algo que quien no lo era parecía que no existía y, hoy somos una isla... o un continente, más bien un continente negro, como decía Freud. Y ya vamos quedando ciertamente pocos... Pero esta es una situación momentánea. Hay una cuestión que pienso que a todos nosotros, y a todos vosotros, os puede interesar. Ya que Paco ha hablado de Brecht y de Gramsci, yo creo que ha podido añadir a Benjamin, Korsch, Lukács..., es decir, la gente que más nos ha interesado en este sentido. La cuestión está en un poema de Brecht que pienso que explica un poco la situación en que nos encontramos ahora, sobre todo los que seguimos creyendo en el marxismo y en el comunismo, o cualquier otra opción de izquierdas. Ese famoso poema de Brecht que se llama “Cambio de rueda”:



 Sentado al borde del camino

 miro al chófer cambiando la rueda. 

 No me interesa el sitio de donde vengo.

 No me importa el sitio donde voy.

 Entonces, ¿por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?



 Esta pregunta señala esa situación de perplejidad que nos hacemos todos los que deberíamos, según el ideario capitalista, haber abandonado nuestros planteamientos, nuestras creencias, nuestras ideas, nuestros sentimiento, por tanto, lo más profundo de nosotros mismos. ¿Por qué no lo hemos abandonado? “No me interesa el sitio de donde vengo. No me importa el sitio donde voy. Entonces, ¿por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?”

 De esta impaciencia es de la que quisiera un poco hablar, es decir, de la inquietud que nosotros tenemos hoy. No se si estamos de acuerdo en algo, pero sí se de algo que nos une, y lo que nos une es obvio: la explotación no cesa; y, en realidad, no tenemos respuesta a ella. Jamás habíamos estado tan desarmados. Por supuesto que el marxismo no nace de los libros, nace de la explotación, el hambre y de la miseria, y, por supuesto, también, hoy más que nunca, de la insatisfacción subjetiva. Podíamos decir así que junto a la expansión asfixiante del capital, que ha contraído el mundo, que lo ha metido en sus redes, nosotros, sin embargo, estamos en un proceso de acumulación de insatisfacciones, una curiosa acumulación primitiva, que indudablemente estallan por un lado o por otro, aunque inmediatamente sean fagocitadas.

 Desorientados, nos acercamos a Gramsci. Quizá para pedir ayuda a sus textos o para hablar simplemente de lo que significa Gramsci para el marxismo y para el conjunto de la izquierda. Y pedir ayuda a Gramsci significa también algo tremendamente sintomático, significa, sin más, la necesidad de estudiar y aprender. Así decimos que acudimos a los textos de Gramsci como necesitamos recurrir a Brecht o al propio Marx, es decir, acercarnos a la política precisamente alejándonos de la miseria de la política actual. Yo diría que necesitamos subjetivizar la política para entendernos a nosotros mismos y para saber lo que está pasando alrededor, y eso antes de poner la palabra “política” entre comillas. Porque de lo que se trata en el fondo es de situarnos ante el proyecto de vida global e individual de todos nosotros, y de cada día, ya que ese cada día resulta clave, y ya que nuestra vida subjetiva es lo que más nos importa: nuestro trabajo, nuestro cuerpo, nuestros deseos, nuestro estar vital en el interior de una concepción del mundo que nos defina y nos identifique. Seguir pensando que la política es algo que está ahí fuera y que la vida subjetiva es otra cosa, es una trampa virtual que corresponde a la ideología burguesa, como se ha señalado anteriormente. La ideología burguesa de lo privado y lo público. En esa trampa hemos caído muchas veces, y es, sin duda una de las claves de nuestra opacidad actual. Parece como si sólo los políticos burócratas hubieran roto esa dicotomía al convertir su vida política, en efecto, en su vida cotidiana, es decir, en el sillón que les da de comer cada día. Cuando hablo de subjetivizar la política hablo estrictamente de cambiar la concepción de la política. Hablar en abstracto de partido, sindicato, etc... como si fuera algo que apenas nos incumbe resulta hoy absurdo. También resulta absurdo hablar hoy de teorías abstractas y de análisis del lenguaje para conseguir una solución teórica. Pero que no se me mal entienda, igual de absurdo resultaría hablar de prácticas subjetivas sin más; o hablar simplemente de la razón democrática, como si ésta no fuera también un teorema abstracto, una teoría abstracta; o incluso de la libertad, como si estuviéramos en el siglo XVIII. Conquistar la libertad está muy bien, es obvio, es uno de los objetivos básicos. Pero no olvidemos que en absoluto nacemos libres, que la libertad se conquista y que, precisamente, sólo podemos hablar de libertad, hoy por hoy, en un sentido de privacidad. Porque libertad, como igualdad y fraternidad, no es un lema humano abstracto. Es un lema básico del capitalismo, pues, amigos míos, si al capitalismo se la quita la libertad de explotar se queda en nada.

 Para mí el comunismo es libertad para todo menos para explotar. Si al capitalismo le quitamos la explotación, el capitalismo no es nada. No se trata, pues de cambiar de algún modo el sentido de nuestras categorías, sino de transformar esas categorías conceptuales, pues efectivamente, hablar hoy de lo abstracto y lo concreto, de la teoría y la práctica, etc... me parece un túnel sin salida, un espacio tan negro como las pinturas de Goya. Eso quizá fue necesario en los años 20 y 30, cuando la revolución parecía al alcance de la mano, pero así nos fue. Esas polémicas quizá fueron necesarias en la España de los años 60 y 70, pero así nos fue, y este es el resultado. Eran polémicas estériles en cualquier sentido porque nos obligaban a jugar en el terreno del enemigo, nos obligaban a jugar con las categorías burguesas de las relaciones capitalistas. Y cuando se juega en el terreno del enemigo se suele perder.

 Plantear el problema de la lectura de Gramsci desde las polémicas de los años 60 y 70 nos va a llevar a pocos resultados excepto en un solo caso, y es el hecho de comprobar, no sin asombro, que las polémicas de entonces eran bastante parecidas a los planteamientos teóricos y políticos en los que se vio obligado a vivir Gramsci en los años 20 y 30. Un horizonte donde se alternaban la guerra de trincheras y la guerra de asalto; entre el clase contra clase y el frente popular; entre el avance y el retroceso; entre el teoricismo y el voluntarismo; entre la disciplina y el espontaneísmo; etc... Salvo por un matiz. En los años 20 y 30 la URSS existía y parecía que el proletariado había tomado el poder. Los planteamientos de Gramsci, con todas las matizaciones que se quieran, están sujetos a esta perspectiva en la que la lucha política sí que está asentada en la clase obrera, y por supuesto en sus alianzas con los campesinos, en la salubridad de las masas de trabajadores que parecían poder asaltar el cielo. En efecto, la clase obrera sí que está hoy en el paraíso, como en el titulo de la famosa película, pero no precisamente en la idiotez del paraíso comunista, sino transformada cualitativamente y encerrada en el paraíso del supermercado. No me estoy refiriendo, obviamente, sino a los países occidentales.

 No es que Gramsci fuera siempre un político alineado con Moscú o la III Internacional, pero en el fondo no había otra perspectiva posible. También es la situación en que se encontraba Brecht, por ejemplo, y podríamos hablar como decíamos al principio de la situación ambigua de Brecht, Benjamin, Korsch, Lukács... Pero el pensamiento marxista se fue forjando a fuerza de contradicciones, y en contradicciones vive. “La vida es terriblemente dialéctica”, decía Gramsci en una carta a su mujer. Y sin que entremos a analizar la frase está claro que simplemente intentaba dar una impresión de lo que él estaba sintiendo, viviendo y pensando. Porque, además, hay otro matiz decisivo: todo el planteamiento táctico y estratégico de Gramsci gira primero en torno al poder obrero y campesino, pero en seguida tiene que volcarse en la lucha contra el fascismo. El 80% de su escritura está basada en la derrota del fascismo y en la alianza con otros sectores de la sociedad italiana, con lo que su pensamiento se amplía y se flexibiliza. Pero hay más. Gramsci pudo polemizar con los textos salidos de la URSS, como el manual de sociología de Bujárin; o darse cuenta de la importancia del trabajo industrial en los EEUU; y analizar el taylorismo y el fordismo en relación con el stajanovismo que estaba ocurriendo en la URSS. Pero como el horizonte clave de una sociedad lo constituyen siempre las ideas, o el inconsciente ideológico de las clases dominantes de esa sociedad, Gramsci se ve empapado por el pensamiento más representativo de los ideólogos liberales del momento en Italia, es decir, Benedetto Croce, y por supuesto, por el hegelianismo. Y al estar empapado de él, hay veces en que en realidad rompe con Croce y otras en las que no sabe salir del atolladero, y simplemente trata de responder a las preguntas ya planteadas. 

 Pero no me quiero referir estrictamente a los escritos de Gramsci, ni siquiera a sus interpretaciones italianas o europeas, sino que prefiero, por el momento plantear la cuestión de los análisis de Gramsci en España en esos años 60-70 a los que aludíamos. Por supuesto que el pensamiento marxista español no podía sino caer en algunas trampas a las que acabo de aludir. Además, que si es dudoso hablar de un pensamiento marxista en bloque, mucho más lo es hablar de un mínimo pensamiento marxista en la España de Franco y en el postfranquismo. Aquí sí que nuestro único referente básico fue acabar con el franquismo y conseguir la famosa ruptura de izquierdas, y por tanto es lógico que lo que hoy se nos plantean sean las realidades de aquellas miserias que fueron nuestros planteamientos, y nos encontremos con los problemas que entonces procuramos olvidar; o que nos resultaba imposible ver con nuestra propia ceguera teórica, política o ideológica. Esos blancos del olvido de la ceguera son los que nos han traído aquí hoy, porque el panorama actual sí que parece el viaje de los ciegos pintados por Brueghel. Cuestiones, por ejemplo como la siguiente: ¿en qué sentido el franquismo fue realmente un fascismo?. Esto es algo que habría que analizar profundamente desde el punto de vista de clase. Mas si en efecto hubo en los 40 años de franquismo una lucha de los comunistas, la hubo sobre todo en el nivel de los trabajadores y de los jóvenes. Pero sólo ahora vemos lo que no veíamos, esto es, que un sistema no se mantiene únicamente por la coerción, por la represión policial o paternal, por las cárceles, ni siquiera por el apoyo americano de la guerra fría. Que un sistema se mantiene durante 40 años porque hay un consenso casi global de la población. Esto quiere decir que en el franquismo casi todo el mundo era franquista, y eso fue algo que nosotros no supimos ver. No supimos establecer una estrategia real frente al poder inmenso del capitalismo, que era el consenso ideológico que realmente sostenía a Franco. Al no saber establecer una estrategia real contra el capitalismo, hemos aceptado sin más la identificación entre capitalismo y democracia, pese a que la democracia sí que es una conquista popular. Al carecer de estrategia frente al capitalismo en todos los ámbitos moleculares de la sociedad, no sólo carecemos de un verdadero proyecto alternativo de gobierno, sino a la vez de un lenguaje y una táctica política realmente alternativa. Nos olvidamos de la ideología como inconsciente vital, como inconsciente social, y así todo se ha ido convirtiendo en palabras vacías. Gramsci admiraba a la Iglesia por haber creado la acción católica. Eso sí que era un movimiento de masas una vez que se prendía en todas las pieles. Por eso la democracia cristiana, con la ayuda de los americanos, ha podido dominar Italia durante 40 años. Nosotros seguimos reduciéndonos, o seguíamos reduciéndonos a grupos minúsculos, incluso a meternos con los cristianos de izquierdas, pero, eso sí, hablando a la vez de las masas y las masas.

 Al no darnos cuenta de que el verdadero peligro no era el fascismo sino las capas burguesas y pequeño burguesas que lo sustentaban, y que pudieran haber sido nuestras aliadas en algún momento (en el fondo el capitalismo de base, que era la clave de todo en sus diversas transformaciones), al no darnos cuenta de eso nos quedamos desarmados en cuanto el capitalismo apareció como forma política e ideológica sin tapujos. Nos encontramos así con que el problema ya no era socialismo frente a fascismo, sino que el problema se reducía a unas líneas de juego muy determinadas. Las establecidas hoy: ser de izquierdas o de derechas dentro, únicamente dentro, de la reglamentación establecida por el propio capital, a nivel económico, político e ideológico. Se me dirá que esto ha ocurrido en todos los sitios, pero está claro que no en todos los sitios de la misma manera. Además de que mal de muchos, consuelo de tontos, no me parece una respuesta válida. Pero hay algo más. ¿ Qué sentido tiene un partido de izquierda dentro del capitalismo salvo el de aludir a la metáfora del capitalismo salvaje, como si hubiera alguno que no lo fuera, y establecer unas mínimas líneas de defensa? Claro que cualquier planteamiento revolucionario sería una estupidez, pero el problema concreto radica en que las masas no están en absoluto por la labor de socavar el capitalismo, y eso es culpa nuestra. Y la cuestión se complica mucho más porque implica a los sindicatos, como acaba de decir Paco, no sólo por su burocratización, sino porque por una parte hay que hablar de la clase obrera y del proletariado hoy en gran medida fuera de la fábrica. Hay que hablar de lo que Negri nebulosamente ha llamado el trabajo social. Pero esa masa de trabajadores sociales está imantada por la ideología capitalista. Está a gusto en el sistema, y el marxismo le parece una antigualla.

 No es el internacionalismo marxista el que ha triunfado. Es el internacionalismo del mercado mundo, y el supermercado de cada ciudad, de cada pueblo o de cada calle. Incluso, ¿cómo no pensamos que el mercado mundo era global y que incluía a la URSS, como capitalismo de segundo grado y capitalismo de Estado? El poder económico político y militar ha sido decisivo en este sentido, pero qué duda cabe de que lo verdaderamente decisivo ha sido el poder ideológico. La gente no sabe pensar su vida sino a través de las perspectivas capitalistas. Es la ideología capitalista actual la que ha roto las fronteras entre lo privado y lo público, entre el interior y el exterior, y esas fronteras se han roto porque cada vida particular está de acuerdo con el sistema global. A eso se la ha llamado postmodernidad. Es una estupidez como otra cualquiera, pero es un síntoma. Es un hecho que el subjetivismo capitalista implica exactamente esa ruptura e fronteras, pero, curiosamente ,despolitizándonos, no diciendo que se trata de una cuestión política o de explotación de clase, sino señalando el egoísmo pragmático y la subjetivización empirista propia del mundo americano, del capitalismo nacional, donde en cada casa hay una bandera de barras y estrellas. Esa curiosa subjetivización aparente, despolitizada, lo es sólo en tanto la vida no se concibe sin las barras y estrellas, es decir, sin una politización global asumida, aceptada en cada molécula de la piel. Esto, por supuesto, es nacionalismo. Pero ese nacionalismo norteamericano se ha extendido por todo el mundo a través de las multinacionales, de las coca-colas y las hamburguesas, de los horarios de trabajo, pero sobre todo de las formas de vida de cada uno. Y para qué hablar de los media y del espacio cibernético internacional. Y todo ello, amigos, curiosamente en nombre de la libertad y la democracia, no en nombre de la explotación. Y nos hemos ido desarmando.

 Ante este panorama simplemente descriptivo, es evidente que nuestras salidas están bloqueadas, no sólo en la política objetiva, puesto que nosotros también tenemos que hablar en nombre de la libertad y la democracia, sino sobre todo en esa subjetivización vital de la política asumida como no política y como no explotación. Es por eso por lo que yo he hablado al principio de subjetivizar la política desde otro punto de vista, es decir, desde un punto de vista real. Somos sujetos, sujetos al poder, pero somos sujetos porque el capitalismo nos ha convertido en libres para poder explotarnos. Esa es la realidad que existe, y por eso nuestro lenguaje no se entiende, pues, en efecto, ¿qué proyecto vital subjetivo ofrecemos nosotros realmente en nuestro mensaje, tanto a los jóvenes como a los viejos como a cualquiera? Ninguno. Sencillamente porque no tenemos categorías alternativas que ofrecer como proyecto colectivo y mucho menos como proyecto individual. Nuestro único paradigma parece ser la razón democrática, pero ese territorio está ya ocupado. Nosotros somos siouxs que sólo habitan en la reserva.

 Hubo un momento, en efecto, en que quizá deberíamos haber aprendido algo más. Me refiero a un momento de crisis total del capitalismo, en el año 29, y que provocó una serie de cuestiones, en cierto modo, similares a las nuestras. Pero Keynes y Roosevelt crean el New Deal. Se fomentó al máximo la cuestión pública y se permitieron incluso los movimientos de liberación más importantes que han existido jamás, en muchos años, en los EEUU; desde el cine al teatro, desde la novela negra a la importancia del pensamiento radical. Evidentemente, el capitalismo americano se salvó gracias a la Segunda Guerra Mundial y a la industria de armamento. Pero para el marxismo la Segunda Guerra Mundial fue su tumba, a pesar de Stalingrado y el ejército rojo. Parece claro que, sin embargo el New Deal puede ser un ejemplo de cómo se puede luchar en situaciones adversas y cómo el propio capitalismo está lleno de contradicciones. Quiero decir que podemos aprovecharnos de esas brechas y esas contradicciones, pero ya sin soñar con triunfos como la Larga Marcha de Mao o la victoria en Saigón. La derrota de los americanos en Saigón les enseñó que no debían volver a luchar en tierra, sencillamente tendrían que usar la soga del ahorcado, es decir la asfixia económica. Que el nacionalismo USA y el multinacionalismo capitalista han impregnado el mundo parece ser una obviedad, y lo es, sin duda, pero lo es sobre todo, insisto, por esa impregnación de la piel, porque nadie sabe pensar ni sentir de otra manera que no sea la de las formas de vida capitalistas. La estupidez del marxismo de aferrarse a la razón frente al supuesto irracionalismo fascista y el no menos absurdo supuesto de que el capital también era irracional, es el verdadero vacío teórico e ideológico que aún seguimos pagando.

 Nos encontramos, pues, ante el momento de preguntarnos de nuevo ¿qué hacer? Y sólo sabemos recurrir a los llamados movimientos alternativos, desde el feminismo al ecologismo, que son, desde luego realidades evidentes, pero que en absoluto hemos sabido desarrollar en su sentido más profundo, quiero decir extendiéndolos a la comprensión y al inconsciente de las masas. No digo que no se esté haciendo nada en ningún sentido; digo que en seguida el sistema nos fagocita... Confieso que no veo ninguna salida, confieso que me encuentro en la misma situación en que Gramsci se encontraba al escribir en la cárcel a su cuñada, Tatia. Le escribe el 29 de agosto del 32: “He llegado a un punto tal que mi capacidad de resistencia está a punto de romperse”. El 16 de marzo del 33: “Tú no has comprendido que verdaderamente estoy acabado”. El 2 de julio del 33 le escribe que después de dos años de desgaste muy lento “no tengo nada que decir, ni a ti ni a nadie. Estoy vacío, ya no se puede hacer nada”.

 ¿Ya no se puede hacer nada? Yo pienso que hay una cuestión fundamental: seguir creyendo en la contradicción, seguir creyendo en la explotación, que no cesa. Y sobre todo seguir creyendo en que los bancos se abren cada día a las 9 de la mañana y ese dinero no cae como el maná del Sinaí. Se extrae de nuestros bolsillos. Y que el 80% del planeta se está muriendo por la explotación. Y que el 80% de la humanidad se está muriendo de hambre y de miseria. Y recordemos que nosotros, los marxistas tenemos que estar ahí cuando ese estallido más pronto o más tarde se produzca... Efectivamente, Gramsci tenía razón: sin esperanza, pero con convencimiento.

 Muchas gracias.



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El socialismo de los productores como imposibilidad lógica:El honor perdido del trabajo (y II): la categoría de "intercambio"

Robert Kurz
http://grupokrisis2003.blogspot.com.es
Original alemán: “Die verlorene Ehre der Arbeit”, en revista Krisis nº 10, Erlangen, 1991. Disponible en www.krisis.org, así como la versión italiana, “L'onore perduto del lavoro”, Manifesto Libri, Roma, 1994. Versión portuguesa, “A honra perdida do trabalho”, en Grupo Krisis http://planeta.clix.pt/obeco, 29.11.02. Traducción del portugués al español: Round Desk.

Tal vez en ningún otro punto se vuelva tan nítido el carácter burgués del marxismo del movimiento obrero, incluso del aparentemente más radical, como en la cuestión del «intercambio» en la ambicionada sociedad socialista supuestamente no-burguesa. Este es uno de los pocos puntos en los que las declaraciones explícitas de Marx se muestran del todo inequívocamente incompatibles con el conjunto del marxismo. Si en lo que respecta a una «ontología del trabajo», las posiciones asumidas por Marx en muchos de sus escritos se revelan francamente ambiguas, equívocas y contradictorias en sí [9], esto no vale para su definición de «intercambio» en una sociedad socialista, sobre todo en la Crítica del Programa de Gotha. Esta definición dice simplemente que en una sociedad socialista no puede existir ningún «intercambio». Aquí cae ruidosamente por tierra hasta el subterfugio habitual de los marxistas, que suelen barrer rápidamente debajo de la alfombra todas las declaraciones incómodas de Marx, afirmando que sólo son válidas para la fase «posterior» y «superior» de un comunismo aplazado para un futuro imaginario, y por tanto absolutamente irrelevantes para cualquier discusión teórica sensata. En realidad, Marx habla explícitamente de la «primera» fase del «socialismo», inmediatamente posrevolucionaria, en la cual todo el «intercambio» tiene que perder su objeto y por tanto ser abolido. No vale la pena buscar un «revisionismo» patente incluso en el plano filológico, hasta en los marxistas aparentemente más ortodoxos, pues felizmente la exigencia meramente filológica de la letra de los textos sagrados se convirtió en tan descabellada que ya nadie con pretensiones de ser tomado en serio puede argumentar en este plano.

Esta afirmación de la teoría de Marx debe en consecuencia ser considerada única y exclusivamente en su contenido objetivo, en el que su peso ya es suficientemente grande. Pues Marx tiene que formular forzosamente este argumento apodíctico contra el «intercambio» para ser coherente con la propia «crítica de la economía política». En sentido contrario, el apego del marxismo a la categoría de «intercambio» o la total falta de claridad sobre este tema demuestran una incomprensión absoluta de la tan evocada «crítica de la economía política». Es posible verificar, por las consecuencias para el concepto de socialismo, si la crítica teórica de la sociedad burguesa fue o no comprendida. ¿Por qué la apodíctica negación marxiana del «intercambio» en una reproducción socialista es tan forzosa como resultado de la crítica del modo de producción capitalista? El centro de esta crítica está en la crítica del trabajo abstracto como proceso tautológico y autorreferencial del trabajo social, como producción de «trabajo muerto» o «valor» a través del trabajo vivo. Pero esta autorreferencialidad tautológica sólo es sin embargo posible mediante el cambio de forma del trabajo, que «se representa» como su propio otro en el dinero. En otras palabras: la reproducción de la sociedad así constituida no es posible como identidad inmediata de producción y consumo, sino que se tiene que duplicar como «producción» por un lado e «intercambio» o «mercado» por otro.

El cambio de forma del trabajo vivo en trabajo muerto no puede agotarse en la «representación» del trabajo pasado «en» el valor de uso de los bienes producidos, pues en esta figura el cambio de forma permanece aún «impuro». La existencia transformada del trabajo pasado como «valor» tiene que ser separada de la forma material del valor de uso, y la abstracción social del «trabajo muerto» tiene que tornarse «tangiblemente real», «abstracción real» también en un sentido inmediatamente de cosa. Esto ocurre en el dinero, o sea, en el valor de uso de la «mercancía particular» que un proceso histórico inconsciente convirtió en «mercancía general» y, por tanto, en forma inmediata de representar la abstracción del trabajo social.

El cambio de forma de la tautología social del «trabajo» se realiza de tal modo que, en el proceso productivo, el trabajo vivo se metamorfosea en la forma del valor de uso de los bienes producidos, que «son» al mismo tiempo bienes útiles concretos y trabajo abstracto muerto. El cambio de forma sólo se completa cuando, en el «intercambio» del mercado, la abstracción social de la forma del trabajo muerto se escinde como dinero de los bienes útiles, y el trabajo muerto «es representado» en una forma pura. Por tanto, el intercambio no es nada más que el proceso de realización del trabajo abstracto. Y el mercado, en el que tiene lugar ese «intercambio», no es nada más que la «esfera de realización» de la tautología social sin sujeto, o sea, del fin en sí mismo de la transformación del trabajo vivo en trabajo muerto, o incluso de la transformación del trabajo social en otra forma de sí mismo. Esta escisión de la reproducción social en «producción verdadera» e «intercambio» es simultáneamente el núcleo de la escisión en general de esta sociedad en «ámbitos» o «esferas» separadas.

Ahora se comprende fácilmente por qué no le quedaba a Marx sino negar apodícticamente desde el principio la esfera del «intercambio» en una reproducción socialista, ya que su liquidación era tan sólo la consecuencia lógica de la liquidación del trabajo abstracto, sin la cual a su vez no es concebible ninguna superación de la «economía política» o del «capital». Si él hubiese tratado como una categoría funcional del socialismo el propio «proceso de realización» del fetiche social del «trabajo», habría tenido que hacer pasar, conscientemente, una determinación básica del capital por una categoría «socialista». El marxismo hizo exactamente eso, al formular la cuestión de cómo serían los aspectos del «intercambio» en el socialismo. De tal modo, absorbió inconscientemente en su concepto de socialismo una premisa legada por la lógica de la mercancía, lo que por sí solo bastaba para hacer fracasar miserablemente toda la determinación teórica y práctica de una planificación social ex ante. El postulado del «intercambio» en el socialismo no es sino la consecuencia lógica del trabajo abstracto, también él presupuesto ciegamente.

La disculpa que se puede alegar es obviamente el «muy débil desarrollo de las fuerzas productivas». Si esta fórmula tan inflada no ha de servir sólo para una superficial apología, cabe preguntarse lo que en resumidas cuentas quiere decir. Ante todo, se debe trazar una nítida línea divisoria con relación a la apologética predominante hasta ahora del «socialismo real» que se desmorona ante nuestros ojos. Esta apologética utilizaba la citada fórmula para justificar –hasta la más completa confusión– un «socialismo difícil», como si el concepto de socialismo fuese posible sin sus condiciones, como si la «existencia real» del trabajo abstracto y del «intercambio» fuese la «dificultad» del socialismo y no su imposibilidad lógica.

¿En qué medida el desarrollo de las fuerzas productivas es «muy débil»? En la medida en que es el gasto de la fuerza de trabajo humana en general el que determina esencialmente la producción, esto es, en la medida en que la propia fuerza de trabajo humana como tal sigue siendo la fuerza productiva esencial. En esta medida, el trabajo abstracto no puede ser superado y no puede haber socialismo. Sólo cuando la ciencia como fuerza productiva, en cuanto forma diferente y superior de la actividad reproductiva humana, comienza a exceder el gasto de la fuerza de trabajo humana en la propia producción, el trabajo abstracto entra en crisis, se torna obsoleto y tiene que ser sustituido por el «ocio productivo», un fenómeno hoy en ascenso en los países occidentales más desarrollados. También la ciencia como fuerza productiva es fuerza productiva humana, pero en un plano diferente y en un nivel más elevado.

El «ocio productivo» implica entre otras cosas que las ciencias naturales y las aplicaciones tecnológicas, yendo más allá del gasto repetitivo de la fuerza de trabajo, vuelven a esta última superflua en un período de tiempo cada vez menor. O sea que la supervisión de los componentes de la producción puestos en marcha y su dirección y posterior desarrollo sobrepasan el gasto de fuerza de trabajo y la sustituyen. De este modo, el propio proceso tautológico y fetichista de cambio de forma del «trabajo» en algo muerto y otro diferente de él mismo, o sea, en «valor» y «dinero», se agota y pierde sentido. Sólo el gasto repetitivo de fuerza de trabajo, como «representación» regularmente renovada de grandes volúmenes de trabajo, puede funcionar como «trabajo», pero no el «ocio productivo» de la ciencia, que se extingue antes incluso de la producción verdadera y propia y no se repite millones de veces ni se «representa» en los productos muertos.

En lo que se refiere al intercambio, el mismo proceso se revela en el plano fenoménico como la «separación» real y como la real ligazón en red de la reproducción social. La «debilidad» de las fuerzas productivas se manifiesta en el marco de la producción en el hecho de que está última está determinada principalmente por el gasto de fuerza de trabajo humana. En lo que respecta a la reproducción total y a las relaciones sociales, esta debilidad ha de aparecer como separación relativa de los productores, y por tanto como necesidad de un «intercambio». Sin embargo, es importante comprender que esta «separación» es sólo un fenómeno, y no la propia esencia y presupuesto. Esencia y presupuesto es la producción como gasto de fuerza de trabajo y, así, como tautológico fin en sí mismo, que aparece en la separación de los productores y se instaura como «mercado» o como esfera de «intercambio», para «realizar» la tautología social del «trabajo». La separación de los productores y, como consecuencia, el «intercambio» son las formas fenoménicas del trabajo abstracto o de la tautología en que se resuelve el puro gasto de fuerza de trabajo.

Aquí conviene sin embargo proceder a una pequeña corrección de la terminología marxiana. Marx repite frecuentemente que se trata de «trabajos privados independientes entre sí». Pero las cosas no son exactamente así. Los «trabajos» son sólo realmente independientes entre sí cuando aún no se trata de «trabajos privados», cuando las formas de reproducción están basadas aún en la consanguinidad, esencialmente ligadas a la naturaleza (de los pueblos primitivos a la «casa completa»), y cuando rige una economía casi autárquica, donde el «intercambio» ocurre sólo de manera casual, ocasional o marginalmente como «intercambio de excedentes» [10].

En niveles más elevados del desarrollo de la producción de mercancías, en los cuales ya se formaron elementos del trabajo abstracto y donde consecuentemente el «intercambio» alcanza cierta regularidad y constancia, los productores permanecen realmente separados como antes, y sin embargo son cada vez menos «independientes» entre sí. Hasta se podría decir que cuanto más «privados» se vuelven los trabajos, menos «independientes» son entre sí en el sentido concreto y material. La razón de ello reside en el desarrollo de las fuerzas productivas que supera la relación inmediata con la naturaleza y hace surgir una división del trabajo de orden superior a la tosca división del trabajo que imperaba en la relación inmediata con la naturaleza. De este modo, entre los productores separados se crea una interdependencia material que los convierte tendencialmente en productores de trabajo abstracto y que impone la duplicación fetichista del trabajo como «valor» o dinero en la esfera escindida del «intercambio».

El nexo que liga materialmente a los trabajadores separados como totalidad de la reproducción social existe por tanto «en sí», pero no «para» los productores, o sea, existe «externamente» a ellos, como objetividad que se les contrapone y como cuasi naturaleza del propio proceso social en el que actúan («segunda naturaleza»). Cuanto más progresa la división social del trabajo en esta forma, más se vuelve el trabajo la esfera escindida del trabajo abstracto y aparece como extensión manifiesta de la esfera de realización del «intercambio», y tanto más se eleva el grado de desarrollo de la cultura social, aunque siempre como «esfera» escindida, puesto que la «sociabilidad» en general ya no puede manifestarse en una unidad orgánica como el proceso de la vida y del trabajo. Lo trabajos se tornan cada vez más trabajos privados y separados, pero precisamente por eso cada vez más interdependientes.

El proceso en que se forma y se extiende la producción de mercancías, esto es, el trabajo abstracto, podría ser caracterizado al mismo tiempo como proceso social de ligazón en red de la producción y de la reproducción, sin el cual ni siquiera existiría nada como «sociabilidad». Se observa así una lógica peculiarmente contradictoria de este proceso de ligazón en red basado en la forma de la mercancía. En cuanto la forma de la mercancía representa una forma superior de sociabilidad y de cultura social sobre todo en los intersticios de la reproducción precapitalista (con su floración culminante en la cultura urbana, relativamente breve, de la antigüedad), todavía no se halla desplegada y no puede corresponder plenamente al concepto de trabajo abstracto. Pero a medida que la propia forma de la mercancía se vuelve la forma social de reproducción y despliega completamente la lógica tautológica del trabajo abstracto –y esto sólo puede ocurrir cuando la propia fuerza de trabajo asume la forma de la mercancía, o sea, con el principio de la plusvalía–, al mismo tiempo se convierte gradualmente en obsoleta, esto es, se torna claro que ella no es en sí misma una forma superior de sociabilidad, sino un simple «momento de mediación» para la preparación y formación efectiva de esta forma superior. En otras palabras, la forma de la mercancía es solamente un ciego estadio transitorio en el proceso de socialización de la reproducción humana.

Esta circunstancia está oscurecida justamente por la existencia milenaria del «intercambio», de la mercancía y del dinero: un estadio larvario «trabado» y no desarrollado que ha durado milenios y que sólo fue roto con la relación capitalista de la «modernidad», en el despliegue sin precedentes de la dinámica del trabajo abstracto. Sólo ahora la forma de la mercancía se vuelve transitoria en la figura de la «plusvalía». Sólo en este movimiento transitorio la forma de la mercancía se torna por primera vez la forma social total de la reproducción. Ella se revela como pura contradicción en sí misma, como forma de crisis en la transición hacia la verdadera socialidad. El capitalismo como un todo puede entonces ser entendido como proceso histórico de crisis, no como el fin de la historia, sino como los dolores de parto de la verdadera sociedad humana; el comienzo de la genuina historia humana se encuentra aún en el futuro.

Este concepto de capital como crisis en sí puede ser comprendido de un modo doble que se expresa en el ciclo de crisis de la historia interna del capital. En la fase ascendente del capital o en la primera fase de transición social, la crisis se presenta aún predominantemente como crisis de afirmación de la relación capitalista, esto es, aparece como crisis de las decadentes formas precapitalistas de reproducción, como volatilización de todas las relaciones corporativas, estables y fundadas en el parentesco de sangre [11], cuya crisis todavía encubre y domina a la contradicción del propio capital. Este dominio de la crisis de afirmación incluye también las dos guerras mundiales, y en esta fase la crisis no puede aún manifestarse en su núcleo «económico» como crisis de la propia forma, ni puede producir todavía un concepto puro de crisis. La crisis del capital en sí mismo, en la cual el carácter transitorio de la forma de la mercancía se hace plenamente manifiesto, se anunció por primera vez en el período de la fundación del imperio alemán y, después, a escala cada vez mayor, en la crisis económica mundial. Sólo hoy, sin embargo, esta crisis empieza a emerger a la superficie con todo ímpetu en su forma pura, lo que hace de la abolición de la forma de la mercancía una cuestión directa de supervivencia.

Es también en este contexto que se debe considerar el apego del marxismo a la categoría del «intercambio». Varios momentos de la crisis de afirmación del trabajo abstracto fueron confundidos con la crisis del propio capital; esta es sólo otra manera de decir que el marxismo del movimiento obrero se mueve aún, sin saberlo, en el interior del trabajo abstracto, y por tanto de la propiedad privada. En estas crisis de afirmación o de la fase de ascenso del principio de la «plusvalía» y del trabajo abstracto, la ligazón en red de la reproducción social concreta y material no había llegado todavía al punto de poder despojarse del envoltorio del trabajo abstracto. En el nivel fenoménico, ello se expresa en el hecho de que la relativa separación de las diversas unidades sociales de reproducción no fue superada aún en el plano concreto y material, de manera que la necesidad del «intercambio» conserva una plausibilidad casi ontológica.

La relativa separación de los productores, las necesidades materiales y técnicas y la determinación del trabajo abstracto no pueden ser distinguidas aún analíticamente, aunque Marx ya haya dado aquí el paso teórico decisivo; con todo, para un programa social concreto de superación de las condiciones dadas ese paso no es todavía suficiente, y el marxismo del movimiento obrero se muestra incapaz, incluso en el plano teórico, de efectuar la concreción. La laguna de la «separación» se muestra probablemente con la máxima evidencia en la relación entre «ciudad y campo», pues aquí no se puede pensar en otra relación que no sea la de «intercambio». Hasta ahora no se ha producido ninguna «red» directa y abarcadora, ni siquiera en el interior de las industrias, como por ejemplo entre la producción textil y la industria minera.

Esto sólo significa que el trabajo abstracto no cumplió aún por completo su «tarea» (tal formulación sólo es posible obviamente a posteriori, ya que no hay nadie que «imponga la tarea») de desarrollar las fuerzas productivas, y por tanto la cada vez más vasta ligazón en red concreta y material. La «ligazón en red» de la reproducción concreta y material sólo se vuelve incompatible con el envoltorio del trabajo abstracto y por tanto con el «intercambio» como su forma fenoménica a partir del grado de desarrollo de las fuerzas productivas en que hoy empezamos a entrar. Sólo ahora se disocian indiscutiblemente, por un lado, la ligazón en red de la reproducción material concreta, urdida «a espaldas» de los productores, y por otro, la determinación de la forma de esa reproducción encarnada en la tautología fetichista del «trabajo» que se manifiesta como «intercambio». La «separación» de los productores perdió definitivamente cualquier fundamento material y técnico y se limita ahora a la determinación de la forma puramente abstracta, que se vuelve con ello obsoleta e insostenible.

La «superación del divorcio entre ciudad y campo», que el movimiento obrero entendía aún como utopía trascendente de una futura sociedad socialista, fue realizada por el propio capitalismo a través de la industrialización y cientifización de la agricultura, así como lo fue la fusión de las industrias cada vez más entrelazadas en un único y gigantesco conglomerado de reproducción, consumada por la microelectrónica, por la automatización flexible y por la ligazón en red informatizada. En la determinación de la forma del trabajo abstracto o del «intercambio» esto significa que las cosas muertas están socializadas, mientras que los productores vivos, cuya actividad productiva y reproductiva se entrelaza sin embargo de modo general y abarcador, se han transformado, en su condición de seres sociales, en mónadas del dinero, totalmente separados entre sí. Esta situación, no obstante, es insostenible y precaria: la separación total, que ahora reside sólo en la pura forma social sin ningún contenido, exige urgentemente una «inversión», esto es, la socialización de las propias personas en vez de las cosas. En su ápice histórico, el trabajo abstracto entra en colapso; su victoria definitiva sobre los restos precapitalistas coincide con su derrota definitiva, y por tanto con la crisis del «intercambio» convertido en absurdo [12].

Pero sería un error dar por agotada la lógica del «intercambio» entre unidades separadas de la reproducción social sólo porque la ligazón concreta en red del contenido efectivo implica la disolución del fundamento material y, por así decir, «técnico» de esta forma de relación social. Aunque el nexo de la forma –ahora puro y sin contenido– del trabajo abstracto y del «intercambio» se vuelva completamente obsoleto y se manifieste en todos los planos como un proceso de crisis cada vez más insoportable, la superación consciente de estas determinaciones formales encuentra inicialmente en el propio sujeto obstáculos casi insuperables. Es cierto que los obstáculos, al menos en parte, provienen del desarrollo desigual a escala mundial. El trabajo abstracto alcanzó su horizonte de crisis absoluto, lo que es demostrado por el hecho de que los retrasados históricos del Sur y del Este están definitivamente configurados según esta forma de reproducción y según las determinaciones del sujeto que le son propias (Estado de derecho, democratización), restringiendo así para siempre cualquier espacio ulterior de desarrollo. Lo que ahora aparece como la victoria definitiva de la libertad occidental, de la democracia y de la «economía de mercado», como el «fin de la historia», ya es en verdad parte de su crisis definitiva, en que comienzan a vacilar justamente aquellas determinaciones básicas que ligan entre sí a todas las partes de la sociedad mundial como sistema planetario productor de mercancías, a pesar de los diversos niveles de desarrollo. Pero no es sólo la diversidad de los estadios de desarrollo lo que confunde la visión y crea la impresión de que el colapso del «socialismo real» no es el comienzo del fin del trabajo abstracto y por tanto de la forma de la mercancía en general, sino simplemente la victoria de la verdad sobre el error o el «regreso» de un descarriado a la eternidad ontológica de la sociedad burguesa. Más bien, es el lado más profundo de la subjetividad burguesa, incluso en los países más desarrollados del propio capital, el que huye despavorido ante la perspectiva de una superación de sus límites.

Para la conciencia burguesa (incluyendo al movimiento obrero), la subjetividad constituida por la forma de la mercancía es idéntica a la subjetividad tout court. Esto es absolutamente correcto en la medida en que el sujeto social constituido por la forma de la mercancía fue el primero y hasta ahora el único de la historia universal; no hay ningún término de comparación. Los «primeros filósofos» y el pensamiento científico en general surgieron juntos con la forma de la mercancía (Thomson, Sohn-Rethel, entre otros) y con las primeras formas embrionarias del trabajo abstracto, así como el «decir Yo» en el sentido de una subjetividad no sólo personal, sino también social, que hace valer su «interés». Todas las condiciones de vida y relaciones sociales que están más allá de esta forma y la vuelven distinta y en consecuencia reconocible se encuentran en la vieja dependencia de la naturaleza, en la cruda relación con la naturaleza y con los fetiches naturales, a partir de la cual la humanidad se lanzó, por medio de la forma de la mercancía, al mar «abierto» de la subjetividad social. Todos los conflictos históricos y sociales propulsores de la modernidad se desarrollaron en el interior de esta forma. El objetivo oculto del viejo movimiento obrero era, y sólo podía ser, el de alzarse, a través de la acción colectiva y de la organización de las masas de productores inmediatos, de la condición no-social y no-individual de mero instrumento de la unidad de reproducción feudal y preburguesa a la individualidad del ser social autónomo, esto es, a la liberación del carácter de mercancía de la fuerza de trabajo.

La definición de sujeto aquí contenida no se agota, sin embargo, en lo que respecta al concepto de individualidad, en la necesidad técnico-material del «intercambio» entre sectores realmente separados como «ciudad y campo». En realidad, el individuo así constituido se concibe necesariamente por su «naturaleza» (o sea, por su segunda naturaleza social) como un ser que se enfrenta al todo de la sociedad y que sólo puede entablar contacto con este todo única y exclusivamente a través del «intercambio», so pena de pérdida del Yo. Las modalidades de esta relación pueden ser muy diversas o pensarse dentro de los ropajes más fantásticos; sin embargo, permanecen como secundarias y dependen de la forma vacía y estéril: «Intercambio, luego existo». El obrero aislado se concibe como portador de la fuerza de trabajo, sin pensar jamás en el hecho de que así se encuentra ya siempre determinado por la forma del trabajo abstracto. Con necesidad lógica, concibe su cuota individual del trabajo social global como su propio «intercambio» individual con «la sociedad», a la cual le cabe legislar con «justicia» y según las necesidades de él (como trabajador abstracto). Con todo, este modo de pensar o esta ideología corresponden a un estadio relativamente avanzado en el desarrollo del trabajo abstracto y por tanto del proceso social de ligazón en red. Esto es evidente si lo comparamos con la originaria ideología burguesa de base que se convirtió en la ideología de los comienzos del movimiento obrero y, aun en el siglo XX, de sus corrientes anarquistas (Proudhon), cooperativistas, etc. La más elemental definición burguesa del sujeto (o del concepto correspondiente de individualidad) no se refería todavía al «intercambio» del individuo con «la sociedad», sino al «intercambio» del productor o «trabajador» (o de su familia) con otros productores semejantes. Aquí, el hecho de que cada cual sea un individuo social porque «representa» una determinada cantidad de trabajo social abstracto no se separaba todavía de las formas de la división del trabajo: el «intercambio» podía así ser pensado ideológica y directamente como la relación entre «trabajadores honestos», casi como el «intercambio» entre panaderos, herreros, zapateros y campesinos [13]. En la primera fase de la división capitalista del trabajo, el movimiento obrero se limitó a «colectivizar» mecánicamente esta determinación burguesa básica de la individualidad y de la subjetividad, convirtiéndola en una ideología del «intercambio entre trabajadores honestos» entre colectivos (cooperativas) de panaderos, herreros, zapateros o campesinos. La crítica del capital se restringe aquí, muchas veces de manera explícita, a la negación de las formas secundarias y de las metamorfosis incomprendidas del dinero, sobre todo del capital monetario que rinde intereses («sin trabajo»), como sucede de modo ejemplar en Proudhon.

El concepto de «intercambio» entre la «sociedad» y el individuo «trabajador» –no importa si hombre o mujer, cualificado o descualificado, cristiano o musulmán, nacional o extranjero– indica al contrario, por su grado superior de abstracción, un estadio superior de desarrollo del trabajo abstracto. Una vez elaborado, en la ideología y en los hechos, el concepto puro del par antitético de «individuo» y «sociedad», el movimiento obrero moderno (para nosotros ya «viejo») se reveló como su protagonista más celoso y obstinado. Es en los estadios más avanzados del desarrollo del trabajo abstracto, y por tanto del proceso social de ligazón en red, que la categoría del «intercambio» pierde progresivamente, incluso en el terreno del movimiento obrero, los últimos harapos concretos y materiales para presentarse en su pura y estéril desnudez como abstracta y burguesa determinación del sujeto.

El «socialismo» como utopía de una «sociedad del trabajo», como pura totalidad del gasto de la fuerza de trabajo, realizada aproximadamente tal vez en Corea del Norte o, en un nivel técnico más elevado, en Alemania Oriental, implica también la forma más pura y más abstracta de «intercambio» como pura categoría funcional burguesa, como forma de relación por así decir típica e ideal de las abstracciones reales de «individuo» (fuerza de trabajo) y «sociedad» (Estado). Hacer descender sobre la Tierra los ideales celestiales de la Ilustración burguesa se reveló sin embargo como un verdadero infierno, y la pura definición burguesa del sujeto, como una desubjetivización de los individuos fantasmagóricamente burocrática y casi idiota, tan pronto como éstos se formaron, aunque sólo aproximadamente. Es una de las ironías más sarcásticas de la historia mundial el hecho de que no haya sido el desarrollo orgánico de la sociedad burguesa occidental el que produjera una caricatura tan tétrica. En ésta, realmente, el «desencanto» del sujeto burgués del «intercambio» empezó mucho antes y tuvo mucho más tiempo para recuperar su sobriedad, coincidiendo este proceso con el desarrollo de las fuerzas productivas destinadas a romper con el trabajo abstracto.

Sólo la parte más atrasada de la sociedad burguesa, en que era objetivamente inevitable una «forma burguesa de modernización tardía», pudo alimentar la ilusión de un «intercambio planificado», esto es, la tentativa necesariamente superficial y condenada al fracaso de realizar inmediatamente las categorías ideales típicas de la sociedad burguesa en su forma más pura y abstracta e incluso concebir esta empresa monstruosa como «socialismo». Comparadas con el nivel material y real obtenido con la ligazón en red de la reproducción, las seudo-realizaciones externas de una sociedad de trabajo total, o sea, de un Estado y de un «intercambio planificado» impregnados por las categorías burguesas en estado puro e ideal, se muestran como espejismos o escenarios hollywoodenses de cartón piedra y dimensiones fabulosas. La sociedad del trabajo supuestamente totalizada produce únicamente hierro viejo y nada más; el Estado supuestamente totalizado posee una capacidad de intervención mucho menor que la de cualquier consejo de provincia y no logra recaudar siquiera los impuestos; el supuesto «intercambio planificado», por fin, se revela como una simple cortina de humo para encubrir el mayor mercado negro de la historia mundial, o como una especie de sistema de prebendas, comparable quizás a la posición social del aparato eclesiástico en la Edad Media. Mantener a los pueblos sometidos por las armas durante algún tiempo, esto ya lo sabía hacer Gengis Khan. Lo que el «socialismo real» produjo fue la caricatura de una sociedad burguesa «pura», como ningún cerebro humano lo hubiera podido imaginar de forma más maligna. Una caricatura, pues las variantes de la determinación de la forma relativas a Occidente son hasta cierto punto un intento de «realización de ideas», es decir que se trata de la ideología burguesa «realizada», de la «falsa conciencia» convertida en realidad institucional como paradoja de una artificiosa recuperación de la forma burguesa, en la cual la inconsciencia debía consumarse conscientemente. La sociedad burguesa «pura», crecida orgánicamente, como la encontramos hoy en su nivel de desarrollo más elevado en Occidente, deja a su ideología del «intercambio de trabajo honesto», fundada en la sociedad del trabajo, allí donde debe estar: en el cielo de las ideas. Ella está realmente fijada al ciego automovimiento del trabajo abstracto, cuya dinámica, junto con el desarrollo de las fuerzas productivas, liberó la individualidad abstracta y la subjetividad burguesas con mucha más fuerza y pureza que la «realización» –sólo exteriormente aplicada a sociedades atrasadas– de los ideales burgueses del «intercambio de trabajo honesto» entre el individuo y la «sociedad».

Esta liberación llegó al punto de hacer que la «desubjetivización del sujeto» en Occidente ya no tenga que expresarse en una burocracia de guardia republicana o en la transformación de la sociedad en un gran campamento de boy-scouts, como fue el caso de Alemania Oriental. Existe sin duda una gigantesca burocracia también en Occidente, pero ésta se reveló como una mera instancia ejecutiva del movimiento ciego y reificado del «sujeto automático» del trabajo abstracto. En el «socialismo real», por el contrario, la «pureza» de la abstracción real tiene que presentarse como encarnación caricaturesca, anticuada y lastimosa de los ideales burgueses, justamente porque en aquellas sociedades no se consumó el sujeto individual burgués de la abstracción real, lo que corresponde a un desarrollo técnico-material atrasado de las fuerzas productivas dentro del envoltorio de la forma burguesa. En estos países aún existen de hecho «obreros y campesinos» que trabajan con «hoz y martillo». El peculiar desarrollo de las contradicciones de una «forma burguesa de modernización tardía» produce así una caricatura histórica, que es una formación social resultado de la tensión entre atraso material e individualidad insuficientemente desarrollada, por un lado, y el voluntarismo burocrático que «realiza» institucionalmente los ideales burgueses de «intercambio» y «trabajo», por otro.

La ideología encarnada por la sociedad burguesa más moderna acaba pues necesariamente por oponerse como aparato externo a los sujetos del «trabajo» y del «intercambio» de la sociedad burguesa aún (relativamente) toscos y escasamente desarrollados. La «lucha de clases», la figura arquetípica por la cual se impuso la «sociedad del trabajo» burguesa, se conservó petrificada tanto en los aparatos estatales y partidarios del «socialismo real» como en los sindicatos y en la socialdemocracia occidentales. Si el «eje racional» de este desarrollo consiste naturalmente en impulsar el trabajo abstracto todavía insuficientemente desarrollado y en imponer la sociedad burguesa «pura», en el Este asumió los rasgos de una «modernización tardía» y de formas particularmente paradójicas de antinomia social. Lo que queda de esta construcción son las industrias de base y los fundamentos de una infraestructura moderna. Pero el horizonte temporal de este «núcleo racional» ya hace mucho que fue superado. Las masas del Este, con todo derecho, reivindicaban la transición hacia una sociedad burguesa «normal», que sostuviese sus ideales en el cielo de las ideas en vez de dejarlos caer a tierra, envueltos en trajes de los años cincuenta, dándose aires de importancia y regulándolo todo hasta bordear la imbecilidad; querían una sociedad que al fin enviase al museo la anticuada «lucha de clases» y que «liberase» los elementos de la individualidad y subjetividad burguesas abstractas penosamente formados –una sociedad que, en una palabra, volviese finalmente operativo el «intercambio», dando así libre curso a la perfección del trabajo abstracto en su «esfera de realización», en lugar de fundar este «intercambio» en la insensatez lógica y práctica de una «planificación» con consecuencias cada vez más absurdas.

La desgracia de las corrientes y partidos de oposición, de los movimientos de masas «progresistas» y «democráticos» en el Este y en el Sur reside en el hecho de que acceden al poder justamente en la época de la crisis global del trabajo abstracto. Lo que ellos desean y que para ellos constituiría efectivamente un «progreso» ya está obsoleto en las sociedades occidentales burguesas, cuyo avance es constante. De la crisis del trabajo abstracto por estancamiento en el Este, se lanzan a la dinámica occidental de esa misma crisis; el bagaje ideológico de la antevíspera sólo fue abandonado para cargar en las espaldas el de la víspera, o sea que la crisis de estancamiento del trabajo en el Este es tanto un indicio como un momento de la crisis del trabajo abstracto en general, esto es, de la crisis del sistema mundial de producción de mercancías, del que el «socialismo real» fue siempre, desde el principio, el elemento atrasado (a pesar de sus esfuerzos pasajeros de independencia).

En el orden del día no está el mero retorno desde el «intercambio planificado» al «intercambio» burgués operativizado y normalizado como esfera de realización del trabajo abstracto «liberada», sino la crisis del «intercambio» en general, como forma fenoménica del agotamiento del trabajo abstracto en los centros del mercado mundial. En el marco de la sociedad mundial, los reformistas de los países del Este se asemejan a aquellos campesinos insurrectos que aún no se habían enterado de que el anhelado cambio de poder ya había ocurrido un siglo antes en la capital y que sus líderes y héroes del momento hacía mucho que estaban sepultados y momificados. Ellos quieren empezar a nadar como sujetos burgueses exactamente en el momento en que el sujeto burgués está condenado a ahogarse.

Sin duda, los criterios de lo que vendrá «después» no pueden ser tomados del pasado de una «lucha de clases» cubierta de pátina o de una época heroica ya superada de la sociedad burguesa. Un socialismo posburgués (posmoderno, posfordista, postindustrial, posmarxista, etc.) ya no puede basarse en el «trabajo» ni mucho menos en el «intercambio». Para el sujeto posburgués que ya no puede concebirse como «individuo que intercambia», los criterios para «pensar lo impensable» sólo pueden ser derivados de la existencia de las fuerzas productivas y de los potenciales de automatización más modernos, tal como éstos se formaron «a espaldas» de los obstinados sujetos del «intercambio» y del «trabajo», en la forma de una nueva potencialidad social que hasta ahora sólo existe en el plano material. Estas nuevas fuerzas productivas hacen cada vez más imposible que el individuo conciba la propia «fuerza de trabajo» como su potencial individual de «gasto» o que considere su «trabajo» como la prestación individual correspondiente de tal «gasto», que, una vez «objetivado», aparece de cierta manera como fruto de sus intercambios con los otros productores o con «la sociedad». Este individuo está cada vez menos «detrás» y cada vez más «al frente» o hasta «por encima» del proceso productivo real, que ya está «ligado en red» y socializado, incluso antes de que él mueva un solo dedo.

Cada vez más este proceso productivo representa no el puro «gasto de fuerza de trabajo», sino el empleo racional de «medios», en el sentido del proceso de metabolismo con la naturaleza. Y cada vez más este proceso productivo no exige en primer plano la producción y el desarrollo de las fuerzas productivas como tales y por sí mismas, sino un cálculo racional de las consecuencias materiales y de los nexos funcionales. El individuo no representa ya una cantidad social de «trabajo abstracto», cuya sociabilidad «se realiza» como tal sólo a posteriori; más bien, él ya se encuentra a priori en una correlación social de reproducción material que también ex ante tiene que ser «planeada» como correlación material, esto es, como proceso racional de medios y de consecuencias.

Lo importante ya no es el gasto individual de trabajo y su volumen total, sino el planeamiento y la dirección del nexo funcional material de reproducción, ahora inmediatamente social. No tiene relevancia alguna si el individuo «trabaja» dos o cinco o seis horas; lo importante sólo es que los elementos puestos en movimiento tengan un «sentido» en relación con el contenido y las consecuencias materiales. Nadie es ya portador de «fuerza de trabajo», la cual, o cuya «prestación» (objetivada de manera de ser medida individualmente), pueda entrar en un «intercambio», sino que todos son parte de un conglomerado de reproducción en el plano de la totalidad social, cuyo movimiento material tiene que ser dirigido y controlado colectivamente. Sobre esta base, «planeamiento» significa algo completamente diferente del «intercambio planificado» del «trabajo honesto», que sólo en este nivel de desarrollo de las fuerzas productivas puede ser reconocido como un absurdo lógico.



NOTAS

 9. Tal hecho indica simplemente el doble carácter de la teoría de Marx en su conjunto: el de ser por un lado crítica de la economía política y, por otro, teoría legitimadora del «movimiento obrero». Este «doble Marx» puede y debe ser reducido hoy a su núcleo válido, punto de partida para nuevos desarrollos. De hecho, la tarea del «movimiento obrero» está agotada y perdió su objeto como exigencia de «llevar a cabo» la sociedad burguesa hasta los confines del trabajo abstracto. La crítica de la economía política, por el contrario, debe ser aún realizada como tarea trascendente al «movimiento obrero», y esta trascendencia sólo se puede reconocer a partir del nivel actual del proceso de socialización.

10. Aquí no existe todavía ningún trabajo abstracto: el proceso total de reproducción, incluso los momentos culturales, es aún en su conjunto un proceso de trabajo y, consecuentemente, concreto como totalidad. En el intercambio, en la medida en que ocurre en los «márgenes» de esta reproducción concreta, la abstracción del «trabajo» tiene que ser operada por decirlo así a posteriori, lo que se expresa en la existencia del dinero (empezando por su función sagrada, es decir, aún como «abstracción real» vinculada al proceso total de la vida). El propio trabajo todavía no puede ser abstracto, y por tanto el «intercambio» no es necesario, sino ocasional, marginal y literalmente a posteriori. El productor no produce «en vista del intercambio» como realización del trabajo abstracto. Esta circunstancia empírica, histórica y prehistórica, podría inducirnos a considerar el «intercambio», ya que es empíricamente primario, como categoría esencial de la forma de la mercancía. Pero se trata aquí meramente del estadio embrionario no desarrollado, a partir del cual la determinación esencial aún no puede ser consumada. Con base en el propio concepto, el «intercambio» es la forma fenoménica ulterior del trabajo abstracto, lo que sólo puede ser reconocido en determinado nivel de madurez de tal relación. El hecho de que en un estadio casi prenatal de esta relación ello pueda parecer, en el plano empírico, lo contrario, en nada afecta a esta lógica.

11. Este hecho configuró hasta hoy una forma particularmente reaccionaria de crítica de la sociedad y del capitalismo, que fija sus criterios positivos en la «concretez» –pasada o en vías de superación– de la vida en oposición a la abstracción social del trabajo, esto es, del «valor» y de sus diferentes emanaciones. Tal crítica reaccionaria no se limita en modo alguno a corrientes de «derecha», conservadoras e impregnadas por el pesimismo de la cultura; por el contrario, es constitutiva de la conciencia del movimiento obrero y de sus ideologías, incluidos el marxismo en sus muchas variantes y la Teoría Crítica. «Progreso» y «crisis» son de hecho idénticos en tanto la forma del progreso no sea plenamente descifrada y reconocida como transitoria.

12. No sé con qué se puede comparar metafóricamente este absurdo: quizá con la situación de unas personas que vivieran en la misma casa, pero que se comunicaran entre sí únicamente por satélite. Sin embargo, incluso esta comparación falla, ya que toma como parámetro un absurdo en el plano concreto y material. La forma de la mercancía, en las condiciones de la socialización «postindustrial», es en verdad todavía más absurda.

13. Es lógico que en este estadio del «intercambio de trabajo honesto», esencialmente impregnado todavía por la división de trabajo artesanal, sólo el obrero «cualificado» que procede al intercambio, el jefe de familia de sexo masculino, aparezca como sujeto e individuo, mientras que sus familiares, su clientela, etc., inclusive su mujer, siguen siendo un «instrumento», un no-individuo y un no-sujeto.

Fuente: http://grupokrisis2003.blogspot.com.es/2009/06/el-honor-perdido-del-trabajo-segunda_24.html



La era del capitalismo pasó: la izquierda y la dialéctica sujeto-objeto del fetichismo moderno. Entrevista
Robert Kurz · · · · · 

05/08/12

Robert Kurz (1942-2012)

“En tanto no consiga cuestionar los fundamentos del sistema, la izquierda seguirá desorientada, y si se aprovecha del ‘carro de la administración estatista de la crisis’ para proponer sus reformas sociales, descarrilará con él”

El filósofo alemán Robert Kurz (Nuremberg, 1943) falleció el pasado 18 de julio en la ciudad que le vio nacer. Kurz ha sido probablemente el último representante serio de la variante teórica del marxismo filosófico que la gran Rosa Luxemburgo, va ya para un siglo, y la señora Joan Robinson, va ya para medio siglo, calificaron con certera malignidad de “rococó hegeliano”. Pero no es necesario coincidir siquiera genéricamente con los planteamientos de Kurz para reconocer la originalidad de los mismos. O el interés crítico-cultural de su obra. O la rara solidez intelectual en el desarrollo metafísico hylemorfista de sus esquemas conceptuales. O la insobornable consistencia política de su trayectoria vital, tan sobria como admirablemente divorciada de la superficialidad oportunista del prêt-à-penser, de la pseudoerudición mendigada y de la vulgaridad narcisista de la época. Para recordarle y honrar su memoria, publicamos a continuación la traducción castellana de una entrevista concedida hace tres años (30 de marzo de 2009) a la revista socialista brasileña IHU-On-Line. SP.

Robert Kurz no hace concesiones al comparar el pensamiento posmoderno con la ideología neoliberal.  Ahora, dice él, “la izquierda posmoderna se encuentra con los destrozos de sus ilusiones y es confrontada con la dura realidad de una crisis monumental, la que desde el comienzo no quiso admitir y para la que ella, por eso mismo, no está preparada”. Incapaz de captar la “dialéctica sujeto-objeto del fetichismo moderno”, la izquierda cayó en un “objetivismo tosco con un subjetivismo igualmente tosco”.  Estas ideas fueron desarrolladas en una entrevista realizada por Patricia Fachin y Márcia Junges para IHU-On-Line. 

IHU- On-Line - ¿Las actuales crisis financiera y ecológica están relacionadas con el "colapso de modernización"?

Robert Kurz -  El término colapso es un cliché provocativo, generalmente usado en un sentido peyorativo, con el fin de descalificar como "apocalíptico"  aquello que no debe ser tomado en serio por los representantes de una teoría radical de la crisis. No sólo las élites capitalistas, sino también los representantes de la izquierda, prefieren creer que el capitalismo puede renovarse eternamente. Está claro que un sistema social global no se desmorona de una hora para otra como un individuo infartado. Pero la era del capitalismo pasó. Después de todo, la modernización no fue otra cosa que la implementación y el desarrollo de ese sistema, no viniendo al caso si los mecanismos eran del capitalismo privado o del capitalismo de Estado. 

A pesar de todas las diferencias exteriores, el fundamento común consiste en la "valorización del valor", es decir, en la transformación de "trabajo abstracto” en "valor agregado".  Sin embargo, esto no es una finalidad subjetiva, sino un fin en sí mismo que terminó quedando independiente. Tanto los capitalistas como los asalariados, así como los agentes estatales, son funcionarios de ese fin en sí mismo que se soltó y es incontrolable, lo que Marx llamó el "sujeto automático". En este caso, la concurrencia  universal obliga a una dinámica ciega de desarrollo de la capacidad productiva, la cual  genera constantemente nuevas condiciones de valorización para finalmente encontrar una barrera histórica absoluta. 

La barrera económica interior consiste en el hecho de llevar el desarrollo de las fuerzas productivas a un punto en que “trabajo abstracto” en tanto “sustancia” del “valor agregado” es tan reducido, mediante la racionalización del proceso productivo, que resulta imposible aumentar la valorización real (reale Verwertung). Esa “desustancialización del capital” o “devaluación del valor” significa que los propios productos en sí dejan de ser mercancías, pudiendo ser representados en forma monetaria como forma genérica de valor, limitándose a ser meros bienes de consumo. La finalidad de la producción capitalista, sin embargo, no es la fabricación de bienes de consumo para satisfacer las necesidades y sí el fin en sí mismo que es la valorización. Por lo tanto, según criterios capitalistas, para alcanzar la barrera económica interna es preciso cerrar la producción y, por lo tanto, el proceso vital de la sociedad, hasta que todos los medios estén disponibles.

Capitalismo virtual 

En términos reales, esta situación ya había surgido a mediados de los años ´80, con la tercera revolución industrial.  El capitalismo prolongó su vida en forma “virtual”, por un lado mediante al endeudamiento históricamente  sin precedentes (anticipación de valor agregado futuro, que en la realidad nunca puede ser rescatado); por otro lado, por la hinchazón, también nunca vista, de las llamadas burbujas financieras (acciones y bienes raíces). Esta pseudo acumulación de capital monetario “desprovisto de sustancia” fue utilizada para alimentar también la producción real de mercancías. 

Resultó de ahí una coyuntura deficitaria global con flujos unidireccionales de exportación principalmente a los Estados Unidos.  Las zonas de procesamiento de exportaciones de China y de la India, sin embargo, no representan una expansión real del “trabajo abstracto”, porque su punto de partida no fue poder adquisitivo real, y sí capital monetario “desprovisto de sustancia” representado en el endeudamiento y en las burbujas financieras. Durante más de dos décadas se alimentó la ilusión de que el “crecimiento empujado exclusivamente por las finanzas” sería factible. De cualquier forma, el fin de esa ilusión consiste únicamente en una crisis financiera. La célebre “economía real”, en realidad, hace mucho que no es más real, y sí fue alimentada artificialmente con burbujas financieras “desprovistas de sustancia”. Ahora el capitalismo se ha reducido a sus reales fundamentos de valorización. El resultado es una nueva crisis de la economía mundial, sin que se vislumbren nuevos potenciales reales de valorización. 

Al mismo tiempo, el capitalismo topa con su limitación externa natural. En la misma medida que quedó superfluo el “trabajo abstracto” en cuanto transformación de la energía humana en “valor agregado”, se aceleró la expansión de la aplicación tecnológica de los combustibles fósiles (petróleo, gas). La dinámica ciega del desarrollo de la capacidad productiva no controlada  socialmente llevó,  por un lado, al previsible agotamiento de los recursos energéticos fósiles y, por otro, a la destrucción del clima global y del medio ambiente natural, en grado igualmente previsible.

La barrera natural exterior y la barrera económica interior presentan un horizonte temporal diverso. Mientras que el final de la real “valorización del valor” ya se encuentra  en el pasado y la economía capitalista atraviesa su crisis histórica ahora, en el espacio de pocos años (a grosso modo a lo largo de la próxima década), la barrera natural absoluta todavía se encontrará en el futuro (en un período máximo de dos a tres décadas). La crisis económica y el cierre concomitante de la capacidad de producción frenan el agotamiento de los recursos energéticos – a expensas de la creciente miseria social global en forma capitalista. Simultáneamente, sin embargo, los procesos  de destrucción de las bases naturales y del clima muestran tal avance que no puede ser detenido, por lo que la barrera natural exterior será alcanzada a pesar de todo.

Destrucción capitalista de la naturaleza

El fin de la modernización significa, pues, que, además de tener que superar la forma capitalista de reproducción, durante mucho tiempo una sociedad poscapitalista tendrá que lidiar con las consecuencias de la destrucción capitalista de la naturaleza. Para el análisis y crítica teórica de la crisis, es importante entrever la interconexión interna de las dos barreras históricas del capitalismo. Existe, sin embargo, el peligro de jugar uno contra el otro, estos dos aspectos de la crisis histórica; esto vale para ambos lados: para las elites capitalistas tanto como para los representantes de un “reduccionismo ecológico”, que sólo admiten la barrera natural exterior. La gestión capitalista de la crisis y el reduccionismo ecológico podrían entrar en una  alianza perversa, que conduciría a negar la barrera económica y, en nombre de la crisis ecológica,  predicar a las masas empobrecidas y en la miseria una ideología de “renuncia social”. Contra esto, debemos sostener que la crisis, la crítica y la superación de la estructura capitalista tienen prioridad, porque la destrucción de la naturaleza es una consecuencia, no la causa de la barrera interior de ese sistema.

¿Por qué dice Usted que la vergüenza de la crisis es también la vergüenza de la izquierda postmoderna?

RK- La crisis no es ninguna vergüenza, sino un proceso objetivo resultante de la dinámica ciega de la competencia y del desarrollo incontrolado de la capacidad de producción. Con respecto a la izquierda postmoderna, se puede hablar de vergüenza  en la medida en que descartó, en su mayor parte, la crítica de la economía política. El “economismo” de los tradicionales marxistas de partido solamente fue criticado para eliminar terminantemente la objetividad negativa de las categorías capitalistas de “trabajo abstracto” y “valorización del valor”. La dinámica de la crisis inherente al capitalismo pasó totalmente desapercibida, habiendo sido traducida a “posibilidades ilimitadas”.  Tal como las élites neoliberales, izquierda postmoderna creyó en el “crecimiento empujado las finanzas” y se convirtió en la expresión ideológica del capital ficticio. El virtualismo económico fue complementado con el virtualismo tecnológico de la  Internet. La Segunda Vida del espacio virtual  sufrió la mutación de tornarse en la forma de vida “propiamente dicha”, el supuesto “trabajo inmaterial” de Antonio Negri terminó siendo la continuación de la ontología capitalista del trabajo. El verdadero problema de sustancia del “trabajo abstracto” fue negado; un “antisubstancialismo” ideológico" (o antiesencialismo) en contraste con Marx denunció ese problema de sustancia como simple metafísica de un pensamiento ultrapasado , en lugar de reconocer en él una “metafísica real” del capitalismo, la que no deja de ser bastante material. Al mismo tiempo, hubo una orientación por la esfera de la circulación. La ilusión financiera capitalista  de que actos de compra-venta también podrían generar crecimiento, como la producción real de mercancías, constituye también la premisa implícita del pensamiento posmoderno. El endeudado sujeto de mercado y consumo aparecía como portador de la reproducción y  de una posible emancipación, cuando nadie podía decir en lo que ésta consistiría. 

El falso virtualismo económico y tecnológico tuvo su correlato filosófico en una epistemología que ya no quería criticar y superar la fetichista “apariencia real” del  capital, pero seducía a las personas en la creencia de poder “realizase así mismos”  en esas condiciones. Siguiendo las ilusiones virtualistas, la “jaula de hierro” (Max Weber) del sistema productor de mercancías fue redefinida como “ambivalencia” y “contingencia”, abiertas para todo y a cualquier hora.  En realidad, incluso la verdad  negativa de la crítica, no tendría más base objetiva en las condiciones reinantes, pero podría ser “producida” y “negociada”. Para la izquierda posmoderna la naturaleza negativa del capital se disolvía en una indefinible “pluralidad” (Vielfalt, diversidad) de los fenómenos, a la cual se presentaría como desconectada “pluralidad” de movimientos sociales, sin focalizar el meollo concreto del capital.

El pensamiento postmoderno y el neoliberalismo

En términos sociales, la izquierda postmoderna fue un marcador de la moda (trendsetter) de la individualización y  la flexibilidad capitalista. El flexi-individuo abstracto no fue reconocido como forma del sujeto burgués en crisis, pero recibió el nimbo de anticipación de la libertad individual ya en el seno del capitalismo. En lugar de aparecer como forma última de existencia del mercado totalitario y como la amenazante “guerra de todos contra todos” en la competencia universal de la crisis, la individualización aparecía como forma atomizada de la “autorrealización” y del “ser humano flexible” (Richard Sennet), se presentaba no como objeto indefenso al gusto de las imposiciones capitalistas, sino como su propio “soberano”, que podría conquistar nuevos espacios y transformarse a sí mismo en lo que quisiese. La proximidad del pensamiento posmoderno a la ideología neoliberal siempre ha sido incuestionable, a pesar de los contrastes exteriores. Ahora la izquierda posmoderna se topa con los restos de sus ilusiones y es confrontada con  la dura realidad de una crisis monumental, que desde el principio no quería admitir y para cual, por lo tanto, no está preparada. 

¿La izquierda de hoy vive una crisis existencial? ¿Antes de sugerir alternativas a la actual crisis mundial, la izquierda tendría que resolver sus propios problemas?  ¿Para  Usted, existe hoy un vacío teórico de la izquierdista o un “desajuste metodológico” en la búsqueda de una base común para una teoría?

RK - La crisis existencial de la izquierda consiste hoy, precisamente, en el hecho de que ella no ha podido transformar el marxismo y reformular la crítica de la economía política dentro de los estándares del siglo XXI. Pues naturalmente no hay vuelta a los paradigmas de una época pasada. La etiqueta de la “posmodernidad” era falsa, porque la real  transformación social del capitalismo no inauguró nuevos espacios sociales, sino porque justamente marcó la transición a su ruina histórica. Ni el fin del antiguo movimiento de los trabajadores  ni el naufragio del “socialismo real” fueron digeridos críticamente. La transición posmoderna no superó el marxismo tradicional, apenas le dio continuidad a una forma vacía.  Mientras desaparecía totalmente de la vista el objetivo socialista y se disolvía aquella falsa “pluralidad” de aspiraciones meramente particulares, el paradigma de la “clase obrera” se transformó en una  insostenible multitud de sujetos sociales postizos; en el caso de Negri, desembocó en el concepto totalmente vacío de “multitud”, que significa todo y nada. El vaciamiento del sujeto tiene su correlato en una virtualización de las luchas sociales, que en gran medida todavía sólo tienen carácter simbólico, siendo cada vez menos capaces de intervención real.

Caracterizar esta situación con el “impase” de la izquierda es un eufemismo. Tanto la vieja izquierda como la posmoderna terminaron.  No existe más el sujeto ontológico del “trabajo”, porque el “trabajo” terminó revelando ser sustancia histórica del capital y quedó obsoleto. Con esto, también el paradójico concepto marxista de “sujeto objetivo” en sí, que solamente necesitaría llegar al “para sí”, está liquidado en términos históricos y no puede continuarse con sucedáneos. En este sentido, el “vacío teórico" de la izquierda es idéntico al “desencuentro metodológico”.  La izquierda nunca consiguió captar la dialéctica sujeto-objeto del fetichismo moderno. El resultado fue caer en un objetivismo tosco o en un subjetivismo igualmente tosco.  La oscilación entre esos dos polos del fetichismo remata buena parte de las discusiones de la izquierda que no pudo dejar atrás esa polaridad.

Sujetos paradójicos

Para un nuevo movimiento social emancipatorio lo que importa ya no es más despertar por el beso de un “sujeto objetivo”,  sino hacer una crítica de la forma sujeto, sin salvaguarda ontológica,  e interpretarla como una forma de existencia capitalista. La forma “sujeto” sólo puede ser siempre un agente del “sujeto automático” de la valorización del capital y no puede ser confundida con la voluntad para la acción emancipatoria, la cual necesita constituirse a sí misma y no puede tener fundamento ontológico. Esto es algo difícil de ser pensado, porque justamente la izquierda postmoderna desistió  de la crítica del sujeto (el Foucault tardío volvió a apelar al sujeto particularizado). Esa crítica fracasó principalmente por no estar conectada con la crítica de la economía política.

Este problema también está ligado a la crítica de la moderna relación entre los géneros. Es cierto que la izquierda tradicional  y también la izquierda posmoderna hicieron sus mesuras obligatorias ante el feminismo, pero nunca llevaron realmente en serio su temática. También el propio feminismo, a pesar de meritorios análisis, en gran parte se limitó a definir a las mujeres como “sujeto objetivo” tan paradojal como la “clase obrera”. El postulado de una “formación de sujeto” femenina, por lo tanto, lleva al mismo callejón sin salida. También el feminismo fue victimizado por la transición postmoderna  y disolvió la forma de existencia femenina “divergente” (abgespalten) en el capitalismo en una “diversidad” de aspiraciones emancipadoras particulares que no comprenden el problema central.

También ahí sería importante mediar la crítica del patriarcado moderno con la crítica de la economía política y no tratarla como una cuestión “derivada” (abgeleitet), secundaria. En este caso, es fundamental la noción de que las categorías aparentemente neutras del capital y la respectiva  forma “sujeto”  en sí ya son “masculinas”, y que la “razón” capitalista es androcéntrica  en su origen. La disolución de la familia tradicional y de los respectivos papeles de género nada altera el caso, porque el carácter androcéntrico del capitalismo continúa de otra forma.  La crítica de esas formas sociales y la crítica de la relación capitalista de los géneros se condicionan mutuamente y requieren ser pensadas en conjunto.

La crítica del “sujeto objetivo” del “trabajo”  y de la existencia femenina “divergente” no es un juego de palabras, pero tienen enormes consecuencias prácticas para la superación del capitalismo. Resulta que de este modo también quedó liquidada la noción del marxismo antiguo de emancipación social y de socialismo “dentro” de las categorías capitalistas, que solamente tendrían que ser reguladas y moderadas de otra forma. En el límite histórico del capitalismo, se eleva el desafío de la “crítica categorial” de la conexión entre “trabajo abstracto”,  forma de mercancía y “valorización del valor”, así como la relación entre los sexos en este contexto. Esto también es difícil de ser pensado, porque estas condiciones existenciales están interiorizadas, habiendo sido incluso firmado además por el pensamiento posmoderno. Sólo la formulación del nuevo objetivo socialista sobre la base de una “crítica categorial” puede conducir al desarrollo de las exigencias inmanentes  de la transición que también sean las adecuadas al proceso de la crisis histórica, consiguiendo así poder real para imponerse. Sin el enfoque unificador sobre el núcleo del capitalismo, los movimientos sociales permanecen indefensos y particularizados. Es de temer, sin embargo, que la izquierda tomada de sorpresa por la crisis, termine confiando en concepciones demasiado tacañas de supuesta “salvación”, ratificando así su impotencia histórica.

¿En qué sentido la actual situación ha contribuido para que la política se convierta en un modelo en extinción? ¿Podemos decir que la economía “colonizó” política? ¿Esta repensando la política a partir de lo que está sucediendo?

RK - La política centrada en el Estado como instancia sintetizadora está saliendo de línea no por haber sido colonizada por la economía, sino por haber fracasado hace mucho tiempo en función de sus propias premisas. El problema no tiene que ver sólo con la condición exterior de la mundialización del capital, que rompió los espacios de la economía nacional.  La fuerza reguladora del Estado se extingue  principalmente por el hecho de que no hay nada más sustancialmente para ser regulado. La valorización capitalista en las formas de “trabajo abstracto” de dinero siempre han constituido la premisa del Estado, que él no puede esquivar. Cuando el capital se desvaloriza  por el propio desarrollo de la capacidad productiva, el Estado solamente logra reaccionar mediante la inflacionaria emisión de dinero por su banco central.  Esto no supera la falta de sustancia del capital virtualizado, pero exacerba como devaluación al medio – fin en si mismo - llamado dinero. Ocurre que la competencia del banco central es puramente formal; su generación de dinero sólo puede dar expresión a la producción sustancial de valor agregado mediante “trabajo abstracto”, pero no consigue sustituirlo.

Los límites del crédito estatal ya habían sido alcanzados a finales de los años 1970. En aquella época, la expansión del crédito estatal, desprovisto de sustancia, fue castigada por la ola inflacionaria. La ilusión del neoliberalismo consistió en el hecho de atribuir la inflación exclusivamente a la actividad del Estado. La desregulación neoliberal solamente transfirió el problema del crédito estatal a los mercados financieros.  Aunque el castigo de la inflación fue transferido por causa del carácter transnacional de la economía a las burbujas financieras, el potencial inflacionario comenzó a manifestarse en la coyuntura deficitaria global hasta el año 2008. Este proceso, en un  primer momento, fue interrumpido porque desde entonces el capital virtual y con él la coyuntura mundial están dando su último suspiro. Pero si ahora el Estado  es nuevamente invocado como “última instancia” y  deus ex machina, sus medidas coyunturales y de salvación nuevamente provocarán la desvalorización del propio dinero; sólo que ello ocurrirá en una fase de desarrollo más elevada y en proporción mucho mayor que treinta años atrás. 

Renacimiento de la política

En este escenario, la esperanza por el “renacimiento de la política” es la más grande de todas las burbujas. Los daños causados por la limitación política de los perjuicios serán incluso mayores que la crisis actual. El Estado todavía sólo consigue reglamentar la muerte definitiva del capitalismo. En este aspecto, la izquierda también está desorientada mientras no logra cuestionar los propios fundamentos del sistema. En la misma medida en que la supuesta “autonomía” de los movimientos sociales particulares y simbólicos desaparecen por la barrera interior de la valorización, es de temer que la izquierda sufra una regresión hacia su tradicional estatismo, porque nada más le ocurre. Ya ahora la mayor parte de aquello que pretende ser crítica social de izquierda prácticamente no pasa de un  poquito nostalgia keynesiana. Si es que la izquierda espera lanzar sus “reformas sociales” aprovechando  el tranvía de la administración estatista, ella terminará descarrilando junto con él y, una vez pasado el carnaval del virtualismo, ella se convertirá en un trendsetter  de la política inflacionaria. Bien que merece este destino.

¿Qué otras fuerzas de izquierda pueden surgir en este momento? 

RK – De fracasar la izquierda global prisionera de las categorías capitalistas, la gente naturalmente preguntará dónde es que hay otras fuerzas de emancipación social.  Seguramente habrá rebeliones y conflictos sociales cuando las personas queden privadas de sus condiciones de vida básicas, por más precarias que sean. Estas erupciones también pueden tomar el rumbo de la derecha, manifestándose como sexismo, racismo, antisemitismo y nacionalismo, aunque eso no tenga la más mínima posibilidad de superación reaccionaria de la crisis. También ocurren levantamientos sociales espontáneos que se entienden vagamente como izquierdistas, como puede verse en Grecia hace unos meses. Esos jóvenes marginales  que reaccionan visceralmente contra la opresión de las necesidades vitales ya están siendo mitificados por algunos izquierdistas, que los usan contra la necesaria trasformación teórica.

Pero el culto a la espontaneidad siempre pasó vergüenza. Las revueltas espontáneas de la juventud, por más organizadas que sean, quedarán en la nada, si no pueden adquirir una noción crítica de la situación de conformidad con la época. Por ello, no existe alternativa, sin desarrollar una nueva meta socialista por medio de una crítica categorial que no puede ser vinculada al “falso carácter inmediato” de la praxis espontánea. Es necesario aguantar esa tensión para que la resistencia social emergente no muera sofocada en su propio palabrerío para  campear “filosofía de vida”. 

Usted dice que la sociedad mundial necesita liberarse del juego del economicismo real y organizar sus recursos de una nueva forma, además del Estado y el mercado. En este sentido, ¿cómo la izquierda puede desarrollar un trabajo revolucionario y cambiar la situación actual? ¿Cuál sería, en este caso, las propuestas de la izquierda antes de la crisis financiera internacional?

RK – Es preciso destacar que es justamente la sociedad la que necesita ser liberada globalmente del economicismo real del capital. Es cierto que una nueva forma de reproducción sólo puede tener éxito más allá del mercado y el Estado. En los últimos años, esta fórmula ha sido cada vez más utilizada en el sentido de ser sólo una economía alternativa cooperativista, por así decirlo “al lado”  de la síntesis social por el capital, y la que de alguna manera habría que ampliar gradualmente. Esto solo da continuidad al particularismo “colorido” posmoderno.  Sin embargo, la formación de una sociedad negativa (negative Vergesellschaftung) del capitalismo solo puede ser superada por entero, o no será superada. La economía alternativa cooperativa ya tiene una larga historia y siempre ha fallado, la última vez en los años 1980.

Esta crisis de proporciones históricas no mejora las condiciones para semejantes ideas, al contrario. Esto es porque una reproducción “alternativa” restringida a un pequeño espacio no sólo está vinculada a las cargas sociales ocultas, sino también por quedar sujeta a las funciones del mercado y del Estado, en tanto que por cuenta propia sólo puede sólo satisfacer algunas necesidades vitales. Y la reproducción real de los individuos queda inserta en un encadenamiento que Marx,  bajo condiciones capitalistas, llamó “trabajo social”. Esta estructura sólo puede ser transformada por entero; no se puede comenzar con patatas o software y encontrar que se ha creado un “modelo” en escala reducida, que sólo necesitaría aplicarse a la sociedad como un todo.  El “platonismo del modelo” es el producto de la teoría económica burguesa, no de la crítica radical.

Cuando en plena crisis, por falta de “financiación”,  cortan el agua y la luz, cuando entran en colapso la asistencia médica y la distribución capitalista de los productos alimenticios, entonces lo que está en la agenda no es lo gradual  “entrar en red” de  comunas que pretenden reformar la vida, o la “formación de redes” de permuta virtual,  sino la transformación del modo capitalista de “formación de red” de la sociedad en su conjunto. Para ello, es necesaria una resistencia organizada de toda la sociedad contra la administración de la crisis que establece metas propias en nivel de síntesis social.

Economía solidaria como placebo

Por lo tanto sólo desvían la atención los placebos particularistas tipo “economía solidaria”, que generalmente consisten en un revoltijo de economía de subsistencia, “reformas monetarias” ilusorias y abstracta ideología comunitaria. Queremos hacer de la mala suerte  una bendición. Es muy coherente que estas propuestas se enamoren con “soluciones para la crisis financiera” aliadas de la nostalgia keynesiana. No existe ninguna solución para la crisis financiera; se debe atacar el propio criterio de la “financiación”, si es que se pretende proponer en serio un nuevo modo de reproducción que vaya más allá del mercado y del Estado. 

Considerando que estamos en la era de la información y viviendo la crisis del capital ¿qué nuevos rumbos componen el mundo del trabajo en lo que se refiere a la relación capital-trabajo? Considerando la inserción de nuevas tecnologías en la sociedad actual, pero también en la crisis, ¿es posible la desglobalización en la era de la informatización? ¿Podemos pensar en una nueva economía global? 

RK – La informática como base de la tercera revolución industrial precisamente generó  el desarrollo de la capacidad productiva que necesariamente tenía que llevar la barrera interior del capitalismo. Bajo condiciones capitalistas, se trata de pura “tecnología de la crisis”, que solamente más allá de la  valorización podría desenvolver potenciales positivos. La ilusión posmoderna y del capitalismo financiero consistía en que la informática implicaría nuevas formas del “trabajo inmaterial”, en una así llamada sociedad de la información, bien como nuevas relaciones entre el capital y el trabajo, con mayor “autodeterminación” de los trabajadores.  En realidad, la “era de la información” ya en el pasado llevó al desempleo en masa, al subempleo y a la precariedad de las relaciones laborales. Ya la supuesta autodeterminación llevó a una compulsiva “autorresponsabilización” de los individuos por el proceso de valorización.  Antonio Negri pretendía estilizar esa evolución negativa como una opción para una “autovalorización autónoma” (autovalorisazzione). Esta terminó virando en un término de moda para la administración represiva del trabajo, que se transformó en la propuesta de definir a los individuos como “empresarios autónomos de su fuerza de trabajo” y como “gestores de su propio capital humano”, con el fin de dejarlos completamente a merced de las condiciones del capitalismo en crisis. La nueva crisis exacerbaría dramáticamente estas tendencias y desmentiría de una vez por todas  las tentativas de procurar percibir en la forma capitalista de la sociedad de la información una  “ambivalencia” con potencial emancipatorio.  La metafísica posmoderna de la ambivalencia está agotada.

La globalización no puede reducirse a la tecnología de la información. Bajo condiciones capitalistas ella sólo  podría ser una globalización del capital, bajo cuyo mando también se encuentra la información. Es de esperar que, con la política inflacionaria del Estado, el procesamiento de la crisis lleve a una “desglobalización” en la medida en que se ensaye la retirada hacia el egoísmo proteccionista de las economías nacionales, que son todavía solamente formales; todo eso acompañado por ideologías neonacionalistas. Sólo que esto no puede superar la crisis, incluso la agrava. También se puede preguntar si la Internet es sustentable – no por causa de un posible colapso tecnológico (aunque aquí también hay signos de agotamiento de la capacidad), sino porque ella depende de una formidable infraestructura, cuya “financiación” está tan en duda como el resto. Una globalización meramente virtual no es sustentable si no está ligada a la reproducción de material transnacional más allá del capitalismo. Las cotorras de la blogosfera y los intolerantes freaks de Internet todavía pueden llevarse  un increíble susto.

¿Cómo se puede hablar de ética en los moldes actuales de la sociedad capitalista?

RK - En todas las formaciones históricas fetichistas, la ética no pasó de una tentativa de convivir socialmente con las condiciones de reproducción dadas, presupuestas a ciegas, sin superarlas. Incluso la ética burguesa moderna  pretende resolver contradicciones y crisis sin tocar las causas constitutivas. En ella, el lugar de la crítica radical debe ser asumido por un canon de normas de conducta moral para los individuos, a fin de que, dentro de las formas existentes, una persona pueda ser agradable para las otras. Lo que puede fallar no es el sistema, sino sólo la moral de los individuos. La crisis actual, por cierto, también ha sido atribuida a los déficits éticos de banqueros y ejecutivos. No es casualidad que el “paquete de rescate” de mayor volumen está en la ética, que, para variar,  va en aumento. Lamentablemente, ese paquete es totalmente hueco.  El “sujeto automático” no es accesible para cualquier imperativo ético; ética, por lo tanto,  es más o menos la última cosa de la que la teoría crítica debería ocuparse.  

Robert Kurz estudió filosofía, historia y pedagogía.  Cofundador y redactor de la revista teórica EXIT – Kritik und Krise der Warengesellschaft. 

Traducción para www.sinpermiso.info: Carlos Abel Suárez




Michael Löwy:Las aventuras de Karl Marx contra el barón Münchhausen

Domingo 5 de agosto de 2012
Viento Sur


[Publicamos a continuación el prólogo y la introducción del libro “Les aventures de Karl Marx contre le baron de Münchhausen. Introduction à une sociologie critique de la connaissance”, editado por Syllepse, París. 2012.]

Este libro lo publicó por primera vez en Francia la editorial Anthropos, en 1985, con el título de “Paysages de la vérité. Introduction à une sociologie critique de la connaissance”. Al no haber suscitado mucho interés, ya no hubo ninguna reedición posterior. Después se publicó en Brasil en la década de 1990 con el título de “As aventuras de Karl Marx contra o Barão de Münchhausen. Introdução à uma sociología critica do conhecimento”, donde fue, en cambio, un gran éxito y ha sido objeto de una decena de reediciones. ¿A qué se debió la diferencia? ¿Al toque de humor del título brasileño? ¿O tal vez a la mayor vitalidad de la cultura marxista en Brasil? Sea como fuere, quiero dar las gracias a la editorial Syllepse por aceptar publicarlo de nuevo en francés.

Una breve explicación sobre el título, que hace referencia a una de las aventuras más famosas del barón Münchhausen. Después de caer con su caballo en un pantano peligroso, se hunde rápidamente y solo se salva de una muerte cierta gracias a una maniobra inaudita: tirando de sus propios cabellos, se saca, junto con su caballo, de las arenas movedizas… Como veremos más adelante, esta anécdota servirá de alegoría para caracterizar el enfoque positivista que consiste en extraerse del cenagal de los prejuicios, de las ideologías y de las nociones preconcebidas mediante un esfuerzo de “objetividad”.

Este libro se reedita ahora sin ninguna modificación, lo que no quiere decir que en los últimos 25 años no hayan aparecido elementos nuevos. Sin embargo, para dar cuenta de ellos haría falta tal vez escribir otro libro. Por ejemplo, los análisis de la corriente de estudios poscoloniales, inaugurada por los brillantes trabajos de Edward Saïd, Anibal Quijano, Enrique Dussel, Dipresh Chajarabaty (entre otros): se trata de una verdadera revolución epistemológica que pretende romper con cinco siglos de dominación del eurocentrismo en la cultura del conocimiento. Profundamente políticos, estos trabajos poscoloniales denuncian la colonialidad del poder y la manera en que determina en gran medida el proceso de conocimiento, no solo en las metrópolis imperialistas, sino también en las élites de los países colonizados o dependientes.

El libro pionero de Saïd, Orientalismo (1978), inspirado en Gramsci y Foucault, es un análisis crítico del discurso occidental, eurocéntrico, sobre “Oriente”, presentado como un mundo inferior, atrasado, irracional y salvaje, en contraste con el mundo civilizado (Occidente). El poder, la dominación colonial, los discursos literarios y los discursos cognitivos de las ciencias sociales se asocian para crear una imagen deformada de las sociedades orientales, presentadas como un conjunto homogéneo. Las intuiciones de Saïd fueron desarrolladas más tarde en contextos diferentes, para criticar los trabajos occidentales sobre la India, África o América Latina, o sobre la percepción de los “indígenas del interior”, tanto en los países ricos como en los países que habían sido colonizados, cuyas élites dominantes adoptan la visión colonial.

Una de las contribuciones más significativas es la del teólogo y filósofo de la liberación latinoamericano Enrique Dussel, que somete a una crítica radical la visión de la historia de la modernidad como proceso puramente interior de Europa y Occidente, una visión que va de Hegel –para quien Europa era “el fin y el centro de la historia universal”– a Jürgen Habermas, pasando por Max Weber y Norbert Elias. El punto de vista poscolonial permite “descubrir” el lado oculto de la modernidad: el mundo colonial periférico, los pueblos indígenas sacrificados, los negros esclavizados, las mujeres oprimidas, en suma, las víctimas de la violencia de la modernidad occidental.

Es evidente que el propio movimiento obrero, en particular en los países capitalistas avanzados, está contaminado de la actitud colonial; lo mismo ocurre en ciertos textos de Marx y Engels, sobre todo en la década de 1850, que aun criticando los métodos brutales del colonialismo inglés en la India, parecen justificarlo como vector del progreso económico. No obstante, también es cierto que ha habido marxistas capaces, en gran medida, de integrar el anticolonialismo en su teoría y en su práctica, y por consiguiente en su planteamiento cognitivo. Una figura como C.L.R. James, historiador marxista negro, autor del gran clásico sobre la revolución haitiana Los jacobinos negros, es un ejemplo importante de un pensamiento “proletario/anticolonial/ antirracista”. Mencionemos asimismo los trabajos pioneros del geógrafo marxista heterodoxo James Blaut, quien en la década de 1990 denunciaba el modelo colonial y eurocéntrico del mundo, basado en el mito de un “centro” occidental que difunde los conocimientos y la “civilización” hacia la periferia “bárbara”.

Otra cuestión no menos importante es el conflicto político en torno a la ecología. La distinción que intenta trazar mi libro entre las ciencias naturales devenidas “ideológicamente neutras” –a partir del declive del poder terrenal de la Iglesia– y las ciencias humanas inevitablemente inmersas en el conflicto de clases no explica lo que ocurre en el ámbito de la climatología: hemos podido ver a un Gobierno –el de George Bush– prohibir a sus científicos –en particular a James Hansen, el climatólogo de la Nasa– la publicación de los resultados de sus trabajos sobre el cambio climático… ¿Hemos vuelto a los tiempos de Galileo y Copérnico? Por otro lado, en la medida en que el calentamiento global es una amenaza que afecta al conjunto de la humanidad, ¿qué relación puede existir entre el punto de vista ecológico y el punto de vista del proletariado? ¿Es posible integrar el primero en el segundo o se trata de dos puntos de vista diferentes, que hallan una base común en la oposición al capitalismo? Confieso que no tengo las respuestas a todas estas preguntas, que requieren una reflexión sistemática que todavía está por elaborar.

Lo mismo cabe decir de la rica problemática suscitada por la feminist standpoint theory (teoría del punto de vista feminista), que tal vez sea la innovación más importante en el terreno de la epistemología y de la sociología del conocimiento del último cuarto del siglo xx. Tratemos de resumir brevemente este enfoque y de situarlo en relación con la temática de nuestro libro.

Dicha teoría se desarrolló sobre todo en Estados Unidos, pero la labor pionera en este terreno fue obra de una feminista francesa, Christine Delphy. En 1975, mucho antes de los primeros trabajos estadounidenses, Delphy publicó un libro titulado Por un feminismo materialista, que partía de la constatación marxista de que no hay conocimiento neutro: todo conocimiento es producto de una situación histórica y social. Esto se aplica también, desde luego, al conocimiento de la situación social de las mujeres: únicamente desde el punto de vista de las mujeres se puede percibir su condición como una opresión. El conocimiento de la opresión, su formulación conceptual, solo puede provenir de un único punto de vista, es decir, de un lugar social concreto: la del oprimido. Un conocimiento que tomara como punto de partida la opresión de las mujeres –inseparable de su lucha contra la misma– constituiría, por consiguiente, una verdadera revolución epistemológica; no introduciría un nuevo “objeto” de investigación, sino una nueva mirada sobre la realidad social. El planteamiento de Christine Delphy se ha mantenido cercano al marxismo como método materialista, al tiempo que ha rechazado los intentos de un Louis Althusser de convertirlo en una “ciencia” objetiva, una “verdad absoluta” y no la expresión de un punto de vista de clase.

En EE UU fue sobre todo a partir del ensayo de Nancy Hartsock The Feminist Standpoint: Developing the Ground for a Specifically Feminist Historial Materialism (El punto de vista feminista: sentar las bases de un materialismo histórico específicamente feminista, 1987) que se desarrollaría toda una corriente en la teoría feminista que abarcaría a sociólogas, filósofas e historiadoras de la ciencia como Patricia Hill Collins, Dorothy Smith, Donna Haraway, Sandra Harding y Kimberlé Crenshaw. El punto de partida de la feminist standpoint theory es el marxismo, en particular la obra de György Lukács, Historia y conciencia de clase (1923), que trata de fundamentar filosóficamente la superioridad epistemológica del punto de vista del proletariado. El planteamiento de Nancy Hartsock consistía en transferir este argumento al punto de vista de otra categoría oprimida, las mujeres. Su mirada, como grupo social oprimido y marginado, es más favorable al conocimiento de la realidad social que la del género dominante.

Es curioso que estas teóricas feministas estadounidenses no se hayan remitido a los trabajos de Karl Mannheim o a los de su discípula feminista Viola Klein (The Feminine Character, 1946), la primera que utilizó el término “punto de vista femenino”. La hipótesis de que todo conocimiento está situado socialmente tiene en la obra de Mannheim la formulación sociológica más contundente, y su “relativismo” no está tan alejado del de las feministas.

Otro punto de convergencia con el marxismo es la afirmación, por parte de la teoría del punto de vista feminista, que este último no se deriva automáticamente de la condición social de las mujeres y de su experiencia: se trata de una conciencia colectiva que requiere una acción política, una lucha colectiva; gracias a este compromiso sociopolítico, el punto de vista feminista puede convertirse en un vantage point, un lugar epistemológico aventajado, capaz de alcanzar un conocimiento más completo y objetivo –por ser crítico con los prejuicios patriarcales– de la realidad social.

Claro que las mujeres no constituyen un conjunto social homogéneo, sino que se encuentran divididas según criterios de raza, clase social, orientación sexual, etc. De ahí la aparición de movimientos como el Black Feminism –Patricia Collins, bell hooks–, que pone en duda el feminismo de las mujeres blancas de clase media y plantea su propia perspectiva: la teoría del punto de vista feminista negro. Esta diversidad no significa necesariamente el abandono de un punto de vista feminista común a todas las que sufren la opresión de género: para ello hacen falta, señala Collins, “estructuras de la multiplicidad”, que se refieren a las estructuras sociales y no a individuos aislados. Se trata de poner la imaginación sociológica de que hablaba C. Wright Mills al servicio del punto de vista feminista.

En este contexto aparece el concepto de interseccionalidad, elaborado a partir de 1989 por Kimberlé Crenshaw: en las sociedades actuales existen múltiples formas de dominación y opresión, que determinan simultáneamente, aunque no de forma idéntica, el destino de las mujeres. Collins, quien se inspira tanto en la teoría marxista de las clases sociales como en el concepto de “grupo de estatus” de Max Weber, propone un nuevo paradigma para explicar la interseccionalidad: la “matriz de dominación”, en la que se combinan diversas estructuras opresoras; clase, género y raza no se adicionan simplemente, sino que son sistemas de dominación interconectados (interlocking). Estos conceptos han servido sobre todo para analizar la situación de las mujeres, pero según Collins la experiencia específica de las mujeres negras con la intersección de los sistemas de opresión permite comprender otras situaciones sociales en que se cruzan sistemas de desigualdad y dominación. La cuestión está en superar tanto el positivismo de la ciencia “sin prejuicios” como el relativismo –que considera todas las perspectivas igualmente válidas– gracias a un diálogo entre los diversos puntos de vista condicionados de las clases y grupos oprimidos.

La problemática de la “interconexión” de las dominaciones ya la había planteado en Francia, en la década de 1970, Danièle Kergoat mediante conceptos como la consustancialidad o la coextensividad. En un reciente artículo que retoma aquellos debates, Kergoat critica el término “interseccionalidad”, que a su juicio corre el riesgo de fijar las relaciones sociales como “secciones” separadas. La consustancialidad como modo de lectura de la realidad social puede definirse como el entrecruzamiento dinámico complejo del conjunto de las relaciones sociales, de las que cada una deja su impronta en las demás, construyéndose de forma recíproca.

¿Cómo articular por medio de la interseccionalidad o la consustancialidad la teoría marxista del “punto de vista del proletariado” con la teoría del punto de vista feminista? Ambas comparten la convicción de la situatedness de todo conocimiento y de la superioridad epistemológica del punto de vista de las clases y categorías oprimidas o marginadas, pero cada una piensa que su perspectiva es la más universal, capaz de integrar y englobar a las demás. Por supuesto, aquí no vamos a zanjar este debate…

Mencionemos para terminar este breve prólogo la rica vía de reflexión que ha abierto Eleni Varikas. Desde la perspectiva superior del proletariado hasta las standpoint theories, la historia de la modernidad está atravesada por la búsqueda de un punto arquimédico desde el cual se pudiera conocer/levantar el mundo. Ahora bien, la experiencia de la opresión como tal no otorga un privilegio cognitivo. Únicamente gracias a un “universalismo estratégico” –opuesto a la proliferación de absolutismos identitarios– se puede transformar el sufrimiento y la amargura de los oprimidos y excluidos, de los subalternos y los parias, en búsqueda de una justicia generalizada reivindicada para el conjunto de la humanidad. Esto exige pensar conjuntamente, en su interdependencia, las subalternidades múltiples, las historias de dominación y las tradiciones de resistencia, a menudo discordantes.

París, junio de 2012

Introducción

¿Cuáles son las condiciones que permiten la objetividad en las ciencias sociales? ¿Sirve el modelo científico-natural de objetividad para las ciencias históricas? ¿Se puede concebir una ciencia de la sociedad libre de juicios de valor y presupuestos político-sociales? ¿Es posible eliminar las ideologías del proceso de conocimiento científico-social? ¿Acaso no está la ciencia social necesariamente “comprometida”, es decir, vinculada a un punto de vista de clase o de grupo social? Y en este caso, ¿se puede conciliar este carácter partidista con el conocimiento objetivo de la verdad?

Estas cuestiones se sitúan en el centro del debate metodológico y epistemológico en el conjunto de las ciencias sociales modernas desde su origen hasta nuestros días. Los intentos de darles una respuesta coherente se vinculan de una forma u otra con tres grandes corrientes del pensamiento: el positivismo, el historicismo y el marxismo. Este libro tiene por objeto examinar los dilemas, las contradicciones, los límites, pero también las contribuciones fecundas de cada una de estas perspectivas metodológicas a la construcción de un modelo de objetividad propio de las ciencias humanas y a una sociología crítica del conocimiento.

El complejo nudo de cuestiones implicadas en esta investigación se presenta a menudo en términos de oposición y/o articulación entre dos universos diferentes y heterogéneos: ideología y ciencia. Ahora bien, hay pocos conceptos en la historia de la ciencia social moderna que sean tan enigmáticos y polisémicos como el de ideología, que en el curso de los últimos dos siglos ha sido objeto de una acumulación increíble, incluso fabulosa, de ambigüedades, paradojas, arbitrariedades, contrasentidos y equívocos. Un breve repaso histórico bastará para demostrarlo:

1. En su origen, el término fue inventado (literalmente) por Destut de Tracy, quien publicó en 1801 un tratado, Éléments d’idéologie, en el que presentó esta nueva “ciencia de las ideas” como una parte de la zoología… Por consiguiente, se inscribe en una perspectiva metodológica de tipo empirista y científico-naturalista, es decir, positivista. Sin embargo, años más tarde, polemizando contra Destut de Tracy y sus amigos neoenciclopedistas, Napoleón los tachará de “ideólogos”, término que para él es equivalente a metafísicos abstractos apartados de la realidad. Este nuevo significado parece haber entrado en el vocabulario común de la primera mitad del siglo xix, hasta que Karl Marx pasó a utilizar el término a su manera.

2. Para Marx, la ideología es una forma de falsa conciencia que corresponde a intereses de clase; más exactamente, designa globalmente opiniones especulativas e ilusorias (determinadas socialmente) que los hombres se forman sobre la realidad, a través de la moral, la religión, la metafísica, los sistemas filosóficos, las doctrinas políticas y económicas, etc. Ahora bien, para varios marxistas del siglo xx, empezando por Lenin, la ideología designa el conjunto de concepciones del mundo asociadas a las clases sociales, incluido el marxismo. Este es el significado con el que el término pasó a formar parte del lenguaje cotidiano de los militantes marxistas (“lucha ideológica”, “ideología revolucionaria”, “formación ideológica”, etc.).

3. Con la obra de Karl Mannheim, el sentido “leninista” del término adquiere derecho de ciudadanía en la sociología universitaria a través del concepto de “ideología total”, definido como la estructura categorial, la perspectiva global, el estilo de pensamiento vinculado a una posición social (Standortverbundenheit). No obstante, en el mismo libro (Ideología y utopía, 1929), Mannheim atribuye otro significado, mucho más restringido, al mismo término: ideología designa en esta acepción los sistemas de representación que se orientan a la estabilización y la reproducción del orden establecido, por oposición al concepto de utopía, que define las representaciones, aspiraciones y deseos (Wunschbilder) que se orientan a la ruptura del orden establecido y que desempeñan una función subversiva (umwälzende Funktion). Por lo demás, Mannheim reúne ideología (con este sentido) y utopía en la categoría común de formas de falsa conciencia, es decir, de “representaciones que trascienden la realidad”, por oposición a las representaciones adecuadas y compatibles con el ser social real (seinskongruent), es decir, formas “ideológicas” en el sentido marxiano del término, que Mannheim había calificado de demasiado parcial y estrecho…

Como se ve, la confusión y la ambivalencia son casi totales, no solamente entre pensadores de corrientes distintas, sino también dentro de una misma tradición teórica y en el interior de una misma obra, considerada el gran clásico de la moderna sociología del conocimiento. A la misma palabra se atribuyen significados no solo diferentes, sino a veces directamente contradictorios, sin que se justifiquen de alguna manera estos extravíos semánticos.

No es extraño, en estas condiciones, que en este terreno impere la arbitrariedad total; así, hemos visto aparecer a sociólogos que se arrogan el derecho de dar otra definición, ad libitum, según les venga en gana o les dicte la inspiración. Por ejemplo: “Decido entender por ideología los estados de conciencia asociados a la acción política. Esta es una decisión arbitraria” (Baechler 1976). De este modo quedan separados del ámbito ideológico la mayoría de sistemas filosóficos, metafísicos, religiosos y éticos (en su dimensión no política), que constituían precisamente, para Marx, las formas más típicas de la ideología. Así que uno puede “decidir” que la ideología es una cosa o la contraria, según le plazca…

Para tratar de aclararnos en este magma semántico nos parece que hay que partir de la obra de Mannheim, que a pesar de sus contradicciones constituye (después de Marx) el intento más serio de abordar sistemáticamente los problemas implicados en el concepto de ideología. La definición de la ideología (por oposición a la utopía) como una forma de pensamiento orientada a la reproducción del orden establecido nos parece la más adecuada, pues conserva la dimensión crítica que tenía el término en su origen (Marx). Como subraya justamente Claude Lefort, en la definición vaga y amorfa “el concepto no conserva ni rastro de la primera acepción, de la que derivaba su fuerza crítica: la ideología abarca las ideas que uno ‘defiende’ para asegurar el triunfo de una clase”.

En cuanto al concepto de utopía, aquí se utiliza, como en Mannheim, en su sentido más amplio y más “neutro”, según la etimología griega de la palabra ou topos (en ninguna parte). El pensamiento utópico es el que aspira a un estado inexistente de las relaciones sociales, lo que le confiere, al menos potencialmente, un carácter crítico, subversivo e incluso explosivo. El sentido estricto y peyorativo del término (utopía: sueño imaginario irrealizable) nos parece inoperante, porque únicamente el futuro dirá qué aspiración era “irrealizable” o no.

Queda por definir un concepto que permita designar a la vez las ideologías y las utopías; utilizar, como hace Mannheim, el término “ideología total” para esta función conceptual no hace sino crear confusión, en la medida en que la misma palabra adquiere dos sentidos que en absoluto son idénticos; en cuanto al concepto de “falsa conciencia”, nos parece inadecuado, porque las ideologías y las utopías no solo contienen orientaciones cognitivas, sino también un conjunto articulado de valores culturales, éticos y estéticos que no pueden adscribirse a las categorías de verdadero o falso.

Nos parece que el mejor concepto para designar lo que Mannheim denomina la “ideología total”, es decir, la perspectiva de conjunto, la estructura categorial y el estilo de pensamiento condicionado socialmente –que puede ser ideológico o utópico– es el de visión social del mundo. Muchos pueden considerar, y están en su derecho, que el concepto de Weltanschauung es obsoleto, arcaico, “historicista”, “humanista”, impregnado de idealismo hegeliano, de filosofía del sujeto o de otras herejías mayores, pero a nuestro juicio constituye, en su formulación “clásica” por el historicismo alemán (Dilthey), el instrumento conceptual más adecuado para dar cuenta de la riqueza y la amplitud del fenómeno sociocultural en cuestión. Contrariamente al término de “ideología total”, no contiene ninguna connotación peyorativa ni ninguna ambigüedad conceptual: lo que designa no es en sí mismo “verdadero” ni “falso”, “idealista” ni “materialista” (aunque bien puede adoptar una de esas dos formas), conservador ni revolucionario; circunscribe un conjunto orgánico, articulado y estructurado de valores, representaciones, ideas y orientaciones cognitivas, internamente unificado por una perspectiva determinada, por cierto punto de vista condicionado socialmente.

Al añadir el término social –visión social del mundo– queremos insistir en dos aspectos: a) se trata de la visión del mundo social, es decir, de un conjunto relativamente coherente de ideas sobre el ser humano, la sociedad, la historia y su relación con la naturaleza (y no sobre el universo y la naturaleza como tal); b) esta visión del mundo está vinculada a determinadas posiciones sociales (Standortgebundenheit: el término es de Mannheim), es decir, a los intereses y a la condición de determinados grupos y clases sociales.

Las visiones del mundo pueden ser ideologías (un ejemplo clásico: el liberalismo burgués del siglo xix) o utopías (el quiliasmo de Thomas Müntzer). Pueden combinar tanto elementos ideológicos como utópicos, como por ejemplo la filosofía de la Ilustración. Además, una misma visión del mundo puede concebirse de forma ideológica o utópica: basta comparar el romanticismo de Adam Müller con el de Novalis. En fin, la misma visión del mundo puede tener un carácter utópico en un momento histórico dado para convertirse después, en una etapa posterior, en una ideología (es el caso del positivismo de determinadas formas del marxismo, como veremos más adelante).

La cuestión que examina este libro es por tanto la relación entre visiones sociales del mundo (ideológicas o utópicas) y conocimiento en el ámbito de las ciencias sociales a partir de un comentario crítico de los principales intentos de elaborar un modelo de objetividad científica surgidos en el seno del positivismo, el historicismo y el marxismo. Trataremos de demostrar, apoyándonos a la vez en cierta tradición historicista y en las ideas fundamentales del marxismo (más exactamente: de la interpretación historicista del marxismo) que la objetividad en las ciencias sociales no puede erigirse en molde estrecho del modelo científico-natural. Y que, contrariamente a lo que pretende el positivismo en sus múltiples variantes, todo conocimiento e interpretación de la realidad social está vinculado, de manera directa o indirecta, a una de las grandes visiones sociales del mundo y a una perspectiva global condicionada socialmente; es decir, lo que Pierre Bourdieu denomina, en una feliz expresión, “las categorías de pensamiento impensadas que delimitan lo pensable y predeterminan el pensamiento”.

Por consiguiente, la verdad objetiva sobre la sociedad no se puede concebir como una imagen refleja independiente del sujeto conocedor, sino más bien como un paisaje pintado por un artista; y, finalmente, cuanto más elevado sea el observatorio o mirador en que se sitúe el pintor, tanto más verdadero será este paisaje, pues le ofrecerá una visión más amplia y extensa del panorama irregular y accidentado de la realidad social. La perspectiva de este ensayo es por tanto la de una introducción a la sociología del conocimiento, es decir, al estudio de las relaciones entre clases o categorías sociales y el conocimiento científico de la sociedad.

http://www.contretemps.eu/fr/lectures/bonnes-feuilles-aventures-karl-marx-contre-baron-m%C3%BCnchhausen-michael-l%C3%B6wy-0



En los "márgenes"Marx en torno al nacionalismo, la etnicidad y las sociedades no occidentales

Kevin B. Anderson

Miércoles 25 de julio de 2012
 VientoSur

[El texto que viene a continuación es la conclusión de un libro importante editado en 2010 por la University of Chicago Press (336 págs.): Marx at the Margins: On Nationalism, Ethnicity, and Non- Western Societies. El autor, Kevin B. Anderson, es profesor de sociología y ciencias políticas en la universidad de California, Santa Bárbara. La obra está consagrada a los escritos de Marx sobre el nacionalismo, la etnicidad y las sociedades no occidentales. En cierta medida esta obra es la continuación temática de la apasionante introducción que Robin Blackburn consagró a una parte de los escritos de Marx sobre la Guerra Civil americana: Karl Marx/Abraham Lincoln. Una revolución inacabada. Secesión, guerra civil, esclavismo y emancipación en los Estados Unidos (Editions Syllepse 2012 para la traducción francesa). En ella, el autor, que participa en la nueva publicación de las obras completas de Marx y Engels (la MEGA II) desmonta la afirmación de quienes hacen de Marx una especie de apologista del desarrollo capitalista como estadio previo a una sociedad socialista. También desautoriza la idea, bastante extendida en determinadas corrientes marxistas-leninistas, según la cual su preocupación exclusiva se limitaba a las clases sociales y a las relaciones capital-trabajo. Kevin B. Anderson muestra la evolución del pensamiento de Marx que, por retomar sus palabras, no ha dejado de ampliarse y profundizar en una teoría dialéctica plurilineal del devenir social. Kevin nos invita así a (re)leer Marx para pensar nuestro propio tiempo. Redacción A l’Encontre].

Este viaje por los escrito de Marx a propósito del nacionalismo, de las razas, de la etnicidad y de las sociedades no occidentales creo que ha demostrado el carácter multidimensional del conjunto de su proyecto intelectual. Creo que ha quedado probado que para Marx la crítica del Capital va más allá de lo que generalmente se supone. Es cierto que se centró en las relaciones Capital-Trabajo en Europa y en América del Norte pero, al mismo tiempo, consagró un tiempo considerable, y dedicó una energía enorme, al análisis de las sociedades no occidentales y a las cuestiones referidas a las razas, la etnicidad y el nacionalismo. Aunque algunos de sus escritos testimonian una perspectiva unilineal discutible y, en ocasiones, comportan elementos de etnocentrismo, la trayectoria del conjunto de los escritos de Marx sobre estas cuestiones, vistas en su evolución, va por otros camino. Este libro muestra que Marx creó una teoría plurilineal y no reduccionista de la historia, que analizó la complejidad y las diferencias de las sociedades no occidentales y que rechazó caer presa de un modelo único de desarrollo o de la revolución.

En 1848 Marx y Engels expusieron un modelo teórico de la sociedad capitalista y de sus contradicciones fundamentales tan previsor, que incluso hoy el poder descriptivo del Manifiesto Comunista no tiene nada que se le parezca. Pero en el Manifiesto muestran también, de manera implícita y equívoca, una concepción unilineal de la evolución social. Según ellos, las sociedades pre capitalistas (en particular, China) que, de forma etnocentrista, caracterizaron como parte de las naciones "más bárbaras", estaban destinadas a ser invadidas y modernizada a la fuerza por el nuevo y dinámico sistema social que era el capitalismo. En los artículos escritos para la New York Tribune en 1853, Marx extendió esa perspectiva a la India. Cantó las loas de lo que veía como una expresión del carácter progresista del colonialismo británico frente a la India de las castas y a su orden social tradicional "inamovible". Afirmó que si se excluían las conquistas extranjeras (desde los árabes a los británicos), la India era una sociedad sin historia. Sostenía, además, que la sociedad hindú fracasó a la hora de resistir a esas invasiones debido tanto a su división en castas como a la pasividad general de la sociedad. Las relaciones sociales comunitarias y la propiedad comunal en el campo aportaban una base sólida al "despotismo oriental". Todo esto hacía de la India un país permeable al colonialismo británico que, de todos modos, llevó consigo el progreso. Los pensadores postcoloniales y posmodernos, de los cuales el más conocido es Edward Said, criticaron el Manifiesto Comunista y los escrito de 1853 sobre la India como una expresión del conocimiento oriental que surgía del fondo de una mentalidad colonialista.

La mayoría de esas críticas no entendieron que a partir de 1853 la posición de Marx sobre Asia viene a ser más sutil y dialéctica, que comienza a variar en relación a la posición defendida en el Manifiesto. En los artículos para la New York Tribune también escribió que una India modernizada encontraría su camino al margen del colonialismo, al que describía como una forma de "barbarie". Afirmó que, mas pronto o más tarde, el colonialismo en la India llegaría a su fin a través de la ayuda aportada por la clase obrera británica o por la formación de un movimiento independentista en la India. Como han señalado algunos intelectuales hindúes, como Irfan Habib (uno de los historiadores marxistas más reputados que contribuyó junto a otros en diversos volúmenes de la People’s History of India), este aspecto de los escritos de Marx en relación a la India constituye el primer ejemplo de una toma de posición a favor de la independencia de la India por parte de un pensador de relieve europeo.

El aspecto anticolonialista del pensamiento de Marx se acentúa a partir de 1856-57 cuando, también en la NY Tribune, apoya la resistencia china contra los británicos durante la segunda guerra del opio y se muestra favorable a la insurrección de los Cipayos en la India. A lo largo de ese periodo, comienza a integrar una parte de su nueva comprensión de la India en uno de sus más importantes trabajos teóricos, los Gründisse (1857-589). En la elaboración de ese tratado de la critica de la economía política esboza una verdadera teoría plurilineal de la historia, según la cual las sociedades asiáticas no evolucionaban de la misma forma que los sucesivos modos de producción en Europa occidental: antigüedad greco-romana (esclavismo), feudalismo y capitalismo. Además, comparó y contrastó las relaciones de la propiedad "común" y la gran producción social comunitaria de la antigua sociedad romana con las de la India contemporánea. Mientras en 1853 concebía las formas sociales comunales del campo como la base del despotismo, en adelante insiste sobre el hecho de que estas formas podrían ser tanto despóticas como democráticas.

En el curso de los años 1860, Marx se concentró en Europa y América del Norte, escribiendo poco sobre Asia. Es en este época cuando concluye la primera versión del primer volumen del Capital así como la mayor parte de los borradores de los que han llegado a ser el volumen II y III de esta obra. Sin embargo, sería erróneo considerar que a lo largo de ese período Marx se ocupó exclusivamente de las relaciones ente el capital y la lucha de clases dejando de lado el nacionalismo, las cuestiones de raza y la etnicidad. Mientras concluía El Capital, a lo largo de los años de la Guerra Civil americana (1861-1865), Marx se ocupó de la relación dialéctica entre raza y clase.

Incluso tomó posición contra el esclavismo apoyando de forma crítica al gobierno de Lincoln contra la Confederación (sudista). En sus escritos relativos a la Guerra Civil en Estados Unidos, vincula de muchas formas raza y clase. Y, por encima de todo, sostiene que el racismo blanco reprimió a los trabajadores negros en su conjunto. A continuación escribió que la "subjetividad" de la clase obrera negra sometida al esclavismo constituía una fuerza decisiva a un desenlace favorable de la guerra para el Norte. Por otra parte, remarcó (como ejemplo del más bello internacionalismo) el apoyo sin reservas de los trabajadores ingleses a la causa nordista, a pesar del gran sufrimiento económica que representaba para las ciudades textiles como Manchester el bloqueo nordista a la exportación del algodón sudista. Tenemos, también, la premonitoria advertencia contenida en una de las cartas que escribió a la Primera Internacional, según la cual el fracaso de los EE UU a conceder plenos derechos políticos y sociales a los esclavos emancipados conduciría de nuevo a conflictos sangrientos.

También apoyó el levantamiento polaco de 1863 a favor de la independencia nacional de este país sometido de hacia mucho tiempo al yugo ruso. Ya en el Manifiesto, Marx y Engels habían planteado el apoyo a la independencia polaca como uno de los principios rectores del movimiento obrero y socialista. Los escritos de Marx en relación a Rusia y Polonia están íntimamente vinculados. Como el resto de su generación, Marx percibía Rusia como una potencia maligna, reaccionaria y la amenaza más importante para los movimientos socialistas y democráticos de Europa. Para él la autocracia rusa, a la que consideraba una forma de "despotismo oriental" heredada de la conquista mongola, hundía sus raíces en el carácter agrario del país, en particular en las formas comunales y las relaciones de propiedad comunal que predominaban en el campo ruso.

A partir de 1858, al igual que en relación a China e india, Marx comienza a modificar su percepción de Rusia. Como hemos comprobado en numerosos artículos escritos para la NY Tribune tomó en consideración la inminente emancipación de los siervos y la posibilidad de una revolución agraria. El hecho de que la Polonia ocupada por Rusia estuviera situada entre Rusia y Europa occidental tuvo como consecuencia que el movimiento revolucionario polaco representara una profunda contradicción en el Imperio ruso. Esta situación le permitió oponerse a la voluntad de intervención de Rusia contra las revoluciones europeas de 1830 y, en cierta medida, la de 1848. Marx criticó en numerosas ocasiones a los demócratas franceses y de otros países por no haber apoyado resueltamente a sus aliados polacos. Esta traición a Polonia, además, debilitó a los movimientos democráticos y socialistas del Oeste, abriendo el camino a la intervención rusa que, finalmente, se dio a gran escala en 1849, y a su propia derrota. Al final de su vida, Marx comenzó a poner de relieve los elementos anticapitalistas presentes en el seno del movimiento revolucionario polaco.

Como resultado del apoyo de la clase obrera a la causa nordista durante la guerra civil americana y al levantamiento polaco de 1863 se puso en pie una red internacional de militantes del movimiento obrero. Esta red, compuesta principalmente de franceses, alemanes y británicos, se reunió en 1864 con motivo de la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores (la Iª Internacional). Marx fue uno de los principales teóricos y organizadores de la misma. De ello se deduce que su fuerte compromiso con la causa de la emancipación de los trabajadores (que lo fue durante toda su vida) se dio en el contexto de las luchas contra el esclavismo, el racismo y la opresión nacional. Poco tiempo después de la formación de la Internacional, también se sintió atraído por el movimiento independentista irlandés. La implicación de la Internacional con la causa nacional irlandesa comenzó en 1867, año en el que se publicó la primera edición alemana de El Capital. Los dirigentes sindicalistas británicos de la Internacional, para su gran honra y no sin la participación teórica y política de Marx en las discusiones, inicialmente adoptaron una posición firme contra la dominación británica en Irlanda. Cuando en el curso de los años 1867-70, el conflicto irlandés alcanzó su punto álgido, las exposiciones de Marx sobre la relación entre la emancipación nacional y la lucha de clases no se limitaban a la teoría; fueron elaboradas en el seno de la más amplia organización de los trabajadores de este época a la que ofreció los argumentos.

Con el paso del tiempo, Marx desarrolló una posición nueva en relación a Gran Bretaña e Irlanda que tuvo implicaciones más allá del momento en que lo hizo. En esa época, su teoría sobre Irlanda marca el apogeo de sus escritos sobre la etnicidad, la raza y el nacionalismo. Anteriormente, y en un estilo "modernista", pensaba que, en un primer momento, la clase obrera británica emanada de la sociedad capitalista más avanzada de la época, alcanzaría el poder y esto permitiría a Irlanda obtener su independencia, ofreciendo igualmente un apoyo político y material al nuevo país independiente.

A partir de 1869-70, Marx escribió que había cambiado de posición y a partir de ahí defendió que era la independencia irlandesa la que debería darse en primer lugar. Planteaba que los trabajadores británicos estaban talmente penetrados del orgullo nacionalista y de la arrogancia de gran potencia a propósito de Irlanda, que habían desarrollado una "falsa conciencia" que les vinculaba a la clase dominante de Gran Bretaña, atenuando así los conflictos de clase en el seno de la sociedad británica. Este impasse no podía ser sobrepasado mas que mediante el apoyo directo del movimiento obrero británico a la independencia nacional irlandesa. Ello permitiría también unir a los trabajadores en Gran Bretaña, donde los trabajadores irlandeses formaban un sub-proletariado. A menudo los trabajadores ingleses consideraban que los desesperados pobres irlandeses eran responsables de la competencia que conducía a una reducción de sus salarios. Al mismo tiempo, los trabajadores irlandeses desconfiaban del movimiento obrero inglés considerándolo una expresión más de la sociedad británica dominante en Irlanda e Inglaterra. Marx relacionó en varias ocasiones su concepción de la relación entre clase, etnia y nacionalismo entre ingleses e irlandeses a las relaciones de raza en los Estados Unidos. Comparó la situación de los irlandeses en Inglaterra a la de los afro-americanos. Valoró también los comportamientos de los trabajadores ingleses a los de los blancos del Sur de los EE UU que, muy a menudo, se asociaban a los plantadores blancos contra sus hermanos trabajadores negros. En ese sentido, Marx elaboró una amplia concepción dialéctica de las relaciones entre raza, etnicidad y clase. Y al mismo tiempo, criticó, las visiones estrechas del nacionalismo, en particular sus versiones irlandesa, que derivaban en una identidad religiosa o se marginaban del pueblo inglés sin tomar en consideración el trabajo de la internacional.

La mayoría de todas estas consideraciones están recogidas, aunque como temas secundarios, en el más importante trabajo teórico de Marx, El Capital. De todos modos, en la edición francesa de 1872-75, la última que preparó él antes de ser publicada, Marx no sólo corrigió la traducción de Joseph Roy sino que revisó enteramente el libro. Muchas de estas revisiones tenían que ver con la cuestión de una visión del desarrollo (histórico) plurilineal. Algunos de los pasajes que Marx modificó para la edición francesa tienen que ver con la dialéctica del desarrollo capitalista fuera del feudalismo occidental, recogidos en la octava parte del libro, La acumulación primitiva del capital. En ella afirma, de forma clara y directa, que el tipo de transición que expuso en la primera parte consagrada a la acumulación primitiva no se refiere más que a Europa occidental. En este sentido, el devenir de las sociedades no occidentales quedaba abierto, no estaba predeterminado por el modelo de Europa occidental.

India ocupa un lugar importante en numerosas partes de El Capital. Utiliza la aldea de la India como ejemplo de las relaciones sociales precapitalistas y señala el declive brutal de las manufacturas tradicionales y la hambruna a la que llevó a los artesanos como ilustración de los efectos terriblemente destructores de la globalización capitalistas para los seres humanos. Marx consagró, además, una importante sección del primer volumen de El Capital a los procedimientos por los cuales la penetración capitalista británica concluyó con la destrucción de las tierras y del pueblo irlandés. Como conclusión señalaba que la emigración forzada de millones de irlandeses hacia America era una especie de  "revancha de la historia", ya que los trabajadores irlandeses ayudaban a poner las bases de una nueva potencia capitalista, que muy pronto desafiaría la dominación mundial británica. Por último, abordó en El Capital la cuestión del racismo y del esclavismo, mostrando en qué medida la exterminación de los pueblos indígenas de América y la esclavitud de los africanos constituyeron un factor importante en los albores del desarrollo capitalista. Igualmente, señaló los efectos nocivos del esclavismo y del racismo en el naciente movimiento obrero estadounidense::

"Los trabajadores blancos no pueden emanciparse allí donde los trabajadores negros estén estigmatizados y oprimidos" (El Capital, capítulo X-7º parte). Concluyó afirmando que el fin del esclavismo ofrecía nuevas e importantes oportunidades a los trabajadores americanos.

Marx volvió a interesarse por Asia a partir de los años 1870, en los que profundizó sus estudios sobre Rusia. A medida que se interesaba por la política exterior rusa, comenzó a aprender ruso para poder estudiar las relaciones económicas y sociales de esta formación social. El interés de Marx por Rusia se acrecentó tras la publicación en ruso de El Capital en 1872, tras comprobar que la obra provocó más polémica en Rusia que en Alemania.

Entre 1879 y 1882 Marx se lanzó a la redacción de una serie de cuadernos de notas y de extractos de obras eruditas de esa época sobre un conjunto de sociedades no occidentales ni europeas, entre las cuales se encontraban la India contemporánea, Indonesia, Rusia, Argelia y América latina. Igualmente tomó notas sobre estudios referidos a los "pueblos indígenas" tales como los amerindios y los aborígenes australianos. Uno de los temas centrales en estos cuadernos de notas se refiere a las relaciones sociales comunitarias y a las formas comunales de propiedad encontradas en muchas de estas sociedades. A pesar de que estas notas de estudio sobre otros autores no contienen sino formulaciones discontinuas o indirectas de sus propias opiniones, de ellas se pueden discernir algunos temas generales.

Por ejemplo, de sus estudios sobre la India, emergen dos cuestiones. La primera, una nueva apreciación del desarrollo histórico de la India, opuesto a sus opiniones iniciales según las cuales se trataba de un país con una sociedad sin historia. A pesar de que aún consideraba que las formas comunales de la aldea hindú se habían mantenido estables a lo largo de los siglos, toma nota de una serie de cambios importantes en el seno de estas formas comunales que evolucionaron de una comuna basada en clanes a una comuna basada en el territorio. La segunda, que su interés ya no se centraba, como en 1853, en la "pasividad del pueblo hindú" sino en los enfrentamientos y las resistencias frente a las invasiones extranjeras (fueran musulmanas a lo largo de la Edad Media o contra los colonizadores británicos en su época). Señala, además, que algunas de estas resistencias se apoyaban en los clanes y en las estructuras comunitarias.

En sus estudios sobre la India, Argelia y América latina Marx percibió la preservación de formas comunitarias frente a las tentativas coloniales occidentales por destruirlas y reemplazarlas por formas de propiedad privada. En determinadas situaciones, como en Argelia, estas formas comunitarias estaban directamente vinculadas a la resistencia anticolonial. A partir de ese momento, las ideas iniciales de Marx a propósito del carácter "progresista" del colonialismo también perdieron peso y fueron reemplazadas por una condena dura y absoluta del mismo.

La cuestión del "genero" en los pueblos indígenas, como los iroqueses o la sociedad de la antigua Roma, ocupa un lugar importante en las notas de 1879-1882, al igual del que había ocupado en los primeros escritos de Marx, en particular en los años 1840. En este tema podemos comparar directamente a Marx y Engels. En efecto, las notas de Marx sobre la obra del antropólogo Lewis Henry Morgan Ancient Society fueron reescritas en 1880 o 1881. Engels las descubrió justo tras la muerte de Marx y las utilizó como material para su propio estudio que tituló El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884). Aunque la obra de Engels contenga muchos errores, sigue siendo globalmente positiva en razón de su rotunda defensa de la igualdad de las mujeres. Se trata, de hecho, de la única obra consagrada enteramente a este tema por un teórico importante del naciente movimiento socialista. De todos modos, a diferencia de Engels, Marx tiende a evitar toda idealización de las relaciones de género existentes en las sociedades "sin escritura", tales como el pueblo iroqués. Siempre dialéctico, Marx sigue a Hegel discerniendo las oposiciones y las contradicciones en el seno de cada esfera social; también en las sociedades igualitarias y comunitarias. Tampoco parece que compartiera la visión simplista de Engels según la cual, en Europa y en el Oriente Media se hubiera producido "una derrota histórica de las mujeres" durante la transición de las sociedad de clanes "sin escritura" hacia las sociedades de clases. Es probable que Marx, a diferencia de Engels, viera las diferencias de las relaciones de género con las de su época no solo como una relato sobre los orígenes de las sociedades de clases sino como una fuerza potencial de resistencia al capital.

Si las teorías de Marx sobre el nacionalismo, la etnicidad y las clases tuvieron su punto álgido en sus escritos de 1869-70 sobre Irlanda, las referidas a las sociedades no occidentales lo tuvieron en las reflexiones sobre Rusia en 1877-82. Tanto en una serie de cartas, y en sus borradores preparatorios, como en el prefacio a la edición rusa del Manifiesto del partido comunista de 1882 que redactó junto a Engels, Marx comenzó a esbozar una teoría plurilineal del desarrollo y de la evolución. Estos escritos se basaban en los temas plurilineales incorporados en la edición francesa de El Capital. En los escritos sobre Rusia, Marx refuta de forma clara y reiterada, que el contenido de El Capital pudiera conducir a una predicción definida del provenir de Rusia e indica que las estructuras sociales de la aldea rusa difieren de manera clara de las aldeas precapitalistas del feudalismo occidental. Estas diferencias entre las estructuras sociales precapitalistas occidentales y rusas permitían vislumbrar la posibilidad de formas alternativas de desarrollo social y de modernización de Rusia, si ésta lograba evitar ser absorbida por el capitalismo. En la medida en que las comunas rurales rusas eran contemporáneas del capitalismo industrial occidental, una revolución social en Rusia, basada en las estructuras colectivas de las aldeas, permitiría aprovechar los recursos de la modernidad occidental evitando el sufrimiento del desarrollo capitalista. Sin embargo, al vislumbrar esta posibilidad, Marx no proponía en absoluto una autarquía o el socialismo en un solo país para Rusia. Eso significaría un socialismo basado en un desarrollo económico y cultural débil, idea que había criticado en 1844, como expresión de un "comunismo vulgar".

Por el contrario, en el prefacio de 1882 al Manifiesto Comunista, Marx y Engels afirmaron que una transformación radical sobre la base de la comunas rurales de Rusia no sería posible mas que si iba acompañada de transformaciones revolucionarias análogas por parte del movimiento obrero en Europa occidental. Y afirmaron que la revolución rusa podía tener una base comunista. Unos años antes Marx había definido a los movimientos anticoloniales en China y en India, como aliados del movimiento obrero occidental. Criterio que también aplicó a los movimientos nacionales de Irlanda y Polonia. En algunos de sus últimos escritos sobre Rusia incluso fue más allá, afirmando que en una Rusia no capitalista era posible el desarrollo comunista si la revolución rusa fuera de la mano de una revolución en Occidente basada en el movimiento obrero.

En este libro he querido mostrar que Marx desarrolló una teoría dialéctica del cambio social que no era ni unilineal ni exclusivamente basada en las clases sociales; que su teoría del desarrollo social se hace más plurilineal y, a medida que pasa el tiempo, su teoría de la revolución se concentra cada vez más en la articulación de las contradicciones de clase con la etnicidad, la raza y el nacionalismo. Es cierto que Marx no era un filósofo de la diferencia en un sentido postmoderno (su crítica de una entidad central, el capital, constituía la clave de bóveda de todo su trabajo intelectual), pero centralidad no significa univocidad o exclusividad. La teoría social del Marx maduro giró en torno a una idea de la totalidad que no sólo ofrecía un lugar considerable a la particularidad y a la diferencia, sino que, en ocasiones, hacia de estas particularidad (la raza, la etnicidad o la nacionalidad), elementos determinantes de la totalidad. Es lo que hizo cuando sostuvo que una revolución nacional irlandesa podría ser la "palanca" para ayudar a derrocar el capitalismo en Gran Bretaña o cuando escribió que una revolución basada en las comunas rurales rusas podía servir de punto de partida para un desarrollo comunista a nivel europeo.

Marx analizó cómo el poder del capital dominaba el mundo, cómo este poder se extendía y creaba, por la primera vez en la historia, un sistema industrial y comercial a escala mundial, al tiempo que formaba una nueva clase de oprimidos, la clase obrera industrial. Desarrollando esta teoría universal de la historia y de la sociedad, Marx, se esforzaba -como hemos insistido a lo largo de todo el libro- de evitar generalizaciones abstractas y formales. Trató de entender, una y otra vez, las formas concretas como se inscribía la universalización del capital y la clase obrera en sociedades y grupos determinados. Bien en sociedades como la rusa o la hindú en las que el capital no había penetrado totalmente, o bien en las que se entablaba una interacción entre la conciencia de la clase obrera, la etnicidad, la raza y el nacionalismo en los países industriales más desarrollados.

Esto nos lleva a otra cuestión. ¿Qué nos enseña la dialéctica social plurilineal y transcultural de Marx sobre la actual globalización capitalista? ¿Son pertinentes en la actualidad sus perspectivas plurilineales sobre el desarrollo social en Rusia y otros países no capitalistas de su época?

Creo que sí, aunque deforma limitada. Es cierto que aún existen algunas zonas del mundo (como Chiapas en Méjico o las regiones montañosas de Bolivia o Guatemala, así como otras comunidades parecidas en America latina, África, Asia y Oriente Medio) donde sobreviven formas comunitarias indígenas. No obstante, ninguna de ellas tiene una dimensión similar a las de la India o Rusia en la época de Marx. No obstante, vestigios de estas formas comunales acompañan a los campesinos en sus migraciones hacia las ciudades y, sea como fuera, recientemente se han desarrollado importantes movimientos anticapitalistas en determinados zonas de Méjico y Bolivia basados en formas comunitarias indígenas.

Sin embargo, en conjunto, estas regiones han sido penetradas por el capital en un grado mucho más importante de lo que fueron las aldeas rusas o hindúes en los años 1880. Aún así, el punto de vista plurilineal de Marx respecto a Rusia, India y otros países no capitalistas continúa siendo pertinente a nivel teórico y metodológico. Constituye un ejemplo importante de su teoría dialéctica de la sociedad. Trabajó sobre la base de un principio general según el cual el conjunto del planeta sucumbiría a la dominación del capital y de sus formas de valor y, al mismo tiempo, analizó muy en concreto y de forma histórica importantes y diferentes sociedades del planeta que aún no estaban totalmente subyugadas por el capital.

Muchas conclusiones teóricas de Marx que afectan a la articulación de la clase con la cuestión racial, la etnicidad y el nacionalismo, tienen una pertinencia total para nosotros en la actualidad.

En los principales países industriales, las divisiones étnicas (a menudo derivadas de la inmigración) han transformado a la clase obrera. A este respecto, los principios que se deducen de los escritos que Marx consagró a las relaciones entre clase y raza en el curso de la Guerra Civil americana, entre la lucha por la independencia de Polonia y la revolución europea de conjunto así como entre el movimiento independentista irlandés y los trabajadores ingleses, tienen una pertinencia actual más que manifiesta. Los escritos de Marx sobre estas cuestiones nos ayudan a criticar la mezcla de racismo y represión (de los afro-americanos) en los Estado Unidos, a analizar las revueltas de 1992 en Los Ángeles o, también, a comprender la rebelión de la juventud en los suburbios parisinos en 2005. Pero, una vez más, la fuerza de la perspectiva teórica de Marx se base en su rechazo a separar estas cuestiones de la crítica del capital, lo que ofrece a las mismas un contexto más amplio, sin que por ello la etnicidad, la raza o la nacionalidad se vean diluidas en la clase.

Estoy convencido que los escritos de Marx en los que he concentrado mi estudio servirán para comprender mejor tanto una dialéctica plurilineal del desarrollo social como los movimientos indígenas que hacen frente a la globalización capitalista y una teoría de las relaciones entre clase, raza, etnicidad y nacionalismo.

16/06/2012

http://alencontre.org/societe/marx-...




La economía libre y un estado fuerte: notas sobre el Estado
Autor(es): Bonefeld, Werner

Bonefeld, Werner. Profesor en el Departamento de Ciencias Políticas en la Universidad de York, Reino Unido.

Herramienta web10

I
El neoliberalismo llego definitivamente a
su fin cuando estalló la crisis del 2008
(Ceceña, 2009: 33).

Tradicionalmente, se considera que el neoliberalismo emergió como secuela de la profunda crisis de principios de la década de 1970. De acuerdo con Altvater, por ejemplo, “comenzó con el fin del sistema de Bretton Woods de tasas de cambio fijas en 1973 y la consecuente liberalización de los mercados financieros en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher” (2009: 73). Al neoliberalismo se lo asocia con un régimen específico de acumulación capitalista, caracterizado por el dominio del capital financiero sobre el capital productivo.[1]En general, al neoliberalismo se lo asocia también con un Estado débil que es incapaz de resistirse a las fuerzas del mercado. O sea, el Estado neoliberal funcionaría como un Estado que facilita al mercado.

Se dice que el régimen neoliberal de acumulación se terminó en 2008, cuando la banca “no dudó en ‘traer de vuelta al Estado’ de un modo aún más radical que en la época keynesiana”. Una vez que regresó el Estado, el capitalismo neoliberal se transformó en una “especie de ‘socialismo financiero’” (Ibíd.: 79, citando a Sennet). Esta especie de socialismo socializa las pérdidas financieras, garantiza la “deuda tóxica” y asegura las ganancias privadas, y para equilibrar los balances, ataca las condiciones de vida de los trabajadores. Equivale a una enorme redistribución de riquezas desde el trabajo al capital. El socialismo financiero ilustra muy bien la opinión de Marx sobre el Estado capitalista como el comité ejecutivo de la burguesía. Sin embargo ¿qué significa “traer de vuelta al Estado”? ¿Realmente había quedado “afuera” durante el llamado régimen neoliberal de acumulación?
La idea de que el Estado ha sido “traído nuevamente” sugiere un Estado que resurge, que ha recuperado en alguna medida el control sobre el mercado. Esta opinión implica una concepción del mercado y del Estado como dos modos distintos de organización social y la pregunta recurrente en esta concepción es si el mercado tiene autonomía frente al Estado o si el Estado tiene autonomía frente al mercado. No se plantea la constitución social del Estado y del mercado como formas distintas de relación social. Siguiendo a Clarke (1992), en este ensayo sostendremos que el Estado capitalista es fundamentalmente un Estado liberal. Esta concepción implica a la clase como una categoría determinante de su forma y de su contenido.


II

Lo que se necesita es [...] una fuerza
coercitiva, honesta y organizada
 (Wolf, 2001).

Por más que la respuesta política a la crisis de 2008 haya sido variada, el neoliberalismo que surgió durante la década de 1980 no implicaba un Estado débil, sino un “Estado fuerte”. Por eso, el libro de Andrew Gamble sobre el periodo de Thatcher se titulaba muy apropiadamente La Economía Libre y el Estado Fuerte, refiriéndose evidentemente a la concepción ordoliberal de la relación entre el Estado nacional y la economía global.[2] Susan George (1988) caracterizó la década de los ochenta como una época en la que se privatizaba todo, salvo las pérdidas, que fueron socializadas por medio del endeudamiento y las reformas represivas del mercado laboral y del Estado de bienestar. Ernest Mandel (1987) caracterizó a la economía política de los años ochenta como un “keynesianismo militar”; un keynesianismo que refinanciaba un sistema financiero al borde de la catástrofe, en vista de la crisis de los deudores de entonces y a la arriesgada exposición de las deudas. Su rescate tomó la forma de un financiamiento pro-cíclico del déficit global, basado en el dólar norteamericano, la expansión del complejo industrial- militar, la privatización y la desregulación financiera. El keynesianismo militar intentó equilibrar los balances tomando dinero del bolsillo de los trabajadores y atacando sus condiciones de vida. La redistribución de la riqueza desde el trabajo hacia el capital fue tan evidente que a principios de los noventa “cerca de los dos tercios de la población mundial habían ganado muy pocas ventajas, si es que alguna, por el rápido crecimiento económico. En el “mundo desarrollado”, la cuarta parte más baja de los asalariados sólo ha visto un derrame hacia arriba en vez de un derrame hacia abajo” (Financial Times, 24 de diciembre de 1993). Esta cuarta parte ha crecido desde entonces, hasta incluir a más de la mitad de la población mundial, creando una brecha sin precedentes en los ingresos, a escala nacional y a escala global.[3]
El “keynesianismo militar” sostuvo al capitalismo sobre la base de una acumulación de riquezas potencialmente ficticias. La deuda se expandió a tal punto que, según el Financial Times (27 de septiembre de 1993), el FMI temía, a principios de la década de 1990, “que la amenaza de la deuda se está mudando hacia el norte. En estos días es el crecimiento de la deuda del primer mundo y no la crisis crónica de África lo que no permite conciliar el sueño a los funcionarios del FMI”. Frente a las crisis recurrentes desde 1987,[4] y los diversos pánicos de los mercados de valores, los EE.UU. emergieron como el mayor país deudor. Magdoff y otros (2002) afirmaron que para 2002, la deuda privada extraordinaria era dos veces y cuarto el PBI, mientras que la deuda extraordinaria total –la privada más la gubernamental– se acercaba a tres veces el PBI. El gasto del déficit mantuvo a la economía global que pasó a depender completamente de una montaña de deudas.
A lo largo de los últimos 30 años, la acumulación de riqueza potencialmente ficticia en forma de dinero, y el control coercitivo de los trabajadores, desde la servidumbre de la deuda hasta las nuevas expropiaciones de tierras y expulsiones a campesinos, desde la desregulación de condiciones de vida hasta la privatización del riesgo, todo se ha juntado. En el contexto de una economía global plagada por las deudas y amenazada por el colapso de éstas, Martin Wolf decía que para garantizar al capital global hacían falta Estados más fuertes. Como lo dijo en relación al llamado Tercer Mundo, “lo que se necesita no son aspiraciones piadosas, sino una fuerza coercitiva honesta y organizada” (Wolf, 2001). En relación al mundo desarrollado, Soros (2003) sostenía, y con razón, que el terrorismo no sólo proporcionaba la legitimación ideal, sino también el enemigo ideal para la protección coercitiva sin trabas de las relaciones del mercado libre abrumado por la deuda “porque es invisible y no desaparece nunca”. La premisa de una política de la deuda es la acumulación en curso de “máquinas humanas” sobre las pirámides de la acumulación. Su ciego entusiasmo por el saqueo exige una fuerza coercitiva organizada para sostener la enorme hipoteca sobre el ingreso futuro en el presente. La demanda de Wolf de un Estado fuerte no contradice al neoliberalismo. El neoliberalismo no exige la debilidad al Estado. El laissez faire no es ninguna “respuesta a los disturbios” (Willgerodt y Peacock, 1989: 6). En realidad, el laissez-faire es “una descripción muy ambigua y engañosa de los principios sobre los que se basan las políticas liberales” (Hayek, 1976: 84). O sea que el Estado neoliberal “planifica para la competencia” (ibíd.: 31), y por eso no puede haber libre mercado sin una “policía del mercado” (Rüstow, 1942: 289). Para los neoliberales hay por lo tanto “una relación innata entre la economía y la política” (Friedman, 1962: 8); no sólo requiere el mercado libre un Estado fuerte que lo facilite, sino que también depende del Estado como el garante de la libertad de mercado.
Ahora, el neoliberalismo ha llegado aparentemente a un final aplastante cuando “implosionaron los mercados financieros, causando pérdidas enormes de más de 1.4 billones de dólares” en agosto de 2008 (Altvater, 2009: 75). Renaciendo de sus cenizas, aparece “la nueva era del post-neoliberalismo” (Brandt y Sekler, 2009: 12). El post-neoliberalismo es una respuesta a “los impactos (negativos) del neoliberalismo” (ibíd.: 6) y dicen que su modo específico de organización todavía no está claro. Podría abarcar desde una socialdemocracia a una dictadura militar y desde un keynesianismo radicalizado a una militarización de las relaciones sociales. Sin embargo, otros teóricos, por ejemplo Bayer (2009), ven a China como un ejemplo del post-neoliberalismo. Bayer dice que China tiene éxito, porque se introdujo al mercado sin las políticas neoliberales.[5] Sum (2009) coincide con él, y afirma que los cambios recientes en la estrategia estatal hacia “un socialismo con características chinas” han llevado a la promoción de una “sociedad más armoniosa”, que ella compara con la Venezuela de Chávez. Cualesquiera que sean sus características precisas, básicamente se lo ve al post-neoliberalismo como un rechazo del capitalismo financiero, apoyado por fuerzas sociales que exigen una vuelta al crecimiento económico real y sustentable (véase Brandt y Sekler, 2009, pág. 11-12). El espectro de la próxima era aparece así con la forma del Estado “post-neoliberal” fuerte y capaz, que hace del dinero su sirviente, poniéndolo a trabajar para el crecimiento y los empleos.[6] Se concibe así al Estado post-neoliberal como un Estado poderoso que controla el mercado con una fuerte autoridad estatal, a favor de una acumulación productiva progresiva, creadora de empleos y riqueza.


III
La superestructura es una expresión
de la subestructura
(Benjamin, 1983: 495-6).

Marx presenta su metáfora de la base y la superestructura diciendo que sus investigaciones lo han llevado a la conclusión de que “el conjunto de las relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de la conciencia social” (1981: 8). Dejando de lado la propia convicción de Marx sobre su obra como una crítica de las categorías económicas (ibíd.:10) y en consecuencia de la misma objetividad económica sobre la que se supone que se levanta la superestructura; su metáfora dice que la forma política de la sociedad burguesa, es decir, el Estado, pertenece a la sociedad sobre la cual se desarrolla. Dicho toscamente, el propósito del capital es acumular la plusvalía extraída y el Estado es la forma política de este propósito.
La afirmación de Marx de que la metáfora de la superestructura es resultado de sus investigaciones es poco sincera. Su origen reside en la economía política clásica. William Robertson (1890: 104) resumió muy bien la postura clásica: “en toda investigación sobre las operaciones de los hombres, cuando se unen en una sociedad, deberíamos fijar nuestra atención en su modo de subsistencia. Por lo tanto, cuando éste varia, sus leyes y políticas también deben ser diferentes”. Adam Smith también proporcionó la explicación clásica. Su teoría de la historia es notable, no sólo por el énfasis puesto sobre las fuerzas económicas que abren su camino en la historia hacia la “sociedad comercial”. También es notable por el argumento que afirma que, en cada etapa histórica, la forma política de la sociedad, ya sea que se la conciba en términos de autoridad o de jurisdicción, necesariamente fluye de la condición de la propiedad. Para Smith, la propiedad privada es la consecuencia del desarrollo en la división del trabajo. Esto da origen a una creciente diferenciación social de la sociedad en diferentes clases sociales; y su ampliación aumenta el excedente social que lleva a la expansión de la propiedad privada. Esta expansión sienta los fundamentos para separar al Estado de la sociedad civil en el capitalismo.
Smith determina al Estado como la forma política de la propiedad privada y deduce la finalidad del Estado a partir de las necesidades de la propiedad privada. El Estado debe proteger, mantener y facilitar la ley de la propiedad privada –lo que Marx llamó más tarde la ley del valor–. El economista escocés especifica una serie de funciones estatales indispensables. Además de defender al país contra amenazas externas, debe proporcionar una correcta administración de la justicia para resolver los choques de intereses entre propietarios. Para él, “la justicia […] es el pilar central que soporta a todo el edificio” (1976b: 86). Salvaguarda los derechos del individuo a la libertad y a la propiedad, garantizando la estructura de la sociedad civil. El Estado es indispensable también para proporcionar bienes públicos que se requieren para que funcione el mercado, pero que no pueden ser provistos por el mercado mismo por falta de rentabilidad.[7] Más aún, el Estado está encargado de facilitar la ley de la propiedad privada, por ejemplo, eliminando los diversos impedimentos legales e institucionales, y confrontando aquellos intereses privados que impiden la perfecta libertad del mercado. Esta responsabilidad también implica que el Estado logre la “baratura de las mercancías” (Smith, 1978: 6) facilitando el desarrollo progresivo de la acumulación sobre la base de la productividad laboral aumentada.
Él presenta la lucha de clases entre el capital y el trabajo diciendo que “los salarios dependen del contrato entre dos partes cuyos intereses no son los mismos”. Es decir, “los trabajadores desean recibir mucho, el patrón dar lo menos posible. Los primeros están dispuestos a unirse para aumentar los salarios, los últimos a disminuirlos” (Smith, 1976a: 83). En esta lucha, los patrones tienen una ventaja porque “son menos y se pueden unir mucho más fácilmente (...) [ellos] pueden vivir más tiempo de las reservas que ya han adquirido” (ibíd.: 83-4) y los trabajadores podrían “morir de hambre” (ibíd.: 85). Es comprensible que los trabajadores se rebelen dado que “están desesperados (ibíd.: 84-5). Sin embargo, su acción es imprudente porque “los trabajadores muy rara vez reciben alguna ventaja de la violencia de estas asociaciones tumultuosas” (ibíd.: 85).
Para el autor de Las riquezas de las naciones, el conflicto de clases sólo puede resolverse determinando el verdadero interés del trabajador y este verdadero interés reside en una acumulación progresiva y sostenida. “Los trabajadores hacen bien en no luchar, porque con el aumento del excedente se acumulan los stocks, aumentando el número de trabajadores, y el aumento de los ingresos y de los stocks es el aumento de la riqueza nacional. Con el aumento de la riqueza nacional […] aumenta la demanda de quienes viven de sus salarios” (ibíd.: 86-7). Esto es pues, el famoso efecto del derrame: la acumulación según Smith aumenta la riqueza nacional y “es la causa de un aumento del salario de los trabajadores” (ibíd.: 87). Smith llama a esto “la recompensa liberal por el trabajo”. Una consecuencia de este razonamiento es, por supuesto, que si hay pobres, entonces, indica que “hay un estancamiento” (ibíd.: 91) que requiere la acción estatal para facilitar “la baratura de todo tipo de bienes” (ibíd.: 333). Los propietarios del capital en algunos países podrían recibir tasas de retorno sobre sus inversiones más altas que en otros países, “lo que indudablemente demuestra la redundancia de su capital” (Smith, 1976a: 109). El mantenimiento del capital requiere de un ajuste competitivo y la tarea de facilitarlo “pertenece a la policía” (Smith, 1978: 5).
Según Smith, “la riqueza nacional” y “los trabajadores” se benefician de una acumulación progresiva. Sin embargo, los propietarios del capital tienen una relación ambigua con la acumulación progresiva, porque el aumento del capital, que aumenta los salarios, tiende a una ganancia más baja” (Smith, 1976a: 105). Por lo tanto, los capitalistas podrían tratar de mantener la tasa de ganancias artificialmente, impidiendo la libertad natural del mercado, por ejemplo por medio de fijar los precios o el proteccionismo. Esta afirmación del poder privado “produce lo que llamamos policía. Se considera que cualquier reglamentación que se haga con respecto al intercambio, al comercio, a la agricultura o a las industrias del país, es una tarea de la policía” (Smith, 1978: 5). Es decir, “el sistema económico requiere de una policía de mercado con una fuerte autoridad estatal para su protección y mantenimiento” (Rüstow, 1942: 289) y un poder policial efectivo implica “un Estado fuerte, un Estado donde corresponda: por encima y más allá de la economía, por encima y más allá de las partes interesadas” (Rüstow, 1963: 258). La capacidad del Estado de proteger y mantener la ley del valor depende de su separación de la sociedad civil. La independencia del Estado respecto de la sociedad es lo que permite un funcionamiento efectivo como Estado capitalista. Cuando no pueda mantener su separación de la sociedad, esto “llevará eventualmente a una guerra de clases” (Nicholls, 1984: 170).
Según Hegel (1967: 210), la prevención de la guerra de clases podría anticiparse por medio de “guerras exitosas” que “han frenado el descontento interno y consolidado el poder del Estado en el país”. También abogó por el uso de medios éticos, incluyendo la igualdad regresiva del nacionalismo, que supone que independientemente de nuestras diferentes condiciones, somos todos miembros de un único barco nacional, una comunidad imaginaria que se propone superar las relaciones de clase.[8]Antes que Hegel, Smith (1976a:723) ya había propugnado que el Estado debe promover “la instrucción del pueblo”, principalmente por medio de la educación y del entretenimiento público. Aducía que el gobierno debía esforzarse para compensar las consecuencias sociales de la acumulación, asumiendo la responsabilidad de realizar actividades culturales para mantener la constitución liberal de la sociedad civil. Contra la falsa conciencia de la guerra de clases, el Estado debía lograr que los trabajadores se den cuenta de que sus verdaderos intereses están mejor servidos por la acumulación progresiva. En palabras de Müller-Armack, un ordoliberal muy famoso, que acuñó la frase “economía social de mercado”,[9] esto llevaría a incluir la competitividad “en un estilo de vida total” (Müller-Armack, 1978: 328). El objetivo del Estado es pues asegurar “la erradicación completa de todo desorden de los mercados y la eliminación del poder privado de la economía” (Böhm, citado por Haselbach, 1991: 92). Al mercado libre se le asigna, pues, una esfera no estatal bajo la protección del Estado. El Estado despolitiza la conducta de las relaciones sociales y las denomina relaciones de libertad, de libre albedrío, de igualdad y de Bentham. Lo hace monopolizando lo político como la “violencia concentrada y organizada de la sociedad” (Marx, 1983: 703).
Sus defensores conciben al Estado liberal descaradamente, como un Estado de clase que, aparentemente, funciona a favor del verdadero interés de los obreros, en cuanto a empleos, salarios y condiciones y, por lo tanto, en la acumulación progresiva del capital. El Estado “mantiene a los ricos en la posesión de sus riquezas contra la violencia y la rapacidad de los pobres” (Smith 1978: 338), y enseña a los pobres que su verdadero interés reside en la progresiva acumulación del capital. Por supuesto, el Estado no es un Estado de clase porque sus defensores así lo digan. Sin embargo, la metáfora base–superestructura que dedujo Marx de la economía política clásica,[10] dice que el Estado es la forma política de la ley de la propiedad privada. Como Estado tributario, depende totalmente de la acumulación progresiva del capital. Sin embargo, el carácter de clase del Estado no está definido en términos nacionales. Se deduce de las relaciones internacionales del mercado. Como lo consigna Smith (1976a: 848-49):

[…] el propietario del capital es apropiadamente un ciudadano del mundo y no está necesariamente vinculado a ningún país en particular. Estaría dispuesto a abandonar el país en el que se lo somete a una inquisición vejatoria, para imponerle un impuesto oneroso y llevaría su capital a algún otro país donde pudiese seguir con sus negocios o bien disfrutar de su fortuna con mayor comodidad.

Es decir, “la ley capitalista de propiedad y contratos [trasciende] los sistemas legales nacionales y el dinero mundial [trasciende] las monedas nacionales” (Clarke, 1992: 136 y Bonefeld, 2000). Smith escribió su obra para criticar al Estado mercantilista de entonces. A principios del Siglo XIX se había convertido en una ortodoxia ideológica de un Estado liberalizador.[11] Fue en este contexto que Marx (y Engels) habla, en el Manifiesto Comunista, sobre el carácter cosmopolita de la burguesía y define al Estado nacional como el comité ejecutivo de la burguesía.


IV
La ley está hecha para el Estado y no el Estado para la ley.
[Si] hay que elegir entre los dos, la ley es
la que debe ser sacrificada ante el Estado
(Rossiter, 1948: 11)

En nuestra época, Milton Friedman ha proporcionado una definición convincente del Estado como el comité ejecutivo de la burguesía. Tal como lo afirma, el Estado es “esencial tanto como foro para determinar las ‘reglas de juego’, y como un árbitro para interpretar y hacer cumplir las reglas que se han decidido”. Y es necesario hacer cumplir las reglas “por parte de aquellos pocos que de otro modo no jugarían el juego” (1962: 25). Es decir, “la organización de la actividad económica mediante el intercambio voluntario supone que hemos establecido, a través del gobierno, el mantenimiento de la ley y del orden para impedir la coerción de un individuo sobre otro, hacer cumplir los contratos realizados voluntariamente, definir el significado de los derechos de propiedad, interpretar y hacer cumplir estos derechos y disponer de una estructura monetaria” (ibíd.: 27). El Estado debe “promover la competencia” (ibíd.: 34) y hacer por el mercado “lo que el mercado no puede hacer por sí mismo” (ibíd.: 27). Los liberales, según él, “deben emplear los canales políticos para reconciliar las diferencias porque el Estado es la organización que proporciona los medios “por las que nosotros podemos modificar las reglas” (ibíd.: 23, subrayado mío). Sin embargo, ¿qué pasa cuando ellos interfieren?
La gran calamidad para el capital y su Estado no es incorporar una representación de la clase obrera en el sistema de la democracia liberal. Como dice Simon Clarke (1991: 200):

[…] el desarrollo de la representación parlamentaria para la clase obrera, por más posibilidades que proporcione para mejorar las condiciones materiales de sectores de la clase obrera, lejos de ser una expresión de la fuerza obrera colectiva, se convierte en el medio por el cual se la divide, desmoviliza y desmoraliza.[12]

El gran peligro es la democratización de la sociedad.[13] Esta democratización pone de relieve la separación burguesa entre sociedad y Estado y lo hace reconociendo y organizando sus “‘forces propres’ como fuerzas sociales” (Marx, 1964: 370). De acuerdo a las concepciones de los defensores (neo) liberales, esta democratización, es decir, la politización de las relaciones sociales del trabajo por medio de luchas sociales sostenidas, es inherente al “sistema de mercado”. Para Smith, por ejemplo, la lucha de clases se deriva de las condiciones desesperadas de los trabajadores, y sostenía que esta lucha expresa una conciencia falsa, porque la mejora de las condiciones depende de una acumulación progresiva, y apela al Estado para asegurar provisiones baratas (por medio de una mayor productividad obrera). Los ordoliberales razonan en forma similar. En su concepción, la tendencia de lo que ellos llaman proletarización es inherente a las relaciones sociales capitalistas que si no se las controla, llevan a las crisis sociales, a los disturbios y al desorden. Su contención es una responsabilidad política y las medidas de contención varían desde la internalización de la competitividad (Müller-Armack, 1978), la creación de una sociedad de cooperativas (Röpke, 1949), la transformación de una sociedad proletaria en una democracia de propietarios (Brittan, 1984), la regulación supranacional del dinero y las leyes (Hayek, 1939; Müller-Armack, 1971) y la acción política contra la organización colectiva: “para que la libertad tenga una posibilidad de sobrevivir y se mantengan las reglas que aseguren las decisiones individuales libres” el Estado debe actuar (Willgerodt y Peacock, 1989: 6), y “los principios más fundamentales de una sociedad libre [...] podrían tener que ser transitoriamente sacrificados [...] [para preservar] a largo plazo la libertad” (Hayek 1960: 217). En tiempos de crisis, “ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que todo el sacrificio temporario de la democracia misma” (Rossiter, 1949: 314). Para que prevalezca la justicia, hay que restaurar el orden. La ley no es aplicable al desorden social. La ley es la consecuencia del orden y el reinado de la ley depende de la fuerza de la ley. Es por esta razón, que quien se proclama ciudadano, también está bajo sospecha como potencial riesgo a la seguridad.
Entonces, el uso de “una fuerza honesta y organizada”[14] se refiere a las acciones policiales realizadas para facilitar y mantener la justicia, este pilar de la ley de la propiedad privada. ¿Qué es un salario justo? La noción de salario justo presupone que el contrato laboral se realiza entre partes iguales de un intercambio, cada una contratando con libre albedrío y libertad, buscando fortalecer sus respectivos intereses. La codificación de la relación entre el capitalista y el trabajador como ciudadanos libres e iguales, se contradice por el contenido del intercambio. Una vez firmado el contrato laboral, la fábrica reclama al obrero. El contrato de trabajo es la forma fundamental de la libertad burguesa: relaciona la igualdad con la explotación.
En verdad, la Economía Política es una discusión académica sobre cómo puede dividirse el botín extraído al trabajador (Marx, 1983: 559) y cuanto más tiene el trabajador, tanto mejor. Después de todo, es su trabajo social lo que produce la “riqueza de las naciones”, en un contexto en el cual “el trabajador pertenece al capital antes incluso de haberse vendido al capital” (Marx, 1983: 542). Entonces, la sugerencia optimista de que un modo de regulación capitalista “postneoliberal” beneficiará a los trabajadores porque crea empleos, convierte las demandas de la clase obrera por empleos y seguridad social en una política de crecimiento económico, es decir, en la presión sobre el Estado para facilitar el aumento de la tasa de acumulación.[15] La opinión de Smith de que la acumulación progresiva es la que mejor sirve al interés de los trabajadores parece confirmarse así en todas las formas posibles. En el neoliberalismo, así como en el postneoliberalismo, la clase obrera sigue siendo “un objeto del poder estatal. El poder judicial del Estado se esconde detrás de la apropiación del trabajo sin equivalentes por la clase capitalista, mientras impide a la clase obrera usar su poder colectivo para afirmar su derecho al producto de ese trabajo” (ibíd.: 198). El poder jurídico del Estado no sólo implica el reconocimiento legal del individuo social como propietario. También implica la fuerza de la ley. O como decía Walter Benjamin: para los oprimidos “el ‘estado de emergencia’ […] no es la excepción, sino la regla” (Benjamin, 1965: 84).


Conclusiones

La fácil aceptación de la crisis capitalista como un punto de transición de un régimen de acumulación hacia un nuevo régimen de acumulación se basa en ciertos rasgos del desarrollo capitalista que son elevados a la categoría de caracteres determinantes de un modo de regulación capitalista particular.[16] El carácter superficial de este análisis impide comprender los rasgos más duraderos de las relaciones sociales capitalistas. Es llamativo su desprecio por la historia. La historia nos dice “con qué rapidez una época de prosperidad global, perspectivas subyacentes de paz mundial y de armonía internacional, puede convertirse en una época de confrontación global que culmine en una guerra. Si esta perspectiva no parece posible hoy en día, tampoco lo parecía hace cien años” (Clarke, 2001: 91) y parece más probable hoy que ayer. La historia nos dice que la solución a las crisis capitalistas –proclamadas como un capitalismo del crecimiento económico, de los empleos y las condiciones de vida– es potencialmente la barbarie.[17] O sea, que la idea de cambios constantes del régimen capitalista revela una reducción de la conciencia histórica. Esta idea justifica la mala memoria y justifica, también, lo que se olvida.
He sostenido que el carácter del Estado neoliberal no se define por su relación con el mercado, sino por las clases. También, he sostenido que el Estado capitalista es fundamentalmente un Estado liberal.[18] Ya sea que lo llamemos neoliberal, postneoliberal, keynesiano, fordista o post-fordista, en cualquier caso la finalidad del Estado está implicada en su carácter burgués, y eso significa “dominar la fuerza de trabajo” (Hirsch, 1997: 47; Agnoli, 1990). El viejo dicho de que el Estado es el comité ejecutivo de la burguesía, lo resume muy bien.

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Enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
Traducido del inglés por Sibila Seibert. Corrección final por Francisco T. Sobrino.

[1]La distinción implícita que hace Altvater entre el capitalismo de producción bueno y el capitalismo de dinero parasitario malo, es bastante desafortunada. Esta distinción falla en su conceptualización del capitalismo. También es desafortunada la mitología sobre la “Gran Bretaña de Thatcher”. Sobre la conexión crítica entre acumulación productiva y acumulación monetaria, así como su desarrollo durante el período de Thatcher, véase Bonefeld (1993).
[2] El ordoliberalismo se desarrolló en Alemania durante la crisis de Weimar, desde fines de la década de 1920 en adelante. Esta corriente afirmaba que la economía libre exigía un estado fuerte para su “facilitación” y protección. Hayek se unió a los ordoliberales después de la derrota del nazismo. El ordoliberalismo o la escuela de Friburgo, como se la llamó más tarde, instaló los cimientos del neoliberalismo contemporáneo. Cfr. Haselbach (1991) y Bonefeld (2006).
[3] Cfr. Glyn, 2006.
[4] Como el estallido de 1987, la profunda recesión de principios de los noventa, la crisis europea de las divisas en 1992 y 1993, la crisis mexicana de 1994, la crisis del sudeste asiático de 1997, la crisis rusa de 1998, la crisis brasileña de 1999 y la crisis argentina de 2001. El período entre 2001 y 2007 se caracterizó por los gastos militares, una montaña de deuda pública y privada, guerra, torturas y pobreza. Durante este período, la exorbitante tasa de acumulación de China garantizó la enorme acumulación de demandas sobre la extracción futura de valor en el presente (sobre la relación entre crédito y valor. Cfr. Bonefeld y Holloway 1996).
[5]Arrighi (2007), por el contrario, dice que China es un ejemplo excelente de la transformación neoliberal.
[6] Sobre la historia de esta demanda en el contexto del desarrollo del concepto de Estado aceptado por la Conference of Socialist Economists, véase Bonefeld (2008).
[7] Cfr. Smith, 1976a: 723.
[8] La fuerza de esta apelación ética es evidente, por ejemplo, en lo que Radice (2000) criticaba como “nacionalismo progresista”. Este nacionalismo distingue entre “el sentimiento nacional sano y el nacionalismo patológico. [Esto es tan ideológico] como lo es creer en la opinión normal en contacto con opiniones patogénicas. La dinámica que lleva desde el supuesto sentimiento nacional sano a su exceso sobrevalorado no puede detenerse, porque su falsedad está enraizada en el acto mismo en que una persona se identifica a sí misma con el nexo irracional de la naturaleza y de la sociedad en la que por casualidad se encuentra” (Adorno, 1998: 118).
[9] La frase “economía social de mercado” es opaca. Significa distintas cosas para distinta gente. En su origen
 neoliberal, el aspecto social de la economía de mercado significaba una “decisión honesta” para el mercado libre. Balogh (1950, pág. 5) define la economía social del mercado de manera sucinta. “Es el planeamiento por el mecanismo de los precios.”
[10] Y que por lo tanto no supera la economía política clásica (cfr. Bonefeld, 1992, 2003).
[11] Cfr. Clarke, 1988, cap. 1.
[12] Cfr. Agnoli (2002) y Radice (2001).
[13]En las palabras memorables de Hennis: “la democratización de la sociedad es el enemigo principal [Hauptfeind] de la democracia” (citado por Agnoli, 1990: 136, nota 7).
[14]Cfr. Wolf, 2001.
[15] Cfr. Clarke, 1991: 200.
[16] Cfr. Bonefeld, 1987.
[17]Cfr. Bonefeld, Holloway, 1995 y Bond, 2009.
[18] Véase Bonefeld, W., 1987, 1994, 1995a, 1995b, 2005a, 2005b, 2005c, 2006a, 2006b, 2008.

Herramienta web 10





La muerte de Roger Garaudy


Paco Peña
Rebelión

Roger Garaudy ha fallecido a los 99 años, luego de recorrer casi un siglo como « solitario ». A fines de 2001 había sufrido dos ataques cerebrales en Córdoba, mientras participaba en un evento en el Museo de la Torre de Calahorra, al que había dedicado sus últimos esfuerzos, el diálogo de civilizaciones y la “unión sinfónica” de todas las culturas. 

 Controvertido y polémico, Roger Garaudy resistió desde muy joven al establishment a lo largo de su “vuelta al mundo en solitario”. Nació en Marsella, en el seno de una modesta familia, católico y militante comunista desde 1933, profesor de filosofía y resistente en 1939, fue deportado al campo de prisioneros de Djelfa, en Argelia, por el gobierno colaboracionista de Vichy. Electo diputado por el PCF en 1945 y en 1956, será senador hasta 1962. Al mismo tiempo profesó en las universidades de Clermont Ferrand y Albi y luego en París. Sus trabajos sobre Hegel le valieron una gran notoriedad intelectual. En los años cincuenta había polemizado públicamente con Sartre y más tarde con Althusser. En esa década publicó “Marxismos del siglo XX ». Había integrado a su pensamiento el papel positivo que puede jugar la religión en la transformación del mundo, cuestionando la célebre undécima tesis de Marx sobre Feuerbach, de ahí sus estrechas relaciones con los católicos latinoamericanos de la teología de la liberación.

 Fue a fines de los años setenta, luego de haber sido expulsado del PCF, que Garaudy prosiguió su « búsqueda de Dios” y se convirtió al islam, “la religión dominante de los dominados”, escribió. Su conversión le valió una gran audiencia en el mundo musulmán, siendo declarado Doctor Honoris Causa en numerosas universidades.

 En 1982, decidió afrontar al portaviones del imperio estadounidense en el Cercano Oriente. Publicó una inserción de una página en el diario galo Le Monde, junto a un pastor protestante y a un sacerdote católico, denunciando la invasión de El Líbano por Israel, cuyas tropas, bajo la tutela del ministro de defensa israelí Ariel Sharon, fueron cómplices de la matanza de Sabra y Chatila (2000 civiles, niños y mujeres asesinados a sangre fría) perpetrada por sus aliados de las Fuerzas libanesas, marionetas bajo control de Tel Aviv. Posteriormente, en 1995, escribió su libro más polémico : Los mitos fundacionales de la política israelí . Filósofo y no historiador, en dicho texto, cuestiona las conclusiones del Tribunal de Nuremberg,“tribunal de vencedores”. Condenado en virtud de la ley gala Fabius-Gayssot, que prohíbe impugnar dichas conclusiones y entrega a los jueces y no a los historiadores la potestad de estatuir sobre cuestiones históricas, Garaudy siguió su “búsqueda de Dios”, sometido al ostracismo comunicacional por el pensamiento único dominante.

 Punto Final lo entrevistó varias veces y en 2001 visitó Chile invitado por la Corporación Urracas Emaús, dictando conferencias en la institución fundada por su amigo el abate Pierre y en varias universidades; concedió además una larga entrevista a Christián Warken del Canal 13, que curiosamente nunca fue difundida.

 Para quienes tuvimos la suerte de conocerlo, el linchamiento y acoso intelectual que sufrió en los últimos años de su vida es el reverso, la cara intolerante, del otrora gran espíritu voltaireano francés, hoy pisoteado por el establishment :”No estoy completamente de acuerdo con tus ideas pero estoy dispuesto a dar mi vida por defender tu derecho a expresarlas”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.





Sexta carta a las izquierdas
Boaventura de Sousa Santos
Carta Maior
Traducido para Rebelión por Antoni Jesús Aguiló y José Luis Exeni.


Históricamente, las izquierdas se dividieron en torno a los modelos de socialismo y sus vías de realización. Puesto que el socialismo no forma parte, por ahora, de la agenda política (incluso en América Latina la discusión sobre el socialismo del siglo XXI pierde fuerza), las izquierdas parecen dividirse en torno a los modelos de capitalismo. A primera vista, esta división tiene poco sentido porque, por un lado, actualmente hay un modelo global de capitalismo, desde hace tiempo hegemónico, dominado por la lógica del capital financiero, basado en la búsqueda del máximo beneficio en el menor tiempo posible, sean cuales sean los costes sociales o el grado de destrucción de la naturaleza. Por otro lado, la disputa en torno a los modelos de capitalismo debería ser más una controversia abierta entre las derechas que entre las izquierdas. Sin embargo, no es así. A pesar de su globalidad, las características del modelo de capitalismo dominante varían en distintos países y regiones del mundo y las izquierdas tienen un interés vital en discutirlas, no sólo porque están en juego las condiciones de vida, aquí y ahora, de las clases populares, que son el soporte político de las izquierdas, sino también porque la lucha por horizontes poscapitalistas (a los que algunas izquierdas no han renunciado) dependerá mucho del capitalismo real del que se parta. 

 Dado el carácter global del capitalismo, el análisis de los diferentes contextos debe tener en cuenta que, a pesar de sus diferencias, éstas forman parte del mismo texto. De este modo, la actual disyunción entre las izquierdas europeas y las de otros continentes, principalmente las izquierdas latinoamericanas, es perturbadora. Mientras las izquierdas europeas parecen estar de acuerdo en que el crecimiento es la solución a todos los males de Europa, las izquierdas latinoamericanas están profundamente divididas sobre el crecimiento y el modelo de desarrollo en el que se basa. Veamos el contraste. Las izquierdas europeas parecen haber descubierto que la apuesta por el crecimiento económico es lo que las distingue de las derechas, instaladas en la consolidación presupuestaria y la austeridad. Crecimiento significa empleo y éste, a su vez, mejora de las condiciones de vida de la mayoría. No problematizar el crecimiento implica la idea de que cualquier crecimiento es bueno. Se trata de una idea suicida para las izquierdas. Por un lado, las derechas la aceptan con facilidad (tal y como están haciendo, porque están convencidas de que será su tipo de crecimiento el que prevalezca). Por otro, significa un grave retroceso histórico en relación con los avances de las luchas ecológicas de las últimas décadas, en las que algunas izquierdas tuvieron un papel determinante. Es decir, se omite que el modelo de crecimiento dominante es insostenible. En pleno periodo preparatorio de la Conferencia de la ONU Río+20, no se habla de sostenibilidad, como tampoco se cuestiona el concepto de “economía verde” a pesar de que, más allá del color de los billetes de dólar, resulte difícil imaginar un capitalismo verde.

 En contraste, en América Latina las izquierdas están polarizadas como nunca en torno al modelo de crecimiento y de desarrollo. La voracidad de China, el consumo digital sediento de metales raros y la especulación financiera sobre la tierra, las materias primas y los bienes alimentarios están provocando una carrera sin precedentes por los recursos naturales: explotación minera de gran escala a cielo abierto, explotación petrolera, expansión de la frontera agrícola. El crecimiento económico propiciado por esta carrera colisiona con el aumento exponencial de la deuda socioambiental: apropiación y contaminación del agua, expulsión de millares de campesinos pobres y de pueblos indígenas de sus territorios ancestrales, deforestación, destrucción de la biodiversidad, ruina de modos de vida y de economías que hasta ahora parecían garantizar la sostenibilidad. Desafiada ante tal contradicción, una parte de las izquierdas opta por la oportunidad extractivista con la premisa de que los rendimientos generados se orienten a reducir la pobreza y construir infraestructura. La otra parte, en cambio, entiende el nuevo extractivismo como la fase colonial más reciente por la cual América Latina está condenada a ser exportadora de naturaleza hacia los centros imperiales que saquean las inmensas riquezas y destruyen los modos de vida y las culturas de los pueblos. La disputa es tan intensa que incluso pone en tensión la estabilidad política de países como Bolivia y Ecuador.

 La discrepancia entre las izquierdas europeas y las izquierdas latinoamericanas reside en el hecho de que solo las primeras suscribieron incondicionalmente el “pacto colonial” según el cual los avances del capitalismo valen por sí mismos, aunque hayan sido (y continúen siendo) obtenidos a costa de la opresión colonial de los pueblos extraeuropeos. Así, nada nuevo se presenta en el frente occidental en tanto sea posible externalizar  la miseria humana y la destrucción de la naturaleza.

 Para superar este contraste y avanzar en la construcción de alianzas transcontinentales son necesarias dos condiciones. Por una parte, las izquierdas europeas deberían objetar el consenso del crecimiento que, o es falso, o significa la complicidad repugnante con una larguísima injusticia histórica. Asimismo, deberían discutir la cuestión de la insostenibilidad y poner en causa tanto el mito del crecimiento infinito como la idea de la inagotable disponibilidad de la naturaleza en que se asienta, asumiendo que los crecientes costes socioambientales del capitalismo no son superables con imaginarias economías verdes. Por último, deberían defender que la prosperidad y la felicidad de la sociedad dependen menos del crecimiento que de la justicia social y de la racionalidad ambiental; y tener el coraje de afirmar que la lucha por la reducción de la pobreza es una burla para disfrazar la lucha, que no se quiere entablar, contra la concentración de la riqueza.

 Por su parte, las izquierdas latinoamericanas deberían discutir las antinomias entre el corto y el largo plazo, teniendo en mente que el futuro de las rentas diferenciales generadas hoy por la explotación de los recursos naturales está bajo control de pocas empresas multinacionales y que, al final de este ciclo extractivista, los países podrían quedar más empobrecidos y dependientes que nunca. Deberían reconocer también que el nacionalismo extractivista garantiza para el Estado recetas que podrían tener una importante utilidad social solo si son empleadas, al menos en parte, para financiar una política de transición del actual extractivismo depredador a una economía plural en la cual el extractivismo únicamente será útil en la medida en que sea indispensable. Esta transición debería comenzar de inmediato.

 Las condiciones para políticas de convergencia global son exigentes pero no imposibles, y expresan opciones que no deben ser descartadas bajo pretexto de ser políticas de lo imposible. La cuestión no está en optar entre la política de lo posible o la política de lo imposible. Está en saber situarse, siempre, en el lado izquierdo de lo posible.


Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).



Fuente: http://www.cartamaior.com.br/templates/colunaMostrar.cfm?coluna_id=5613






La lucha de clases en Europa y las raíces de la crisis económica mundial

Autor(es): Chesnais, François

Revista Herramienta No.49
Chesnais, François. Profesor emérito en la Universidad de París 13-Villetaneuse. Destacado marxista, es parte del Consejo científico de ATTAC-Francia, director de Carré rouge, y miembro del Consejo asesor de Herramienta, con la que colabora asiduamente. Es autor de La Mondialisation du capital y coordinador de La finance mondialisée, racines sociales et politiques, configuration, conséquences. La finance capitaliste, último libro bajo su dirección, acaba de ser publicado por Ediciones Herramienta. E-mail: chesnaisf@free.fr

Después de haber sido presentada durante mucho tiempo como “deuda de los Estados”, la crisis de los bancos europeos y del euro se desarrolló con rapidez creciente a partir de octubre (2011). Su marco es la crisis económica y financiera mundial en curso desde hace más de cuatro años y constituye un momento de la misma en el terreno específicamente financiero. En las primeras fases de la crisis, el epicentro de la misma estuvo en Wall Street y la City. La dimensión y alcance del shadow banking system y la debilidad de las medidas de seguridad introducidas después de las declaraciones del G20 de Londres en mayo 2009 hacen que estos dos centros neurálgicos de las finanzas, tarde o temprano, marcharán hacia nuevas convulsiones financieras. Por el momento, el escenario está en Europa y la zona del euro. Desde mediados de octubre, para seguir la crisis harían falta un artículo o más por semana. Lo impiden tanto la periodicidad de Carré rouge como los objetivos del colectivo que la edita. Este artículo toma distancia de la situación inmediata. 

La crisis financiera europea es la manifestación, en la esfera de las finanzas, de la situación de semiparálisis en que se encuentra la economía mundial. En este momento es su manifestación más visible, pero de ningún modo la única. Las políticas de austeridad aplicadas simultáneamente en la mayor parte de los países de la Unión Europea (UE) contribuyen a la espiral recesiva mundial, pero no constituyen su única causa. Fueron elocuentes los encabezamientos de la nota de perspectiva de septiembre de 2011 de la OCDE: “La actividad mundial está cerca del estancamiento”, “El comercio mundial se contrajo, los desequilibrios mundiales persisten”, “En el mercado del trabajo, las mejoras son cada vez menos perceptibles”, “La confianza ha disminuido”, etcétera. Luego de las proyecciones de Eurostat a mediados de noviembre de una contracción económica de la UE, a la que no escaparía ni siquiera Alemania, la nota de la OCDE del 28 de noviembre señala un “considerable deterioro”, con un crecimiento del 1,6% para el conjunto de la OCDE y del 3,4% para el conjunto de la economía mundial.
Comprensiblemente, la atención de los trabajadores y los jóvenes de Europa está centrada en las consecuencias del “fin de trayecto” y el “sálvese quien pueda” de las burguesías europeas. La crisis política de la UE y la zona euro, así como las interminables vacilaciones del BCE alrededor del financiamiento directo de los países en mayores dificultades, son sus manifestaciones más visibles. Se tiende a endurecer las políticas de austeridad y a montar un operativo de “salvataje total” del que no escape país alguno. Sin embargo, la situación europea no puede ser comprendida independientemente de la consideración de la situación de la economía mundial en su totalidad.
La CNUCED comienza su informe señalando que “el grado de integración e interdependencia económicas en el mundo actual no tiene precedentes” (CNUCED, 2011).Este reconocimiento es un innegable progreso intelectual en el que muchos comentadores e, incluso, militantes de izquierda bien podrían inspirarse. El campo de la crisis es el del “sistema de cambio internacional más desarrollado” del que ya habla Marx en sus tempranos escritos económicos (Marx, 1971: 161). Hoy, tras la reintegración de China y la plena incorporación de la India en la economía capitalista mundial, la densidad de las relaciones de interconexión y la velocidad de interacciones en el mercado mundial alcanzan un nivel jamás visto anteriormente. Este es el marco en el que deben ser abordadas las cuestiones esenciales: la sobreacumulación y superproducción, los superpoderes de las instituciones financieras y la competencia intercapitalista.

No hay ningún “fin de crisis” a la vista

En el usual lenguaje económico de inspiración keynesiana, el termino “salida de la crisis” indica el momento en que la inversión y el empleo se recuperan. En términos marxistas, es el momento en que la producción de valor y plusvalor (tomando y haciendo trabajar a los asalariados y vendiendo las mercancías a fin de realizar su apropiación por el capital) está basada en la acumulación de nuevos equipos y la creación de nuevas capacidades de producción. Son muy raras las economías que, como es el caso de China, a pesar de estar insertas en relaciones de interdependencia, sigan disfrutando de cierta autonomía de modo tal que la salida de la crisis pueda concebirse a nivel de la economía del Estado-nación. Todas las demás están insertas en relaciones de interdependencia que determinan que el cierre del ciclo del capital (Dinero-Mercancía-Producto-Mercancía’-Dinero’) de la mayor parte de las empresas (en cualquier caso, de todas las grandes) se realice en el extranjero. Y los mayores grupos directamente deslocalizan todo el ciclo de una parte de sus filiales.
A esto se debe el alcance del atolladero registrado durante el último G20. A más de cuatro años del comienzo de la crisis (agosto 2007) y tres desde las convulsiones provocadas por la quiebra del banco Lehmannn (septiembre 2008), el conjunto de la situación está marcado por la incapacidad, al menos por el momento, del “capital” –los gobiernos, los bancos centrales, el FMI y los grupos privados de centralización y poder del capital colectivamente considerados– para encontrar medios que permitan crear una dinámica como la indicada a nivel de la economía mundial o, como mínimo, en muy grandes sectores de la misma. La crisis de la zona euro y sus impactos sobre un sistema financiero opaco y vulnerable son una expresión de esto. Pero esa incapacidad no implica pasividad política. Lo que ocurre simplemente es que la acción de la burguesía está cada vez mas movida exclusivamente por la voluntad de preservar la dominación de clase, en toda su desnudez. En lo que hace de manera inmediata y directa a los trabajadores de Europa, los centros de decisión capitalista buscan activamente soluciones capaces de proteger los bancos y evitar el inmenso choque financiero que significaría el default de pago de Italia o España, haciendo caer más que nunca todo el peso de la crisis sobre las clases populares. Un testimonio de esto es el desembarco (con pocos días de intervalo), en la cúpula de los gobiernos griego e italiano, de comisionados del capital financiero que fueron designados directamente por este, “evadiendo los procedimientos democráticos”. Lo testimonia asimismo la danza de rumores sobre proyectos de “gobernancia” autoritaria que están siendo discutidos en el seno de la zona euro. Esto tiene implicaciones políticas aún más graves para los trabajadores, porque viene acompañado por el refuerzo del carácter procíclico de las políticas de austeridad y privatización que contribuye a la nueva recesión en marcha.
Los incesantes llamados que desde el otro lado del Atlántico Norte hacen Barak Obama y el Secretario del Tesoro Tim Geithner para que los dirigentes europeos den una rápida respuesta a la crisis del euro traducen el hecho de que “el motor americano”, como dicen los periodistas, está “averiado”. Desde 1998 (rebote de la crisis asiática), el funcionamiento macroeconómico estadounidense fue construido casi enteramente sobre la base del endeudamiento de los hogares, las PyMEs y las colectividades locales. Este “régimen de crecimiento” está muy arraigado: reforzó con tanta fuerza el juego de los mecanismos de distribución desigual de los ingresos[1] que los dirigentes no tienen otra perspectiva a la cual aferrarse que el momento –lejano– en que la gente pueda (o esté en realidad obligada a) endeudarse nuevamente. Las diferencias “irreconciliables” entre Demócratas y Republicanos hacen a dos cuestiones interconectadas: cuál sería la mejor manera de desendeudar al Estado Federal desde esa perspectiva y si puede o, incluso. debe endeudarse más para alcanzar tal objetivo. La incapacidad de concebir cualquier otro “régimen de crecimiento” refleja la casi intocable fuerza económica y política de la oligarquía político-financiera que constituye ese 1%. El movimiento OWS es un primer signo del resquebrajamiento de esta dominación, pero, hasta que no se produzca un terremoto mundial que incluya a los Estados Unidos, la política económica norteamericana seguirá reducida a las inyecciones de dinero del Banco Central (la Fed), o sea, a hacer funcionar la máquina de fabricar billetes, sin que nadie sepa hasta cuándo puede durar eso.
China e India pueden ayudar, como lo hicieron en 2009, a limitar la contracción de la producción y del comercio. En particular, China seguirá –pero con más dificultades que antes– ayudando a surfear la contracción mundial. Con la plena integración de India y de China en la economía se produjo un salto cualitativo en la dimensión del ejercito industrial de reserva a disposición del capitalismo mundial en su conjunto. Adicionalmente, debe recordarse que en China se encuentran algunos de los más importantes focos de sobreacumulación y de sobreproducción. Se habla mucho del efecto de tijeras entre la gran baja de los PIB de los países capitalistas industriales “viejos” y el ascenso de los “grandes emergentes”, y la crisis también aceleró la finalización del período de hegemonía mundial de los Estados Unidos (hegemonía económica, financiera y monetaria desde los años 1930, hegemonía militar no compartida a partir de 1992). Sin embargo, China no está de ninguna manera en condiciones de tomar la posta de los Estados Unidos como potencia hegemónica.

Lo novedoso de la gran cuestión política del período

Este artículo trata de repasar la raíz y la naturaleza de las crisis capitalistas que se han hecho particularmente notorias con la actual crisis y situar a esta en la “historia larga”. La crisis que está en curso estalló al término de una fase muy larga (más de cincuenta años) de acumulación casi ininterrumpida: la única fase de esta duración en toda la historia del capitalismo. Precisamente, la crisis puede durar muchos años, hasta una década, porque tiene como sustrato una sobreacumulación de capacidades de producción especialmente elevada y, como excrecencia, una acumulación de capital ficticio de un monto también sin precedente. Por otro lado, la muy difícil situación de los trabajadores en cualquier parte del mundo –por diferenciada que sea la misma de continente a continente e, incluso, de país a país, debido a sus anteriores trayectorias históricas– resulta de la posición de fuerza ganada por el capital, gracias a la mundialización del ejército industrial de reserva con la extensión de la liberación de los intercambios y de la inversión directa en China.
Si en un horizonte temporal previsible no hay “salida de la crisis” para el capital, de manera complementaria y antagónica, el futuro de los trabajadores y de los jóvenes depende, en gran medida, si no enteramente, de la capacidad para abrirse espacios y darse “tiempos de respiración” políticos propios, a partir de dinámicas que, hoy, solo ellos pueden movilizar. Estamos en una situación mundial en la cual lo decisivo ha pasado a ser la capacidad que logren estos movimientos –nacidos sin aviso– para organizarse de tal modo que conserven una dinámica de “autoalimentación”, incluso en situaciones en las que no existan, a corto plazo, desenlaces políticos claros o definidos. En Túnez, Grecia o Egipto, pero también en los Estados Unidos el movimientos OWS, en el especial contexto nacional de la principal potencia capitalista del mundo y un espacio geográfico continental, lo mejor que los militantes pueden hacer es ayudar a que los actores de los movimientos con esta potencialidad afronten los diversos y numerosos obstáculos con que chocan, y defender la idea de que, en última instancia, las cuestiones sociales decisivas son “quién controla la producción social, con qué objetivo, según qué prioridades y cómo puede ser construido políticamente ese control social”. Posiblemente sea este el sentido de los procesos y consignas “transicionales” hoy en día. Algunos podrán decir que siempre fue así... Pero, dicho en los términos que acabo de utilizar, para gran cantidad de militantes constituye una formulación en gran medida –si no completamente– novedosa.

La valorización “sin fin y sin límites” del capital como motor de la acumulación

Antes de retomar la crisis iniciada en 2007, es preciso explicitar los resortes de la acumulación capitalista. Detengámonos un instante en la teoría de la acumulación en el largo plazo. El objetivo es ayudar, partiendo de una comprensión precisa de los resortes del movimiento de acumulación capitalista, a facilitar la explicitación de la naturaleza de las crisis y a situar cada gran crisis en la historia social y política mundial. Como escribió Paul Mattick, al comentar una indicación de Engels, “ninguna crisis real puede ser entendida si no se la sitúa en el contexto más amplio de desarrollo social global” (Mattick, 1977: 39). La magnitud y los rasgos específicos de las grandes crisis son la resultante de los medios a los que el capital (en un sentido que incluye a los gobiernos de los países capitalistas más importantes) utilizó en el período precedente para “superar estos límites inmanentes” antes de ver “que vuelven a levantarse estos mismos límites todavía con mayor fuerza” (Marx, 1973: III, 248). Las crisis estallan en el momento en que el capital queda nuevamente “reatrapado” por sus contradicciones, enfrentado a las barreras que él mismo se crea. Mientras más importantes hayan sido los medios utilizados para superar sus límites, más prolongado haya sido el tiempo en que esos medios de superación lograron su objetivo, y más pudieron diferir su revelación, más importante será la crisis y más difícil la búsqueda de nuevos medios para “superar estos límites inmanentes”. De este modo, la historia invade la teoría de las crisis.
Cada generación lee y relee a Marx. Y lo hace tanto para seguir la evolución histórica como también para dar cuenta de la experiencia de dificultades teóricas con las que tropezó. Durante muchas décadas predominó la problemática del desarrollo de las fuerzas productivas en sus distintas variantes, con las reminiscencias de las teorías del progreso que la misma podía todavía arrastrar. Hoy, el Marx que, como militante-investigador, hay que leer es el que ayuda a comprender lo que significa la toma del poder de las finanzas D, el dinero en toda su brutalidad, aquel sobre el escribió en los Manuscritos de 1857-58 diciendo que “el capital […] en tanto representante de la forma universal de la riqueza –el dinero– constituye el impulso desenfrenado y desmesurado de pasar por encima de sus propias barreras” (Ibíd.: 276). O también el que sostiene, en El capital, que la “la circulación del dinero como capital lleva en sí mismo su fin, pues la valorización del valor sólo se da dentro de este proceso constantemente renovado. El movimiento del capital es, por tanto, incesante” (Ibíd.: I, 108).A lo largo del siglo XX, mucho más que en el momento en que Marx lo estudiara, el capital evidenció un profundo nivel de indiferencia en cuanto al uso social de las mercancías producidas o a la finalidad de las inversiones.
Desde hace treinta años, la “riqueza abstracta” ha tomado cada vez más la forma de masas de capital-dinero en busca de valorización colocadas en las manos de instituciones –grandes bancos, sociedades de seguro, fondos de pensión y Hedge Funds– cuyo “oficio” es el de valorizar sus haberes de manera puramente financiera, sin salir de la esfera de los mercados de títulos y de activos ficticios “derivados” de títulos, sin pasar por la producción. En tanto que las acciones y los títulos de deuda –pública, de las empresas o los hogares– solo son “vales”, derechos a apropiarse de una parte del valor y de la plusvalía, concentraciones inmensas de dinero se vuelcan al “ciclo corto Dinero-Dinero” que representa la suprema expresión de lo que Marx llama el fetichismo del dinero. Expresada mediante formas cada vez más abstractas, ficticias, “nocionales” (término utilizado por los economistas de las finanzas) de dinero, la indiferencia ante las consecuencias de la valorización sin fin y sin límites del capital impregna la economía y la política, incluso en “tiempos de paz”.
Los rasgos principales del capital a interés que fueron destacados por Marx –mantenerse “al margen del proceso de  producción” y presentar “el interés como el verdadero fruto del capital, como lo originario, y con la ganancia transfigurada ahora como ganancia de empresario, como simple accesorio y aditamento añadido en el proceso de reproducción” (Ibíd.: III, 374)– hoy enfrentan a los dirigentes capitalistas con toda la sociedad, con el conjunto de la sociedad. Lo que ocurre a nivel de la distribución (el 1% frente al 99%, según dice la consigna de los militantes de OWS) es solo la expresión más fácilmente perceptible de procesos mucho más profundos. En la cúspide de los grandes grupos financieros –tanto en los llamados “con predominio industrial” como en los demás–, existe una fusión casi completa entre el “capital-propiedad” y el “capital-función”, que Marx identificara para oponerlos parcialmente. “La era de los managers” dejó lugar a otra en la cual hay una identidad de visión casi completa entre los accionistas y los dirigentes. Para un capital en el que las finanzas están en el puesto de mando, la búsqueda “desenfrenada y desmesurada” de la valorización debe ser conducida mucho más implacablemente si el sistema está en crisis. Los “vales” sobre la producción en forma de dividendos o intereses están amenazados y alcanzan montos que después de los años 1920 nunca habían sido tan elevados. Es por esto que, ya sea que se trate de los trabajadores que el capital emplea pese a la situación de sobreproducción, o de los recursos básicos que se rarifican o incluso de la posición a adoptar frente al cambio climático y sus previsibles consecuencias, el reflejo predominante en el capital tomado de conjunto es intensificar la explotación de “las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (Ibíd.: I, 424) y esto, ilimitádamente, hasta el agotamiento, sean cuales fueren las consecuencias. No puedo extenderme acá en el análisis de las cuestiones ecológicas y su interacción con el movimiento de la acumulación y sus contradicciones, pero cabe señalar que, con la crisis, estas interacciones se hacen aún mas estrechas, como lo muestra el último informe de la Agencia Internacional de la Energía (Reverchon, 2011).

Centralización y concentración del capital e intensificación de la competencia intercapitalista

La idea asociada a la expresión “los amos del mundo”, la de una sociedad planetaria del tipo de Metrópolis de Fritz Lang, acaba de ser reforzada por la difusión de un estudio estadístico muy importante sobre las interconexiones financieras entre los más grandes bancos y empresas transnacionales, publicado por el Instituto Federal Suizo de la Tecnología de Zurich (Vitali et al.). Sería necesario un artículo entero para examinar la metodología, los datos de base y las conclusiones de este ambicioso estudio, cuyos resultados tienen importantes implicaciones pero deben ser cruzados con otros hechos. ¿Qué sentido tiene clasificar a cinco grupos financieros franceses (Axa en el cuarto lugar y la Société Générale en el puesto veinticuatro) entre los cincuenta primeros grupos mundiales en base al número de sus lazos (caracterizados como de “control”) con otros bancos y empresas? ¿Cómo reconciliar esta información, con la exigencia de acudir al salvataje de esos mismos grupos? ¿No será que la densidad de interconexiones financieras traduce sobre todo el flujo de operaciones financieras en las que los grupos en cuestión son intermediarios, y los numerosos lazos solo tendrían el estatuto de nudos del sistema y no el de centralizadores de valor y de plusvalía?[2]
En todo caso, la publicidad dada al estudio exige hacer dos tipos de observaciones teóricas que son, al mismo tiempo, indispensables para comprender la situación mundial. Los procesos de liberalización y privatización fortalecieron muchísimo los mecanismos de centralización y de concentración del capital, tanto a nivel nacional como de manera transnacional. Son procesos que alcanzaron tanto al “Sur” como al “Norte”. En determinados sectores de los países llamados “emergentes” –la banca y los servicios financieros, la agroindustria, la minería y los metales básicos– hemos visto la centralización y la concentración del capital y su expansión hacia los países vecinos. En Brasil y Argentina, por ejemplo, la formación de poderosas “oligarquías” modernas marchó a la par de fuertes procesos endógenos de acumulación financiarizada y la valorización de “ventajas comparativas” acordes a las necesidades en materias primas de esta acumulación mundial en la que China pasó a ser el pivote. Especialmente en Brasil se han constituido oligopolios que rivalizan con sus pares norteamericanos o australianos en la extracción y la transformación de metales y la agroindustria. Debido a la mundialización, las interconexiones entre los bancos y entre bancos y empresas comprometidas con la producción industrial y los servicios, ha pasado a ser más fuertemente transnacional que en cualquier otro momento. El campo de acción de lo que Lenin llamaba “entrelazamiento”, es la economía mundial. No por eso el capital es monolítico. El entrelazamiento no borra la competencia entre los oligopolios que, en ocasión de la crisis, recuperan rasgos nacionales y comportamientos poco cooperativos. Lo que hoy prevalece en el arena mundial es lo que Marx llama “la anarquía de la producción”, cuyo aguijón es la competencia, incluso si el monopolio y el oligopolio son la forma absolutamente dominante de los “múltiples capitales” que conjuga el capital considerado como totalidad. Los Estados, o más exactamente, algunos Estados, los que todavía tienen medios para ello, son cada vez más los agentes activos de esta competencia. El único Estado que en Europa continental conserva esos medios es Alemania. No ocurre lo mismo en Francia, donde la burguesía se hizo nuevamente financiera y rentista, dejó que se produjera un proceso de desindustrialización, se encerró en la opción energética de lo nuclear y ve ahora que sus “campeones nacionales” caen uno tras otro. Por eso las dudas respecto a la presencia de bancos franceses entre los cincuenta “amos del mundo”.
La otra gran observación referida a la centralización-concentración del capital nos devuelve a nuestro hilo conductor. La razón por la cual las leyes coercitivas de la competencia deshacen las tendencias que van en el sentido del acuerdo entre los oligopolios mundiales, es que el capital, por centralizado que sea, no tiene, sin embargo, el poder de liberarse de las contradicciones que le son consustanciales, así como no puede bloquear el momento en que vuelve a encontrarse con sus “límites inmanentes”.

El capital “reatrapado” por los métodos elegidos durante cuarenta años para superar las barreras inmanentes

Como ya dijimos, la actual crisis se produce al término de la fase de acumulación ininterrumpida más larga de toda la historia del capitalismo. Las burguesías aprovecharon plenamente la política aplicada por la URSS y más tarde por la China (especialmente en Indonesia entre 1960 y 1965) para contener la revolución social anticapitalista y antiimperialista en donde esta apareciera y para quebrar al movimiento antiburocrático, desde Berlín en 1953 y Budapest en 1965 hasta Tiananmen en 1989. El capital –los gobiernos del los principales países capitalistas con sus cambiantes relaciones con los núcleos privados de centralización del capital y de poder de las finanzas y de la gran industria– pudieron encontrar, a partir de 1978-1980, respuestas a las barreras resultantes de sus contradicciones internas. En 1973-1975, con la recesión, terminó el período llamado “los treinta gloriosos” cuyo fundamento fue –nunca será superfluo repetirlo– la inmensa destrucción de capital productivo y de medios de transporte y comunicación provocada por el efecto sucesivo de la crisis de los años 1930 y de la Segunda Guerra Mundial. El capital se encontró nuevamente confrontado con sus contradicciones internas, bajo la forma de lo que algunos han llamado “crisis estructural del capitalismo”.
Se dieron tres respuestas sucesivas –que no se reemplazaron, sino que se superpusieron unas a otras– que permitieron al capital prolongar la acumulación de más de treinta años. Fue en primer lugar –tras un último intento de “relanzamiento keynesiano” en 1975-77– la adopción, a partir de 1978, de políticas neoconservadoras de liberalización y de desreglamentación con que se tejió la mundializacion del capital. La “tercera revolución industrial” de las Tecnologías de la Información y la Comunicación estuvo estrechamente asociada con esto. Pero si bien las TIC fueron un factor que contribuyó a asegurar su éxito, se trató de una respuesta ante todo política. Estuvo basada en el fuerte basamento ideológico-político construido por Friedrich Hayek y Milton Friedman (Dardot & Laval, 2009). Luego, el “régimen de crecimiento” antes descrito, en el cual el sostén central de la acumulación pasaron a ser el endeudamiento privado y, en menor medida, el endeudamiento público. Y la tercera respuesta fue la incorporación, por etapas, de China en los mecanismos de la acumulación mundial, coronada con su ingreso en la Organización Mundial del Comercio.
Tomando como hilo conductor la idea de que el capital se encuentra con que “vuelven a levantarse los mismos límites todavía con mayor fuerza” y, partiendo de los tres factores que acabo de señalar, puede apreciarse la magnitud y la probable duración de la gran crisis comenzada en agosto de 2007.

La sobreacumulación como fundamental sustrato de la crisis

La excepcional duración de la fase de acumulación, que tuvo momentos de desaceleración y una cantidad creciente de advertencias (especialmente la crisis asiática de 1988), pero nunca un verdadero corte, a la que se suma la integración de China, al finalizar ese período, en el mercado mundial, hacen que la sobreacumulación sea la mayor barrera que el capital encuentra, nuevamente, frente sí. Más allá de los rasgos específicos de cada gran crisis, la razón primera de todas ellas es la sobreacumulación de capital. La insaciable sed de plusvalía del capital y el hecho que el capital “se paraliza, no donde lo exige la satisfacción de las necesidades, sino allí donde lo impone la producción y realización de la ganancia” (Marx, 1973: III, 276), explican que las crisis siempre sean crisis de sobreacumulación de medios de producción, cuyo corolario es la sobreproducción de mercancías. Esta sobreacumulación y sobreproducción son “relativas”, su punto de referencia es la tasa mínima de ganancia con la cual los capitalistas continúan invirtiendo y produciendo. La amplitud de la sobreacumulación hoy se debe a que las condiciones específicas que condujeron a la crisis y a su duración ocultaron durante mucho tiempo el subyacente movimiento de caída de la ganancia. Es algo completamente distinto a la clásica euforia de los booms de fin de ciclo. Menos aún se trata de acciones imputables a los traders.
En el caso de los Estados Unidos y los países de la UE, hubo una desactivación de los mecanismos de advertencia debido al endeudamiento cada vez más elevado posibilitado por las “innovaciones financieras”. En el caso de China, son razones políticas las que impiden que la caída de la tasa de ganancia llegue a frenar la acumulación de nuevas capacidad productivas y, menos aún, a detenerla (Gaulard, 2010).
En cada gran crisis, la sobreacumulación de capacidades de producción y la superproducción de mercancías se da en sectores e industrias específicas. La crisis conduce por contagio al estado de superproducción en otras industrias y sectores. El nivel de análisis pertinente es sectorial y, frecuentemente, nacional. A partir del momento en que la crisis financiera comenzó, en 2007-2008, a dificultar los mecanismos de endeudamiento y provocar la contracción del crédito (el “credit crunch”), algunos sectores (el inmobiliario y la construcción en los EEUU, Irlanda, España y el Reino Unido) y algunas industrias (la automotriz en los EEUU y todos los países fabricantes en Europa) evidencian estar con una muy fuerte sobrecapacidad. Aún hoy se encuentran stocks de edificios de habitaciones y oficinas sin vender ni alquilar. En las industrias eléctricas y mecánicas, las sobrecapacidades de los rivales oligopólicos más débiles (Renault, Peugeot, Fiat, Goodyear) y de sus proveedores fueron reabsorbidas por el cierre de establecimientos y la destrucción o deslocalización de las maquinarias. Pero las sobrecapacidades mundiales se mantienen intactas.
A fines de 2008 y el 2009 hubo una destrucción de “capital físico”, de capacidades de producción en Europa y los EEUU. Los efectos de saneamiento con vistas a una “recuperación” fueron contrarrestados por la continuación de la acumulación en China. De 2000 a 2010, el crecimiento de la inversión fija bruta en China fue de un promedio del 13,3% por año, de tal modo que el porcentaje de la inversión fija en el PBI saltó del 34% al 46%. Esta expansión de la inversión no se debe tanto al aumento de los gastos gubernamentales del que los otros miembros del G20 se felicitaron en 2009, sino que, más bien, es la resultante de mecanismos profundos reveladores de procesos incontrolados o se debe a una verdadera a fuga hacia adelante. Los primeros están relacionados con la encarnizada competencia que las provincias y las grandes municipalidades mantienen por la inversión en las industrias manufactureras y la construcción. Está en juego el prestigio, pero también los ingresos ocultos de sectores enteros de la “burocracia-burguesía” china. Los ministerios en Beijing reconocen la existencia de sobrecapacidades muy importantes en las industrias pesadas.[3] ¿Por qué, entonces, no intervienen? Porque las relaciones políticas y sociales características de China han encerrado al Partido Comunista Chino en la siguiente situación. Como condición para un mínimo de paz social (ver la multiplicacion de huelgas y el artículo de Jacques Chastaign), la dirección del PCC prometió al pueblo “el crecimiento” e, incluso, ha calculado que una tasa de crecimiento del 7-8% era el mínimo compatible con la estabilidad política. Pero el crecimiento no puede descansar sobre el consumo de la mayoría de la población, el PCC no puede conceder a los trabajadores las condiciones políticas que le permitan luchar por alza de salarios, ni establecer servicios públicos (salud, educación universitaria, seguros a la vejez), puesto que en la tradición política china, de la cual Tienanmen fue el gran jalón, esto sería interpretado como un signo de debilitamiento de su control político. Los 7-8 % de tasa de crecimiento fueron obtenidos, entonces, mediante una demencial expansión del sector de bienes de inversión (el sector I en los esquemas de reproducción ampliada). La caída, entre 2000 y 2010, del porcentaje del consumo privado en el PBI del 46% al 34% da una dimensión de la encrucijada en que se colocó el PCC. El excedente comercial de China es “solamente” del 5-7% del PBI, pero sus ventas representan casi el 10% de las exportaciones mundiales. Las exportaciones son la sopapa de lo sobreacumulación de China y el canal a través del cual esta crea un efecto depresivo sobre todos los países que sufren la competencia de los productos chinos. Esto provoca un efecto de rebote de tal modo que, desde el verano, China experimenta una disminución de sus exportaciones. La destrucción de las capacidades de producción de la industria manufacturera de muchos países de los que se habla poco (textil en Marruecos, en Egipto y Túnez, por ejemplo), pero también en otros de los que se habla más, en donde fue contrapartida de la exportación de productos resultantes de las ramas tecnológicas de metales ferrosos y no ferrosos y de la agroindustria (caso de Brasil), expresa el peso que la superproducción china hace caer sobre el mercado mundial en su conjunto.

Peso aplastante del capital ficticio y poder casi inconcebible de los bancos

Volvamos ahora a las finanzas y al capital ficticio, que vengo tratando desde 2007 en mis artículos y en el reciente libro Les dettes illégitimes. Efectivamente, el segundo rasgo específico de la crisis actual es que estalló después de haber recurrido, como mínimo durante veinte años, al endeudamiento como la gran forma de sostén de la demanda en los países de la OCDE. Este proceso conllevó una creación extremadamente elevada de títulos que tienen el carácter de “vales” sobre la producción presente y futura. Estos “vales” tienen un fundamento cada vez más estrecho. Al lado de los dividendos sobre las acciones y de los intereses sobre préstamos a los Estados, estuvo el crecimiento del crédito al consumo y del crédito hipotecario, que son punciones directas sobre los salarios. El peso del capital se ejerce sobre los asalariados, simultáneamente, en el lugar de trabajo y como deudor ante los bancos. Son, pues, “vales” cada vez más frágiles los que sirvieron como base para una acumulación (utilizo este palabra a falta de una mejor) de activos “ficticios a la enésima potencia”. La crisis de los créditos hipotecarios subprima destruyó momentáneamente una pequeña parte. Pero ni siquiera los bancos centrales conocen realmente su astronómico monto, ni –en razón del sistema financiero “en la penumbra”– los circuitos y tenedores exactos. Apenas disponemos de muy vagas estimaciones. Lo que hemos denominado financiarización ha sido la inmersión casi estructural en una situación descripta por Marx en un párrafo poco comentado del primer capítulo del libro II de El capital. Señala que, por extraño que pueda parecer en pleno triunfo del capital industrial,
El proceso de producción no es más que el eslabón inevitable, el mal necesario para poder hacer dinero. Por eso todas las naciones en que impera el sistema capitalista de producción se ven asaltadas periódicamente por la quimera de querer hacer dinero sin utilizar como medio el proceso de producción (Marx, 1973: II, 52).
A partir de los años 1980, en los países capitalistas centrales encabezados por los Estados Unidos, la “quimera” comenzó a tomar un carácter casi estructural. Las finanzas han dado a esta quimera, fruto del fetichismo del dinero, respaldos político-institucionales muy fuertes. Consiguió hacer que el “poder de las finanzas”, y las fetichistas creencias que el mismo arrastra, se sustenten en un grado de mundializacion especialmente financiera inédito en la historia del capitalismo.
La pieza clave de este poder es la deuda pública del los países de la OCDE. En un primer tiempo, a partir de 1980, el servicio de la deuda produjo, por medio de los impuestos, una inmensa transferencia de valor y plusvalor hacia los fondos de inversión y los bancos, con el canal de la deuda del Tercer Mundo, por supuesto, pero a una escala mucho más elevada por las de los países capitalistas avanzados. Esta transferencia es una de las causas de la profunda modificación en la distribución del ingreso entre el capital y el trabajo. A medida que más reforzaba el capital su poder social y político, en mejores condiciones estaban las empresas, los tenedores de títulos y los mayores patrimonios de actuar políticamente para liberarse de las cargas impositivas. La obligación de que los gobiernos recurrieran a los préstamos creció continuamente. A partir del primer gobierno de Clinton, en los Estados Unidos comenzaron a verse, no ya políticas monetarias de regulación de las finanzas, sino un principio de “captura del Estado” por los grandes bancos (Johnson & Kwak, 2010). La designación de Robert Rubin, Presidente de Goldmann Sachs, constituyó un momento de esa captura. La crisis de septiembre de 2008, con Henry Paulson en las palancas de mando, completó el proceso. Este condujo a la fase actual, que está marcada por una contradicción característica del respaldo al crecimiento durante un período tan prolongado. En los meses que vienen tomaremos conciencia de manera cada vez más aguda –no sólo los redactores y lectores de esta publicación, ¡sino también los “actores” y los que deciden!–. Los “mercados”, es decir, los bancos y los inversores financieros, dictan la conducta de los gobiernos occidentales poniendo como eje –como tan claramente pudo verse en Grecia– la defensa de los intereses económicos y políticos de los acreedores, sean cuales fueren las consecuencias en términos de sufrimiento social. Pero en razón del monto y de las condiciones de acumulación de activos ficticios, en cualquier momento puede desencadenarse una gran crisis financiera, aunque no puedan preverse ni el momento ni el lugar del sistema financiero en que estalle.
Las razones van más allá de las características de las operaciones bancarias en las que generalmente se pone el acento –naturaleza de los activos ficticios, depuración muy incompleta de los activos tóxicos de 2007, especialmente por los bancos europeos, dimensión de lo que acaba de designarse como “efecto palanca”,[4] etcétera–. El capital sufre de una aguda falta de plusvalía, carencia que la sobreexplotación de los trabajadores empleados (consecuencia del ejército industrial de reserva), así como el pillaje de recursos del planeta, compensan cada vez menos. Si la masa de capital puesto en la extracción de plusvalía se estanca o retrotrae, llega un momento en que ningún incremento de la tasa de explotación puede contrarrestar sus efectos. Es lo que ocurre cuando el poder de los bancos es casi inconcebible y cuando existe, como nunca anteriormente, una masa muy importante y muy vulnerable de “vales” sobre la producción, así como productos derivados y otros activos “ficticios a la enésima potencia”. Contra un telón de fondo de sobreacumulación y de superproducción crónicos, tenemos diversas consecuencias. En primer lugar, se da paso a políticas económicas y monetarias que persiguen dos objetivos que producen efectos contradictorios. Es preciso, mediante las privatizaciones, abrir al capital sectores protegidos socialmente, para ofrecerles oportunidades de ganancia hasta tanto o, mejor dicho, con la esperanza de que se reconstituyan condiciones de conjunto para la “salida de la crisis” y, para eso, son aplicados y reiterados proyectos de privatización y de “apertura a la competencia”. Pero es también preciso tratar de evitar que se produzca un hundimiento económico que necesariamente representaría la destrucción de una parte del capital ficticio, comenzando por el que tenga la forma de acreencias, de títulos de la deuda, pero el carácter procíclico (acentuando la recesión) del primer objetivo tiene el efecto de reforzar la posibilidad de tal hundimiento. Existe, paralelamente, la contradicción, algo semejante pero diferente, que consiste en la imposición por los “mercados” de políticas de austeridad por temor al default de pagos, provocando que este sea cada vez más inevitable por el solo hecho mecánico de la acentuada contracción de la actividad económica. Y otra importante consecuencia del poder de las finanzas y de su incapacidad para limitar la destrucción de capital ficticio en los países de la OCDE es la existencia de esta inmensa masa de dinero –masa ficticia pero con efectos reales– que continuamente pasa de una a otra forma de colocación, creando una muy fuerte inestabilidad financiera, generando burbujas que pueden ser desencadenantes de crisis generalizada y frecuentemente agudizando –especialmente cuando la especulación se realiza con los productos alimentarios– conflictos sociales.

La extrema debilidad de los instrumentos de política económica

Finalmente, el último gran rasgo de la crisis es que la misma estalló y se desarrolló después que las políticas de liberalización y desreglamentación hubieran llegado a destruir las condiciones geopolíticas y macrosociales en las que instrumentos anticíclicos de cierta eficacia habían sido preparados precedentemente. Para el capital, las políticas de liberalización han tenido su “lado bueno”, pero tienen también su “lado malo”. La liberalización puso a los trabajadores a competir de país a país y de continente a continente como nunca antes. Abrió la vía a la desreglamentación y a las privatizaciones. Las posiciones del trabajo ante el capital fueron muy debilitadas, eliminando hasta el presente “el miedo a las masas” como aguijón de las conductas del capital. El otro lado de la medalla está constituido por esta carencia de instrumentos anticíclicos, debido a que no se ha encontrado ningún sustituto a los del keynesianismo, así como a la intensa rivalidad entre los grandes protagonistas de la economía capitalista mundializada, en una fase en la que la potencia hegemónica establecida ha perdido todos los medios de su hegemonía –con la excepción de los medios militares de los que puede utilizar solo una parte, y hasta el momento sin gran éxito–. El único instrumento disponible es la emisión de moneda, la plancha de impresión de billetes por cuenta de los gobiernos (en el caso de los Estados Unidos. donde la Fed compra una parte de los bonos del Tesoro), pero, sobre todo, en beneficio de los bancos. Este terreno es también el único en que cierta forma de cooperación internacional funciona. El anuncio el 30 de noviembre 211 de la creación de liquideces en dólares, de común acuerdo entre Bancos centrales y por iniciativa de la Fed, para contrarrestar el agotamiento de las fuentes de refinanciamiento de los bancos europeos por parte de sus homólogos estadounidenses, ha sido el último ejemplo.

Resistir y lanzarse en aguas en las que hasta ahora nunca navegamos

Al igual que otros[5] he explicado la necesidad inevitable, absoluta, de prepararse para la perspectiva de un gran crack financiero y para tomar los bancos. Pero este artículo requiere de una conclusión más amplia. A nivel mundial, no se avizora ninguna “salida de la crisis” en un horizonte temporal previsible. Para los grandes centros singulares de valorización del capital, que son los grupos industriales europeos, es tiempo de migrar hacia cielos más benevolentes, hacia economías que combinen una taza de explotación alta y un mercado doméstico importante. Las condiciones de la reproducción social de las clases populares están amenazadas. El ascenso de la pobreza y la pauperización rampante que afecta a capas cada vez más importantes de asalariados lo demuestra. El Reino Unido fue uno de los laboratorios, antes incluso del estallido de la crisis.[6] Mientras más dure, más se alejará para los asalariados cualquier otro futuro que no sea la precarización y la caída del nivel de vida. Las palabras clave que se repiten son “adaptación”, “sacrificio necesario”. Cada tanto, para mantener un mínimo de legitimidad, los sindicatos pueden llamar a jornadas de acción. La huelga de un día de los empleados públicos en el Reino Unido es el ejemplo mas reciente. Pero, como escribí antes, el porvenir de los trabajadores y de los jóvenes depende, sobre todo, si no enteramente, de su capacidad para darse espacios y “tiempos de respiración” propios, a partir de dinámicas que solo ellos mismos pueden motorizar. Otro mundo es posible, seguramente, pero no podrá diseñarse sino en la medida en que la acción abra camino al pensamiento que, más que nunca, no puede sino ser colectivo. Es una completa inversión de los períodos en que existían, al menos aparentemente, planes preestablecidos de la sociedad futura, fuesen los de algunos socialistas utópicos o los de la Komintern de Dimitrov. En el siglo XVI, los navegantes ingleses forjaron la bella expresión “uncharted waters”: aguas que nunca se navegaron y para las cuales no hay ningún mapa o carta marítima. Hoy estamos en esa situación.

Bibliografía

Chesnais, François. Les dettes illégitimes. Raisons d’Agir: París, 2011
CNUCED, “L’économie mondiale face aux enjeux politiques d'après crise”, Ginebra, septiembre 2011.
Dardot, Pierre; Laval, Christian. La nouvelle raison du monde. Essai sur la société néolibérale. La Découverte: París, 2009.
Gaulard, Mylène, “Los límites del crecimiento chino”. En: Herramienta web 4 (febrero de 2010) http://www.herramienta.com.ar/content/herramienta-web-4
Gill, Louis, La crise financière et monétaire mondiale. Endettement, spéculation, austérité. M éditeur: Quebec, 2011.
Johnson, S.; Kwak, J. 13 Bankers – The Wall Street Take Over and the Next Financial Meltdown. Pantheon Books: Nueva York, 2010.
Jones, Owen. Chavs. The Demonization of the Working Class. Verso: Londres, 2011.
Marx, Karl, El capital. 3 vols. Trad. de Wenceslao Roces. México: FCE, 1973.
–, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador). 1857-1858. Trad. de Pedro Scaron. Edición a cargo de José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron. 3 vols. Siglo XXI: Buenos Aires, 1972.
Mattick, Paul, Crisis & Teoría de la Crisis. Península: Barcelona, 1977. Disponible en http://www.geoticies.com/cica_web
Reverchon, Antoine, “Quelle est la vraie valeur des réserves d’énergie fossile (valeur boursière ou valeur pour la société humaine)”. En: Le Monde de l’économie (15 de noviembre de 2011).
Vitali, S.; Glattfelder, J.B.; Battiston, S. The network of global corporate control. Chair of Systems Design, ETH: Zurich, www.plosone.org


[1] La consigna del movimiento Ocupar Wall Street “Somos el 99%”, refleja la tremenda distancia entre los muy, muy altos ingresos y los del resto de los norteamericanos.
[2] Algunas de las preguntas que sería preciso responder para ver si el estudio de Zurich puede aplicarse a una problemática relacionada con el capital financiero de Hilferding y Lenin.
[3] El sitio de la edición en inglés del diario del PCC abunda en ejemplos. http://english.peopledaily.com.cn/ Basta tipear las palabras “China overcapacity” para encontrarlos. Puede consultarse también el estudio realizado por la Cámara de Comercio de Europa: http://www.rolandberger.com/media/pdf/Roland_Berger_Overcapacity_in_China_20091201.pdf
[4] Ver mi libro Les dettes illégitimes y el de Louis Gill, La crise financière et monétaire mondiale. Endettement, spéculation, austérité.
[5] En primer lugar, Frédéric Lordon.
[6] Ver el libro de Owen Jones, Chavs. The Demonization of the Working Class.



Revista Herramienta Nº 49 Economía Globalización - Internaciona

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